Выбрать главу

—Vamonos.

—¿A dónde?

—Los he visto allá abajo, donde estábamos. Pero no estaban allí. Esto no tiene sentido.

—No, quiero decir, ¿a dónde vamos ahora?

—Fuera del pueblo. A otro sitio.

—Están en todas partes, John. Las radios lo dicen.

—Malditos marcianos. Jerry suspiró.

—Si fueran marcianos, se nos habrían merendado, John.

—Que les den morcilla. Vamonos de aquí.

—Sean lo que sean —repuso Jerry—, estoy seguro de que son de por aquí — apuntó enfáticamente hacia la tierra—. De dentro de la verja.

—Conduce —dijo John. Jerry puso en marcha el motor, puso una marcha y metió el camión por la carretera polvorienta. Doblaron por la avenida Esle, casi chocaron con un coche abandonado en el siguiente cruce y enfilaron por la carretera de South Vasco, en dirección a la autopista.

—¿Cuánta gasolina llevamos?

—Llené el tanque ayer en el pueblo. Antes de que las láminas llegaran a las bombas.

—Sabes —dijo John inclinándose a recoger del suelo un trapo grasiento para limpiarse las manos—. No creo que podamos entender nada de esto.

Simplemente, no tenemos ni idea de lo que pasa.

—Ninguna idea buena, quizá.

—De pronto, Jerry aguzó la vista. Había alguien junto a la carretera como a medio kilómetro, alguien que hacía señas vigorosamente. John siguió la dirección de la asombrosa mirada de su hermano.

—No estamos solos —dijo.

Jerry redujo la velocidad del camión.

—Es una mujer. —Se detuvieron a treinta y cinco o cuarenta metros de donde estaba, en un recodo de la carretera. Jerry se inclinó por la ventana del lado del conductor para verla más claramente.

—No es joven —dijo molesto.

Tenía unos cincuenta años, con el pelo negro y ondulado, y llevaba un vestido de seda color melocotón que ondeaba tras ella mientras corría. Los dos hermanos se miraron y sacudieron la cabeza, sin saber muy bien qué hacer o decir.

Se acercó por el lado del pasajero, sin aliento y riendo.

—Gracias a Dios —dijo—. O a quien sea. Pensé que era la única que quedaba en todo el pueblo.

—Ya ve que no —dijo Jerry—. John abrió la puerta y la mujer subió al camión.

Se movió para hacerle sitio, y ella se sentó respirando hondo y riendo otra vez.

Volvió la cabeza y le miró con vehemencia.

—Vosotros dos sois maleantes, ¿no?

—No lo crea —dijo Jerry, sin apartar la vista de la carretera—. ¿De dónde es usted?

—Del pueblo. Mi casa ha desaparecido, y todo el vecindario está envuelto como si fuera un paquete de Navidad. Pensé que era la única que quedaba viva en el mundo.

—Entonces es que no ha oído la radio —dijo John.

—No. No me hacen gracia los cacharros electrónicos. Pero, de todos modos, sé lo que está sucediendo.

—¿Sí? —preguntó Jerry enderezando el camión sobre la carretera.

—Sí, y tanto. Mi hijo. El es el responsable de esto. Yo no sabía qué forma iba a tomar, pero no tengo ninguna duda sobre el caso. Y además le avisé.

Los hermanos se miraron otra vez. La mujer se tocó el cabello y se puso una diadema flexible sobre él.

—Sí, ya sé —dijo, ahogando la risa—. Loca como una chiva. Más loca que todo lo que ha pasado en este pueblo. Pero puedo deciros a dónde hay que ir.

—¿A dónde? —pregunt Jerry.

—Hacia el sur —dijo ella con firmeza—. Hacia dónde mi hijo trabajaba —se alisó el vestido sobre las rodillas—. Me llamo, dicho sea de paso, Ulam, April Ulam.

—John —dijo éste estrechándole torpemente la mano—. Este es mi hermano Jerry.

—Ah, sí —dijo April—. Gemelos. Eso tiene sentido, supongo.

Jerry empezó a reír. Se le saltaron las lágrimas y se las secó con la mano, manchada de mugre.

—¿Hacia el sur, señora? —preguntó.

—Definitivamente.

29

Diario cibernético de Micliael Dernard Enero, 15. Hoy han empezado a hablar conmigo. Con interrupciones al principio, con más confianza a medida que avanzaba el día.

¿Cómo describir la experiencia de sus «voces»? Tras haber cruzado por fin la barrera hematoencefálica y explorado la (para ellos) enorme frontera de mi cerebro, y tras haber descubierto un esquema normativo de las actividades de este nuevo mundo —el esquema es el mío— y haberse dado cuenta de que la información que habían adquirido en su remoto pasado, hace meses, era exacta, y que existe un macromundo.

Habiendo aprendido todas esas cosas, ahora tenían que aprender lo que significa ser humano. Porque sólo así podrían comunicarse con este Deus in Machina. Habiendo destinado a decenas de millones de «eruditos» al trabajo en este proyecto, quizá sólo durante los últimos tres días han conseguido, por cierto, abrir la caja, y ahora hablan conmigo de una manera no más extraña que si fueran (por ejemplo) aborígenes australianos.

Me siento a mi escritorio, y cuando llega el momento señalado, iniciamos la conversación. Parte de ésta es en inglés (creo que la conversación puede darse desde las áreas profundas que no están todavía lingüísticamente formuladas, para ser luego traducida por mi propia mente al inglés), y otra parte es puramente visual, o bien a partir de otros sistemas —mayoritariamente el del gusto, un sentido que parece resultarles atractivo en particular.

No consigo hacerme idea clara de la envergadura de la población que llevo en mi interior. Son de diferentes clases: los noocitos originales y sus derivados, es decir, los que aquéllos convirtieron inmediatamente después de la invasión; las categorías de células móviles, muchas de las cuales aparentemente son una novedad en el organismo, con diseño nuevo y con nuevas funciones; las células fijas, que quizá no son individuos en un sentido «mental» por carecer de movimiento y por haber sido asignadas a funciones fijas, aunque complejas; las células hasta ahora inalteradas (casi todas las de mi cerebro y sistema nervioso entran en esta categoría); y otras sobre las que todavía no estoy seguro.

Juntas, se cuentan por decenas de trillones.

Conjeturo que las totalmente desarrolladas alcancen ya los dos trillones, individuos inteligentes que existen dentro de mí.

Si multiplico estos números aproximados por la población de Norteamérica — medio billón—, entonces me resulta un trillón de billones, es decir en el orden de EQ20. Este es el número de seres inteligentes que viven sobre la superficie de la Tierra en estos momentos —dejando de lado, por supuesto, la totalmente despreciable población humana.

Bernard apartó su silla del escritorio después de aguardar la entrada del texto en la memoria de la computadora. Había demasiadas cosas que consignar, demasiados detalles; desesperaba de su eventual capacidad para explicar a los investigadores las sensaciones que sentía. Tras atravesar semanas de frustración, de claustrofobia, y después intentando entender el lenguaje químico de su sangre, hubo súbitamente una fiesta de información tan enorme que no pudo asimilarla al principio. Lo único que tenía que hacer era preguntar, y mil millones de seres inteligentes se organizaban para analizar su pregunta y devolverle respuestas rápidas y detalladas. A la pregunta: «¿Qué soy yo para vosotros?», le contestaron:

Padre/Madre/Universo Mundo/Desafio Fuente de todo Antigua, lenta Montaña/Galaxia Podía pasarse horas deleitándose en los complejos sentimientos que acompañaban a las palabras: el sabor del suero de su propia sangre, los tejidos de su cuerpo, la alegría del alimento al ser asimilado, la necesidad cubierta de la depuración, de la protección.

En la calma de la noche, tendido en el camastro con los sensores de rayos infrarrojos sobre él, se deslizaba hacia afuera y hacia adentro de sus propios sueños y de las cautas, casi reverentes preguntas y respuestas de los noocitos.