Se pasaban la linterna de uno a otro para tranquilizarse, y a veces la enfocaban a la cara del otro o a su ropa y piel para ver si llevaban algo adherido.
El túnel se cnsanchó de pronto y una densa niebla dulzona les envolvió.
—Ya hemos andado lo bastante como para estar debajo de otro montículo — dijo Jerry. Se detuvo y apartó su bota de algo pegajoso—. Hay cosa de esta por todo el suelo.
John enfocó la linterna sobre la bota de Jerry. La suela estaba cubierta de una sustancia marrón rojizo muy pegajosa.
—No parece muy profundo —dijo.
—Todavía no, en cualquier caso. —La niebla olía un poco como a fertilizante, o como a mar. Estaba viva. Circulaba en altos y delgados jirones, como si estuviera presa entre cortinas de aire.
—¿Por dónde seguimos? Tenemos que evitar andar en círculos —dijo Jerry.
—Tú eres el guía. No me pidas iniciativas.
—Huele como si alguien hubiera dejado algas en una confitería —comentó Jerry— Parece una ironía.
—Hongos —dijo John, bajando la luz. Alrededor de sus pies, el suelo estaba sembrado de unos objetos blancos, de unas dos pulgadas de ancho y cubiertos por una especie de tapón, que estallaban bajo sus pasos. Apuntó la luz más arriba y vio líneas verticales y horizontales que atravesaban la niebla frente a ellos.
—Estantes —dijo Jerry—. Estantes llenos de cosas que crecen.
Los estantes tenían más o menos medio centímetro de grosor, y estaban sostenidos por corchetes irregularmente espaciados; todo ello estaba compuesto de una substancia blanca y dura que relucía a la luz de la linterna. Sobre los estantes había pilas de lo que parecía ser papel quemado, papel quemado húmedo.
—Diantre —exclamó Jerry tocando uno de los montones con el dedo.
—Yo en tu lugar no tocaría nada —dijo John.
—Demonios, estás en mi lugar, hermano. Sólo hay diferencias menores.
—Pero yo no toco nada.
—Sí. Probablemente sea una buena idea.
Siguieron andando a todo lo largo de los estantes y llegaron a una pared completamente cubierta de tubos. Los tubos crecían por entre los estantes, y divergían en racimos más pequeños, que llevaban hacia los brillantes montones de la sustancia marrón.
—¿Qué es esto, plástico o qué? —dijo Jerry palpando uno de los tubos.
—No parece plástico. Más bien parece hueso limpio y blanco.
Se miraron el uno al otro.
—Espero que no lo sea —contestó Jerry, dándose la vuelta.
Caminando entre la niebla y el aire arremolinado hacia el otro extremo de los estantes, encontraron una especie de matriz blanca, como de espuma, que parecía un panal elástico, hollado de abiertas burbujas llenas hasta el borde de un jarabe púrpura. Algunas de las burbujas derramaban púrpura sobre el suelo, y cada gota producía un siseo al caer y se evaporaba.
John se aguntó una náusea y murmuró algo sobre que había que salir.
—Seguro —dijo Jerry inclinándose para mirar las gotas—. Pero primero mira esto.
John se agachó a desgana, con las manos sobre las rodillas, y observó la burbuja que su hermano le indicaba.
—Mira todos esos pequeños cables —siguió Jerry—. Parecen cuentas que viajan por alambres, sobre la púrpura. Cuentas rojas. Parece sangre, ¿verdad?
John asintió. Se metió la mano en el bolsillo de los téjanos y sacó un cuchillo del ejército suizo que había encontrado bajo los desgarrados asientos del Jeep británico. Con las uñas, retiró una pequeña lupa del mango del cuchillo.
—Enfócame aquí la luz.
A la luz de la linterna, miró la burbuja a través de la lupa y se puso a observar detenidamente el líquido púrpura y los diminutos cables con las gotas rojas.
Al mirar más de cerca se apreciaban más detalles. Nada que él pudiera identificar, pero la superficie del fluido púrpura estaba compuesta de millares de pirámides. El material blanco parecía plástico espumoso o corcho.
Rechinó los dientes.
—Muy bonito —dijo. Agarró el extremo de una de las burbujas y la desgarró. El líquido salpicó a sus pies y la niebla se hizo más densa—. Aquí no están.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Jerry. John golpeó el blando panal y apartó la mano enrojecida y brillante.
—Porque no están aquí.
—¿Quiénes?
—Ruth y Loren. Se han ido.
—Aguanta un poco… advirtió Jerry, pero John golpeó ahora con ambas manos y desgarró la celosía de burbujas.
Casi no se veían el uno al otro a causa de la niebla, dulce y empalagosa. Jerry agarró el hombro de sus hermano e intentó apartarle de allí.
—¡Déjalo, dejado ya, John, maldita sea!
—¡Se los han llevado! —gritó John. Su garganta se contrajo y se llevó una mano a ella, mientras con la otra seguía desgarrando y golpeando.
—¡No están aquí, Jerry!
Rodaron por la superficie pegajosa hasta que Jerry alcanzó a sujetarle por ambos brazos. La linterna cayó a su espalda y enfocó hacia arriba. Johri sacudió la cabeza, sudoroso, e inició un largo y silencioso sollozo con los ojos apretados y la boca muy abierta. Jerry estrechó a su hermano fuertemente entre sus brazos mientras miraba sobre su hombro la arremolinada niebla, a la luz de la linterna.
«Shh…», se seguía oyendo. La olorosa mugre marrón los recubría. «Shh…» —Me lo estaba aguantando —dijo John después de hacer un hondo suspiro—.
Jerry, déjame ir. Me lo he estado aguantando mucho rato. Salgamos de aquí. Aquí no hay nadie. Aquí abajo no hay nadie.
—Sí —contestó Jerry—. Aquí no. Quizá en otra parte, pero aquí no.
—Puedo sentirlos, Jerry.
—Ya lo sé. Pero aquí no.
—Entonces, dónde demonios…
—Shhhh…
Se tendieron en la mugre para escuchar el suave siseo de la niebla y de las cortinas de aire. Jerry notaba que se le dilataban las pupilas en la oscuridad, como si tuviera los ojos de un gato.
—Shh. Aquí hay algo…
—Oh, Dios mío —dijo John intentando soltarse del brazo de su hermano. Se levantaron, goteando pringue, de cara al área iluminada por la linterna. La niebla se enturbiaba e hinchaba en un punto.
—Es un trotador —dijo Jerry a medida que la silueta tomaba forma.
—Es demasiado grande.
El objeto estaba al menos a unos tres metros, plano y con una especie de colgajo a un lado. Parecía parduzco a la débil luz que lo iluminaba.
—No tiene piernas —dijo Jerry aterrorizado—. Está flotando ahí.
John dio un paso hacia adelante.
—Malditos marcianos —dijo tranquilamente—. Os voy a romper…
Y a partir de ahí hubo un momento de olvido.
La luz de la mañana teñía el este de color aguamarina. El pueblo, cubierto de láminas marrón y blanco, parecía más bien pertenecer a un mundo subacuático, a una profunda área del lecho oceánico.
Estaban en la zanja de drenaje de más allá de las verjas, mirando en dirección al pueblo.
—Casi no me puedo mover —dijo Jerry.
—Yo tampoco.
—Creo que eso nos ha picado.
—Yo no sentí nada.
John movió su brazo a modo de prueba.
—Creo que les he visto.
—¿A quién?
—Estoy muy confuso, Jerry.
—Yo también.
El sol estaba ya muy alto en el cielo cuando se sintieron capaces de ponerse a caminar. Sobre el pueblo, una especie de hemisferios transparentes discurrían por entre las fachadas de los edificios, disparando hacia abajo de vez en cuando delgados haces de luz.
—Parece una medusa —comentó Jerry mientras iban tambaleándose hacia la carretera y el camión.
—Creo que he visto a Ruth y a Loren. No estoy seguro —dijo John.
Se acercaron lentamente al camión y, sofocados, se sentaron en los asientos delanteros, cerrando las puertas a continuación.