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—Espere un momento, Paul. ¿Qué demonios sucede? Al señor Gogarty le gustaría obviamente pasar mucho más tiempo conmigo, y a mí con él. ¿Por qué todas estas limitaciones?

Gogarty les miró a ambos, visiblemente desconcertado.

—Seguridad, Michael —dijo Paulsen-Fuchs—. Los pequeños lanzadores comprenden.

La reacción de Bernard fue una súbita y ruidosa carcajada.

—Me ha gustado conocerle, profesor Gogarty —dijo.

—Y a mí a usted. —Contestó Gogarty. El sonido de la cámara de observación fue desconectado y los dos hombres salieron. Bernard se metió tras la cortina del lavabo para orinar. Su orina tenía un color purpúreo.

¿No estás a. cargo de ellos? ¿Ellos mandan sobre ti?

—Por si todavía no os habéis dado cuenta, soy mortal. ¿Qué le pasa a mis orines? Están rojos.

Feniles y ketones siendo descargados. Hemos de PASAR MAS TIEMPO estudiando tu nivel jerárquico.

—Tengo para rato —dijo en voz alta—. Ahora tengo para mucho rato.

35

El fuego crepitaba alegremente y proyectaba anchas y confusas sombras de árbol sobre los viejos edificios de Fort Tejón. April Ulam, en pie, miraba hacia el otro lado rodeándose con los brazos, mientras su desgarrado vestido ondeaba levemente a la fría brisa del atardecer. Jerry meneó el fuego con un palo y miró a su gemelo.

—¿Entonces, qué es lo que vimos?

—El infierno —dijo John con firmeza.

—Hemos visto Los Angeles, caballeros —dijo April desde la oscuridad.

—Yo no reconocí nada —dijo John—. Ni siquiera Livermore, ni los campos de labranza. Quiero decir…

—Allí no había nada real —concluyó Jerry por él—. Todo daba… vueltas.

April avanzó y se recogió el vestido para sentarse sobre un leño.

—Creo que deberíamos decirnos lo que vimos, describiéndolo lo mejor que podamos. Empezaré yo, si queréis.

Jerry se encogió de hombros. John siguió mirando hacia el fuego.

—Creo que reconocí los perfiles del valle de San Fernando. Hace diez años que visité Los Angeles por última vez, pero recuerdo que subí a las colinas, y allí estaba Burbank, y Glendale… No me acuerdo de cómo eran entonces. Había bruma. Hacía calor, no como ahora.

—La bruma está allí todavía —dijo Jerry—. Pero ya no es la misma.

—Bruma púrpura —dijo John, meneando la cabeza y riendo.

—Ahora, si estáis de acuerdo en que vimos el valle…

—Sí —dijo Jerry—. Debía ser eso.

—Entonces había algo en el valle, diseminado por allí.

—Pero no era sólido. No estaba hecho de material sólido —dijo John lentamente.

—Conforme —contestó April—. ¿Energía, entonces?

—Parecía una pintura de Jackson Pollock flotante —dijo Jerry.

—O un Picasso —agregó John.

—Caballeros, estoy de acuerdo, pero discerniría un poquito. A mí me pareció mucho más un Max Ernst.

—A ese no le conozco —dijo Jerry—. Había algo girando dentro. Un tornado.

April asintió.

—Sí, ¿Pero qué clase de tornado? John aguzó la vista y se frotó los ojos.

—Más ancho por abajo, y con todo tipo de puntas saliendo hacia afuera como rayos, pero no brillaban. Como sombras de rayos.

—Exacto —dijo John—. Luego desaparecerían.

—Un tornado bailando, quizá —sugirió April.

—Sí —dijeron los gemelos.

—Vi trenes y discos que entraban y salían, bajo el tornado —continuó ella—. ¿Y vosotros?

Los hermanos movieron la cabeza al unísono.

—Y sobre las colinas, luces que se movían, como si fueran luciérnagas que volaban hacia el cielo. —Tenía otra vez aspecto exaltado, y miraba hacia el fuego soñadora. John apoyó la cabeza en las manos y continuó meneándola.

—No era real —dijo.

—No, claro. No era real en absoluto. Pero debe haber alguna relación con lo que hizo mi hijo.

—Mierda —dijo John.

—No —dijo Jerry—. Yo la creo.

—Si empezó en La Jolla y se ha extendido por todo el país, entonces ¿dónde es más antiguo y está más establecido?

—En La Jolla —dijo Jerry, mirándola expectante—. ¡Quizá empezó en la Universidad de California del Sur! April dijo que no con la cabeza.

—No, en La Jolla, donde mi hijo vivía y trabajaba. Pero se extendió rápidamente por encima y por debajo de la costa. De modo que está uniforme quizá hasta San Diego, y ese lugar constituye el centro.

—Qué gilipollez —dijo John. April continuó.

—No podemos llegarnos hasta La Jolla, con todo eso por en medio. Y yo he venido aquí para estar con mi hijo.

—Está más loca que una cabra —dijo John.

—No sé por qué ustedes, caballeros, se salvaron —dijo April—. Pero es obvio por qué me he salvado yo.

—Por que usted es su madre —dijo Jerry, riendo y moviendo la cabeza como si hubiera logrado una importante deducción.

—Exactamente —dijo April—. Así que, caballeros, mañana volveremos sobre la colina, y si lo desean, pueden unirse a mí, pero iré yo sola si se da el caso, para reunirme con mi hijo. Jerry se calmó.

—April, eso es una locura. ¿Qué pasa si resulta ser extremadamente peligroso, como una gran tormenta eléctrica o una planta nuclear descompuesta?

—No hay grandes plantas nucleares en Los Angeles —dijo John—. Pero Jerry tiene razón. Es una locura estúpida el pretender meterse en aquel infierno.

—Si mi hijo está allí, no sufriré daño —dijo April. Jerry atizó el fuego vigorosamente.

—Yo la llevaré —dijo—. Pero no me meteré ahí con usted.

John lanzó a su hermano una mirada dura y grave.

—Estáis pirados los dos.

—Si no, puedo ir andando —dijo April, decidida.

Jerry estaba de pie con los brazos en jarras, mirando a su hermano con resentimiento y a April Ulam, mientras caminaban hacia el camión. Una dulce niebla rosada salía de la hondonada de Los Angeles y se elevaba hasta la altura de los árboles sobre Fort Tejón, filtrando la luz de la mañana y eliminando las sombras, fantasmagóricamente.

—¡Eh! —dijo John—. Maldita sea, qué pasa! No me dejéis. —Se puso a correr tras ellos.

El camión recorría las alturas de las colinas sobre la desierta autopista, y ellos miraban hacia el remolino de allí abajo. Tenía un aspecto muy distinto a la luz del día.

—Es como lo que siempre soñasteis, todo liado y a la vez —dijo Jerry mientras conducía resueltamente.

—No es una mala descripción —asintió April—. Un tornado de sueños. Quizá sean los sueños de todo el mundo que han sido asimilados por el cambio.

John puso ambas manos sobre el parabrisas y miró fijamente hacia abajo de la carretera.

—Queda como una milla —dijo—. Luego tenemos que parar.

Jerry asintió con un rápido movimiento de cabeza. El camión disminuyó su velocidad.

A menos de siete kilómetros por hora, se acercaron a una cortina de vapores verticales de niebla movediza. La cortina se alargaba a varias docenas de pies por encima de la carretera y hacia cada lado, ondulándose alrededor de vagas formas anaranjadas que pudieron ser anteriormente edificios.

—Jesús, Jesús —decía John.

—Alto —dijo April. Jerry detuvo el camión. April miró firmemente a John hasta que éste abrió la puerta y bajó para que ella pudiera salir. Jerry puso el punto muerto y echó el freno de mano, luego salió por el otro lado.

—Ustedes, caballeros, están echando de menos a seres queridos, ¿no es así?

—preguntó April alisándose su andrajoso vestido. El remolino rugía a lo lejos como un huracán, rugía y silbaba, y desprendía una especie de lluvia enlodada.