John y Jerry asintieron.
—Sí, mi Vergil está ahí, sé que está, ellos deben estar ahí también. O podemos llegar hasta donde están desde allí.
—Eso es una locura absurda —dijo John—. Mi mujer y mi chaval no pueden estar ahí.
—¿Por qué no? ¿Están muertos? John la miró fijamente.
—Usted sabe que no. Yo sé que mi hijo no ha muerto.
—Usted es bruja —dijo Jerry, en tono menos acusador que admirativo.
—Algunos han dicho eso de rní. El padre de Vergil lo dijo antes de abandonarme. Pero vosotros lo sabéis, ¿verdad?
John se puso a temblar. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Jerry miraba hacia la cortina con una mueca indefinida.
—¿Están ahí, John? —preguntó a su hermano.
—No lo sé —dijo John, sorbiendo y secándose la cara con el brazo.
April se dirigió hacia la cortina.
—Gracias por su ayuda, caballeros —dijo. Al entrar, se puso borrosa como una mala imagen televisiva, y luego se desvaneció.
—¡Mira eso! —dijo John, tembloroso.
—Tiene razón —dijo Jerry—. ¿No lo sientes?
—¡No lo sé! —gimió John—. Cristo, hermano, no lo sé.
—Vamos a buscarles —dijo Jerry, cogiendo a su hermano de la mano. Tiró de él levemente. John se resistía. Jerry volvió a tirar con más fuerza.
—De acuerdo —dijo John, más tranquilo—. Juntos. El uno al lado del otro, bajaron unos cuantos metros de autopista y se adentraron a través de la cortina.
36
Sintió un calambre en la pierna al llegar a la planta ochenta y dos. Se retorció y gritó, cayendo por las escaleras y dándose un golpe en la cabeza con la barandilla. Se hizo daño con el borde de un peldaño justo bajo la rótula. Se le cayeron la linterna y la radio sobre el descansillo de cemento. La botella de agua golpeó contra dos escalones y se reventó, empapándola y derramándose toda mientras la miraba, paralizada por el pánico. Parecieron pasar horas —aunque probablemente sólo fueron unos minutos— antes de que pudiera levantarse de allí. Se tumbó de espaldas, con los ojos borrosos por las ganas de llorar y el no quedarle más lágrimas.
Con un chichón en la frente, una pierna que casi no podía mover, poca comida y sin agua; asustada, dolorida, y con treinta pisos todavía por subir. La linterna parpadeó y se apagó, dejándola en completa oscuridad. «Mierda», gritó. Su madre deploraba esa palabra todavía más que tomar el nombre de Dios en vano. Como no eran una familia particularmente religiosa, esa era una infracción menor, sólo odiosa si se profería frente a personas que podían ofenderse. Pero decir «mierda» era lo último, una muestra de malas maneras, mala educación o simplemente una recapitulación ante los más bajos instintos.
Suzy intentó levantarse y volvió a caer, con un horrible dolor de nuevo en la orilla. «Mierda, mierda, MIERDA!», gritó de nuevo. «Ponte mejor, por favor, ponte mejor». —Trató de frotarse la rodilla, pero sólo logró que le doliera más.
Tanteó alrededor buscando la linterna y la encontró. La sacudió y consiguió que se encendiera de nuevo, y para tranquilizarse dirigió el haz hacia las láminas marrones y blancas y hacia los filamentos que todavía no la habían alcanzado.
Miró a la puerta del piso ochenta y dos y supo que no podría seguir subiendo en bastante rato, quizá en tado el resto del día. Se arrastró hacia la puerta y echó un vistazo hacia la radio mientras intentaba alcanzar el pomo. La radio se había quedado sobre el rellano; se había caído allí con gran estrépito al desplomarse ella. Por un momento pensó que podía dejarla allí, pero aquel transistor significaba algo muy especial para ella. Era la única cosa humana que le quedaba, la única cosa que todavía le hablaba. Quizá pudiera encontrar otra en el edificio, pero no podía arriesgarse al silencio. Intentando mantener recta su herida rodilla, se arrastró hacia ella.
El atravesar la pesada puerta de incendios resultó en más miseria y más magulladuras, porque le batió en pleno brazo, pero finalmente pudo tumbarse otra vez sobre la alfombra del rellano de los ascensores, mirando hacia el techo acústico que tenía sobre su cabeza. Se dio la vuelta hasta quedar tumbada sobre el estómago, alerta por si algo se movía.
Tranquilidad, silencio.
Lentamente, intentando conservar sus fuerzas, se arrastró por el rellano hacia la esquina.
Pasado un tabique de cristal, todo el piso estaba cubierto de mesas para dibujar, con patas blancas esmaltadas sobre la moqueta beige, y lámparas negras dispuestas como otros tantos pájaros de cuello ajustable. Cojeando por entre las mesas y los sofás, se apoyó en el escritorio más cercano, con los ojos brillantes de agotamiento y dolor. Había cianotipias sobre la mesa. Se encontraba en el estudio de un arquitecto. Miró uno de los dibujos desde más cerca. Eran planos para un barco. De modo que estaba en la oficina de unas personas que diseñaban embarcaciones. «¿Y a mí qué me importa?», se dijo.
Se sentó sobre un taburete alto con las ruedecillas fijas. Con un pie, intentó desbloquearlas durante medio minuto, lo consiguió y se deslizó por entre las mesas, sirviéndose de los bordes de éstas para darse impulso.
Otra larga pared de cristal separaba el área de dibujo de los pequeños departamentos de oficinas. Se detuvo para observar. Ya no tenía ningún miedo.
Lo había ahogado al marcharse de allí. Ya habría más terror preparado para la mañana siguiente, pensó, pero por ahora no lo echaba de menos. Simplemente, observaba.
Los cubículos de oficinas estaban llenos de cosas que se movían. Eran tan extrañas que durante un buen rato no supo cómo interpretarlas. Discos con pies de caracol que se arrastraban sobre el cristal, con los bordes literalmente encendidos. Una cosa fluida y sin forma, como una burbuja de cera o de lava, se agitaba en otro cubículo, alargándose en negras cuerdas o cables que se estiraban y echaban chispas; la burbuja era verde fluorescente en los lugares en que rozaba el cristal o los muebles. En el último cubículo, un bosque de palos escalados, sugiriendo la forma de patas de pollo, se inclinaba y oscilaba en una imposible brisa.
—Es de locos —dijo—. No significa nada. No pasa nada porque todo esto no tiene sentido.
Se fue rodando más allá de los cubículos hacia las lejanas ventanas. El resto del piso parecía despejado, no había ni ropas esparcidas. Vistos desde el otro extremo, los cubículos parecían acuarios llenos de exóticas criaturas marinas.
Tal vez estaba a salvo. Normalmente, las cosas que están en los acuarios no salen. Intentó autoconvencerse de que estaba a salvo, pero en realidad no importaba mucho. Por el momento, no había ningún otro sitio a dónde pudiera ir.
Se le había hinchado la rodilla, y los téjanos le oprimían. Pensó cortarlos, y luego decidió que era más sencillo quitárselos. Con un ligero gruñido, bajó del taburete y se apoyó contra un armario. Levantando las caderas, balanceándose sobre una sola pierna, se esforzó por quitarse los téjanos sin tocarse la hinchazón.
La rodilla no estaba todavía muy fea, sólo entumecida y enrojecida bajo la rótula. Se la tocó y se sintió desvanecer, no por el dolor, sino simplemente porque estaba exhausta. Ya no quedaba nada de Suzy McKenzie. El viejo mundo se había marchado primero, hasta que no quedó nada más que los edificios, que, sin gente, eran como esqueletos sin carne. Ahora una nueva carne se estaba moviendo para recubrir los esqueletos. Pronto la vieja Suzy McKenzie desaparecería también, sin dejar nada tras de sí más que una sombra cómica.
Volvió la cara hacia el norte, por el lado del armario y sobre un archivador bajo.
Allí estaba el nuevo Manhattan, una ciudad de tiendas de campaña con rascacielos por mástiles de sostén; una ciudad hecha de bloque de juguete y reordenada bajo unas mantas. A la puesta del sol, color marrón y amarillo, dulzón y brillante. Novísima York, rellena de ropas vacías.