Los grupos de mando saben que él es, en sí mismo, parte de una jerarquía más alta, pero esta información no se ha hecho descender al nivel que él ocupa ahora.
Los grupos comunes todavía le profesan un temor reverencial.
Tú eres el fluir de toda la vida. Tienes la llave que abre y que cierra, la clave del latido y del silencio.
—Más lejos —dijo él—. Llevadme más allá y mostradme vuestras vidas.
38
—Suzy. Despierta.
Suzy abrió los ojos, aturdida. Frente a ella, de pie, estaban Kenneth y Howard.
Parpadeó y miró alrededor, a las paredes azul pastel de su dormitorio, cubierta con las sábanas hasta el cuello.
—¿Kenny?
—Mamá está esperando.
—¿Howard?
—Vamos, nenita. —Así era como solía llamarla Kenneth. Apartó las mantas, pero inmediatamente volvió a cubrirse con ellas; todavía llevaba puestas la blusa y las bragas, no el pijama.
—Me tengo que vestir —dijo. Howard le pasó los téjanos.
—Date prisa.
Salieron del dormitorio cerrando la puerta tras ellos. Levantó las piernas sobre el borde de la cama y las metió por las perneras del pantalón, luego se puso en pie para ajustárselos y subir la cremallera. La rodilla no le dolía. La hinchazón había desaparecido y todo parecía en su sitio. Notaba un curioso sabor en la boca.
Miró alrededor buscando la linterna y la radio. Estaban en el suelo, junto a la cama. Las recogió, abrió la puerta y salió al pasillo.
—¿Kenny?
Howard la cogió del brazo y la llevó suavemente hacia el dormitorio de la madre. La puerta estaba cerrada. Kenneth la abrió y entraron en el ascensor.
Howard apretó el botón para el restaurante y salón.
—Lo sabía —dijo Suzy, dejando caer los hombros—. Estoy soñando. —Sus hermanos la miraron y sonrieron, meneando la cabeza.
—No, no lo estás —dijo Kenneth—. Hemos vuelto. El ascensor los subió suavemente los veintidós pisos.
—Burradas —dijo ella, sintiendo las lágrimas deslizarse por sus mejillas—. Es cruel.
—Vale, la parte del dormitorio y de la casa es un sueño. Es que ahí abajo hay cosas que probablemente no te gustaría ver. Pero nosotros estamos aquí.
Estamos contigo otra vez.
—Estáis muertos —dijo Suzy—. Y mamá también.
—Estamos… distintos —contestó Howard—. No muertos.
—Sí, ¿qué sois, entonces, zombis? Maldita sea.
—No nos han matado —dijo Kenneth—. Sólo nos han… desmantelado. Como a todo el mundo.
—Bueno, como a casi todo el mundo —puntualizó Howard señalando hacia ella.
—Te salvaste o te lo perdiste —insistió Kenneth.
Ahora Suzy tenía miedo. La puerta del ascensor se abrió y salieron a un elegante vestíbulo de espejos. Las luces se reflejaban hasta el infinito a cada lado.
Las luces estaban encendidas. El ascensor funcionaba. Tenía que estar soñando, o era que finalmente se había vuelto loca del todo.
—Algunos también murieron —dijo Kenneth con gravedad, cogiéndola de la mano—. Accidentes, errores.
—Eso es sólo una pequeña parle de lo que sabemos ahora —dijo Howard.
Siguieron caminando por entre los espejos, y pasaron junto a un enorme geodo abierto por la mitad que exhibía cristales de amatista y junto a un monumental terrón de cuarzo rosa y un nodulo alargado de malaquita. Nadie salió a recibirlos a la entrada del restaurante.
—Mamá está dentro —dijo Howard—. Si tienes hambre, aquí hay cantidad de comida, eso seguro.
—Las luces están encendidas —dijo Suzy.
—Es el generador de emergencia del sótano. Siguió funcionando un tiempo después de que las luces de la ciudad se apagaran, pero no queda combustible, ¿sabes? De modo que tuvimos que ir a buscarlo. Nos dijeron cómo teníamos que hacerlo y lo pusimos en marcha antes de montarte a ti —dijo Howard.
—Sí. Para ellos es difícil reconstruir a montones de gente, así que sólo nos han hecho a mamá y a nosotros. No al supervisor de mantenimiento del edificio para los demás. Nosotros hemos hecho todo el trabajo. Has estado dormida un buen rato, ¿sabes?
—Dos semanas.
—Por eso tu rodilla está mejor.
—Por eso, y por…
—Shh! —dijo Kenneth levantando la mano para hacer callar a su hermano—.
Todo de golpe no.
Suzy los miró a ambos mientras la guiaban por el restaurante.
Era a última hora de la tarde. La ciudad, claramente visible desde las ventanas panorámicas del comedor, no estaba ya cubierta por las láminas marrones y blancas.
No podía reconocer ningún lugar. Antes, podía por lo menos descifrar las escondidas formas de los edificios, los valles de las calles y los perfiles de los barrios.
No era el mismo lugar.
Gris, negro, blanco de mármol deslumbrante, ordenados en pirámides y en poliedros multifacéticos, algunos tan traslúcidos como el cristal escarchado. Losas de centenares de pies de altura marchaban como dóminos a lo largo de lo que una vez fue West Street, desde el parque Battery al Riverside. Todas las formas y volúmenes de los edificios de Manhattan habían sido como metidas en un mismo saco, y sacudidas, reordenadas y repintadas.
Pero las estructuras ya no eran de acero y cemento. Suzy no sabía lo que eran.
Vivas.
Su madre estaba sentada a una mesa bien colmada de alimentos. Diferentes fuentes de ensaladas, un grueso jamón parcialmente tajado, bandejas con aceitunas y pepinillos a los lados, pasteles y postres. Su madre sonrió y se levantó, abriéndole los brazos. Llevaba un costoso vestido de Rabarda, con largas mangas con orlas y cuentas bordadas, y tenía un aspecto absolutamente magnífico.
—Suzy —dijo la madre—. No pongas esa cara tan seria. Hemos vuelto para verte.
Abrazó a su madre, sintiendo carne sólida, y abandonó el pensamiento de que aquello era un sueño. Era real. Sus hermanos no la habían recogido en casa — eso no podía ser real, ¿no?—, pero sí que la habían subido en el ascensor, y allí estaba ella con su madre, cálida y llena de amor, esperando para dar de comer a su hija.
Y sobre el hombro de su madre, afuera de la ventana, la ciudad cambiada. Eso no hubiera podido imaginárselo ella, ¿verdad?
—¿Qué pasa, madre? —preguntó, frotándose los ojos y echándose hacia atrás, mientras miraba a Kenneth y Howard de soslayo.
—La última vez que te vimos, estábamos en la cocina —dijo su madre, como para iniciar la narración—. En aquel momento yo no tenía muchas ganas de hablar. Estaban ocurriendo montones de cosas.
—Estabais enfermos —dijo Suzy.
—Sí… y no. Ven y siéntate. Debes de tener hambre.
—Si he estado durmiendo dos semanas, tendría que haberme muerto de hambre —dijo.
—Todavía no se lo cree —dijo Howard, haciendo una mueca.
—Shh! —dijo su madre, apartándole—. Vosotros tampoco os lo creeríais, ¿no?
Ninguno de vosotros. Admitieron que probablemente no.
—Tengo hambre, de todos modos —reconoció Suzy. Kenneth acercó una silla y Suzy se sentó frente a un inmaculado servicio de mesa de porcelana fina y plata.
—Quizá nos hemos pasado de elegantes —dijo Howard—. Todo es demasiado, como en un sueño.
—Sí —dijo Suzy. Se sentía como un poco bebida, contenta, y ya no le importaba si aquello era real o no—. Payasos, os habéis pasado de rosca.
Su madre le llenó el plato de jamón y ensaladas, y Suzy señaló hacia las patatas en salsa.
—Eso engorda —dijo Kenneth.
—Cállate —replicó Suzy. Pinchó con el tenedor un trozo de jamón, se lo llevó a la boca y empezó a masticarlo. Real. El mordisco en el tenedor, real—. ¿Sabéis qué es lo que ha pasado?