De vez en cuando se despertaba como si le alertara una especie de guardián mental respecto a que un nuevo territorio estaba siendo explorado.
Su sentido del tiempo resultaba distorsionado incluso durante las horas del día.
Los minutos que pasaba en conversación con las células le parecían horas, y volvía al mundo de la cámara de aislamiento con una desconcertante falta de convicción a propósito de su realidad.
Las visitas de Paulsen-Fuchs y de otros parecían sucederse a largos intervalos, aunque de hecho se realizaban a las mismas horas establecidas diariamente.
A las tres de la tarde, Paulsen-Fuchs llegaba con las reflexiones sobre las noticias que Bernard había leído o visto por la mañana. Las noticias eran invariablemente malas, y además iban a peor. La Unión Soviética, como un caballo desbocado, había aterrorizado a Europa y la había sumido en una colérica desesperación. Luego se había retraído en un taciturno silencio, que, sin embargo, no tranquilizaba a nadie. Bernard pensó brevemente en todos estos problemas y luego le preguntó a Paulsen-Fuchs qué progresos había en cuanto al control de las células inteligentes.
—Ninguno. Obviamente, ellas son las que controlan a todo el sistema inmunológico; y aunque han acrecentado su acción sobre el metabolismo, están completamente camufladas. Creemos que se encuentran en disposición de neutralizar cualquier antimetabolito antes de que éste pueda ponerse al trabajo; ya están alerta respecto a inhibidores como la actinomicina. Para decirlo en pocas palabras, no podemos atacarlas sin dañarle a usted.
Bernard asintió. Por extraño que pareciera, todo esto ya no le importaba.
—Y usted está, ahora, comunicándose con ellas —dijo Paulsen-Fuchs.
—Sí.
Paulsen-Fuchs suspiró y se puso de espaldas a la ventana de triple cristal.
—¿Es usted humano todavía, Michael?
—Por supuesto que lo soy —dijo. Pero luego le vino la idea de que ya no lo era, de que no había sido sólo humano durante más de un mes—. Todavía soy yo, Paul.
—¿Por qué hemos tenido que indagar tanto para descubrir esto?
—Yo no llamaría indagar a lo que habéis hecho. Daba por sentado que mis entradas en el computador eran interceptadas y leídas por los noocitos.
—Michael, ¿por qué no me lo dijo a mí? Me siento decepcionado. Creía que era una persona importante en su mundo.
Bernard sacudió la cabeza y sonrió.
—Por supuesto que lo es, Paul. Es usted mi anfitrión. Y tan pronto sepa lo que tengo que decir, con palabras, se lo haré saber. Yo se lo diré. Mi diálogo con los noocitos acaba de empezar. No puedo saber con certeza si todavía hay entre ellos y yo malentendidos fundamentales.
Paulsen-Fuchs se acercó a la escotilla de la cámara de observación.
—Dígamelo cuando pueda. Podría ser de la máxima importancia —dijo con semblante de desánimo.
—Naturalmente.
Paulsen-Fuchs salió.
«Resultó bastante frío», pensó Bernard. «Me comporté como si estuviera al margen de la sociedad. Y Paul es un amigo.» ¿Pero qué podía hacer?
Quizá su humanidad estaba llegando al final.
30
Al llegar al piso dieciséis, Suzy se dio cuenta de que ya no podría seguir subiendo ese día. Se sentó en un sillón de ejecutivo tras una gran mesa (había apartado el traje gris, la fina camisa de seda y los zapatos de cocodrilo del ejecutivo hacia un rincón) y se puso a mirar por la ventana la ciudad que se extendía doscientos metros más abajo. Las paredes estaban recubiertas de madera, y había varios cuadros firmados por Norman Rockwell enmarcados en bronce pulido. Se comió una galleta salada con jamón y mantequilla de cacahuete, que sacó de su bolsa, y bebió de una botella de agua mineral Calistoga que encontró en el bien surtido bar del ejecutivo.
Un telescopio de bronce montado en la ventana le proporcionó estupendas vistas del barrio donde vivía, ahora densamente cubierto por el extraño material marrón, así como de las áreas hacia el sur y el oeste. Alrededor de la isla Governors, el agua del río ya no parecía tal. El río estaba como enlodado y helado, y levantaba unas peculiares olas que se extendían en círculos para unirse a otras procedentes de las islas Ellis y Liberty. El aspecto era más de arena rastrillada que de agua, pero ella sabía que el líquido no se había convertido en tierra.
—Seguro que eras muy rico, debiste hacer un montón de dinero —dijo mirando hacia el traje gris, la camisa de seda y los zapatos—. Quiero decir, todo esto es muy bonito y elegante. Te daría las gracias si pudiera.
Se acabó la botella y la tiró en una papelera de madera que había bajo la mesa.
La silla era lo bastante confortable como para dormirse en ella, pero abrigaba la esperanza de encontrar una cama. En el viejo televisor de su casa, había visto que los ejecutivos adinerados contaban con dormitorios privados en sus oficinas.
Ese despacho, desde luego, parecía muy elegante. Sin embargo, se sentía demasiado cansada para ponerse a buscar la habitación en ese momento.
El sol descendía sobre Nueva Jersey mientras se daba masaje en sus doloridas piernas.
La mayor parte de la ciudad, lo que ella podía ver de la urbe, estaba recubierta de mantas marrones y negras. No había una mejor descripción del fenómeno. Era como si alguien hubiera venido a envolver con mantas del ejército sobrantes todos los edificios de Manhattan hasta los pisos diez o veinte. Antes había visto ocasionalmente amplias láminas de ese material elevarse en el aire y alejarse, como en Brooklyn, pero ahora esa actividad se había reducido.
—Adiós, sol —dijo. El pequeño disco rojo descendió y desapareció, y por primera vez en su vida ella vio, en el último segundo de luz, un breve resplandor verde. Le habían hablado de ello en la escuela, y el profesor decía que se trataba de un raro fenómeno (sin que se hubiera molestado en explicar qué era lo que lo causaba), y ahora le acababa de proporcionar un gran placer. Por fin lo había visto.
—Soy una privilegiada, eso es lo que pasa —dijo. Empezó a formársele una idea. No estaba segura de si se trataba de una de sus tontas corazonadas o si era algún tipo de sueño en vela. Estaba siendo observada. Aquella cosa marrón la vigilaba, y el río también. Los montones de ropa, fuera lo que fuera en lo que la gente se había convertido, la estaban mirando. Era molesto, porque ella sabía que les gustaba. No sería cambiada mientras siguiese haciendo lo que estaba haciendo.
—Bueno, voy a buscarme una cama —dijo, levantándose de la silla—. Bonito despacho —le comentó al traje gris.
Detrás de la mesa de la secretaria había una pequeña puerta sin rótulo. La abrió y encontró un armario lleno de formularios y papeles ordenados en estanterías, y más abajo efectos de oficina y una extraña cajita con una luz roja.
Eso significaba que la caja tenía todavía electricidad. Quizá fuera una alarma contra los ladrones, pensó, y debía funcionar a base de pilas. Tal vez fuese un detector de humos. Cerró la puerta y se fue en dirección contraria. Al doblar la esquina de la gran oficina se veía otra puerta, marcada con una placa de bronce en que se leía PRIVADO. Asintió y trató de abrirla. Estaba cerrada, pero para entonces era ya una experta con las llaves. Escogió una probable candidata de un cajón de escritorio y la insertó en la cerradura. A la segunda prueba funcionó. Hizo girar el pomo y la puerta se abrió.
La habitación estaba a oscuras. Pulsó el interruptor. El ancho haz de luz cayó sobre una cama de aspecto muy confortable, mesa de noche, un escritorio con un pequeño computador en un rincón, y…