Suzv dio un grito. Acababa de oír un ruido y por el rabillo del ojo vio una cosa pequeña moverse bajo el escritorio y otras parecidas bajo la cama. Levantó la luz.
Un tubo se elevó al lado de la cama. En su parte superior había un objeto redondo con muchos lados planos triangulares y filamentos colgantes a cada lado. Se balanceaba e intentaba evitar la luz. Algo pequeño y oscuro pasó corriendo junto a sus pies al retroceder ella enfocando la luz hacia sus zapatos.
Podía ser una rata, pero era demasiado grande y, por la forma, no lo parecía; por otra parte, era demasiado pequeño para ser un gato. Tenía muchos ojos grandes o partes brillantes sobre su redonda cabeza, pero sólo tenía tres patas, y estaba cubierto de pelo rojo. Corría hacia la oficina grande. Suzy cerró la puerta del dormitorio rápidamente y retrocedió, cubriéndose la boca con la mano.
Al diablo el último piso. Ahora le importaba un comino.
El pasillo de frente a la oficina del secretario estaba despejado. Cogió la radio que había dejado sobre el escritorio, la botella de agua y su bolsa de comida, y rápidamente se las colgó, la botella en la anilla que llevaba en el cinturón y la bolsa a la espalda.
—Jesús, Jesús —murmuraba. Corrió por el corredor, con la botella golpeándole en la cadera, y abrió la puerta del hueco de la escalera.
—Abajo —musitó—. ¡Abajo, abajo, abajo!
Tenía que intentar salir del edificio. Si había cosas de esas en el piso de arriba, no tenía otro remedio. Sus zapatillas golpeaban rápidamente los peldaños. La bolsa de comida daba saltos y de pronto se rompió, dejando caer galletas y pequeños botes y trozos rotos por las escaleras. Los frascos se rompieron y una lata de ciruelas sin abrir bajaba de peldaño en peldaño, rodando y chocando, rodando y chocando.
Vaciló, pero se decidió a inclinarse para coger la lata de ciruelas, y entonces miró a la pared. Lentamente, con los ojos muy abiertos, miró por el hueco del pasamanos. Los filamentos blancos cubrían la puerta y una lámina marrón oscuro se arrastraba tortuosamente por la pared lateral hacia arriba.
—¡No! —gritó—. ¡Maldita sea, no! ¡Hijos de puta, dejadme en paz, dejadme bajar! —Se sujetó la cabeza con las manos y luego golpeó el pasamanos hasta que sus puños quedaron magullados—. ¡Dejadme en paz!
Pero las láminas seguían avanzando.
Hacia arriba otra vez. Tenía que subir, fuera lo que fuera lo que había visto allá arriba. Podría sacudirle con una escoba, pero no podría atravesar lo que estaba subiendo por las escaleras, sería demasiado, y se volvería loca.
Recogió la comida que pudo y se la metió en los bolsillos. Tenía que haber comida en el restaurante.
—No voy a pensarlo —se iba repitiendo sin cesar, no con respecto a la comida, que le importaba poco ahora. Lo que no iba a pensar era lo que haría una vez que hubiera llegado a la cima del edificio.
El mar del material marrón parecido al cuero se proponía obviamente recubrir por entero la ciudad, incluso hasta los pisos superiores del World Trade Center.
Y entonces iba a quedar muy poco espacio libre para Suzy McKenzie.
31
April Ulam se cubrió los ojos para mirar la salida del sol. Los molinos de viento de Tracy recortaban sus siluetas contra el cielo amarillo, con sus aspas todavía girando, y enviaban electricidad a la desierta estación de servicio donde los gemelos habían repostado combustible para el camión. Echó una mirada hacia John y movió la cabeza en un gesto de asentimiento; sí, era cierto, un día más.
Luego volvió al pequeño colmado para supervisar la búsqueda de provisiones de Jerry.
Era mucho más dura de lo que parecía, decidió John. Loca o no, manejaba a los dos hermanos como le venía en gana. Habían pasado la noche en esa estación, agotados, después de viajar menos de quince kilómetros desde Livermore.
Finalmente se habían decidido a coger la carretera central del valle. Esto había sido sugerido por April; era mejor, pensaba ella, evitar las antes populosas áreas.
—A juzgar por lo que ha pasado en Livermore —había dicho—, no nos interesa quedarnos atascados en San José o en cualquier otro lugar.
Aquel camino que habían tomado les haría pasar inevitablemente por Los Angeles o encontrar alguna ruta para bordeaarlo, pero John no había mencionado esa posibilidad.
Por lo menos, ella les había dado una dirección. No tenía sentido criticarla por el hecho de que sin ella estarían todavía en Livermore, volviéndose locos de un modo u otro —probablemente con violencia—. John dio la vuelta al camión, con las manos en los bolsillos y la mirada baja.
Todos iban a morir.
No le importaba. Se habían cansado mucho, mucho, la otra noche —y de una forma que el sueño no podía subsanar—. Estaba seguro de que Jerry sentía lo mismo. «Deja que esta tía loca nos lleve de la nariz, ¿qué más da?» Los Angeles debía resultar interesante. Pero dudaba de que llegasen hasta La Jolla.
Jerry y April salieron de la tienda cargando bolsas de comida en ambos brazos.
Las pusieron en la parte de atrás del camión y Jerry sacó un gastado mapa de la guantera del vehículo.
—La 580 hacia el sur hasta coger la cinco —dijo. April asintió John cogió el volante y entraron en la autopista.
La autopista estaba en su mayor parte desierta de coches. Pero a largos intervalos pasaron cerca de vehículos abandonados (o al menos vacíos) — camiones, coches, incluso un autobús de las Fuerzas Aéreas— a lo largo del arcén. No se detuvieron para investigar.
Conducían deprisa sobre el limpio asfalto. Las colinas de alrededor de los embalses de San Luis y Los Baños deberían estar verdes por las lluvias de invierno, pero su color era gris mate, como si se les hubiera dado una mano de pintura protectora antes de la aplicación de un nuevo color. Los embalses mismos tenían un color verde brillante, y estaban quietos como cristal. No se veían pájaros ni insectos. April miraba todo esto con cierto orgullo; mi hijo ha hecho esto, parecía pensar, y aunque frunció el ceño levemente al pasar por los estanques, en conjunto no parecía desaprobar.
Jerry parecía a la vez intrigado y totalmente seducido por ella, pero no decía nada. Sin embargo, podía notar que John se sentía incómodo.
Los campos a ambos lados de la cinco estaban cubiertos de láminas marrones musgosas que brillaban al sol como si fueran de plástico.
—Todos esos árboles y plantas —dijo April meneando la cabeza—. ¿Qué crees tú que le pasa a la cosecha?
—No lo sé, señora —dijo Jerry—. Yo sólo las vaporizo. No las juzgo.
—No sólo la gente. Atrapa de todo. —Sonrió y meneó la cabeza—. Pobre Vergil. No tenía ni idea.
Hicieron un alto para orinar en un Carl’s Júnior al lado de la autopista. Las puertas del local estaban abiertas, y encontraron un montón de ropas detrás del mostrador de servicio, pero el edificio estaba tranquilo e inalterado. En la sala de descanso, mientras orinaban el uno junto al otro, John dijo a Jerry. —Yo la creo.
—¿Por qué?
—Porque está muy segura.
—Vaya una razón.
—Y no está mintiendo.
—Claro que no. Lo que pasa es que está ida.
—No lo creo. Jerry se subió la. cremallera y dijo.
—Es una bruja, John.
John estaba de acuerdo.
Las monótonas granjas cubiertas de marrón cambiaron gradualmente de color y carácter a medida que se acercaban al desvío de Lost Hills. Apareció más tierra desnuda, polvorienta y de aspecto mortecino. Unas pequeñas corrientes de aire barrían la tierra en la distancia, como criadas limpiando después de una fiesta salvaje.
—¿Qué habrá sido de las cosechas?
Jerry meneó la cabeza. No lo sabía. No quería saberlo.