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Todo el campo, hasta el aeropuerto está atestado; los manifestantes alcanzan casi el medio millón, y cada día llegan más en autobús, automóvil o a pie. El ejército y la policía no se atreven a intervenir; el estado de pánico en Alemania del Este y en la mayor parte de Europa está muy exacerbado.

—No tengo poder para detenerles.

¿PERSUASIÓN?

Otra irrisión interna.

—No; soy lo que quieren destruir. Y vosotros.

Eres mucho menos influyente en tu reino de lo que somos aquí.

—Oh, claro, por supuesto.

Durante un largo período, ningún mensaje sale del grupo de mando.

Queda poco tiempo. Vamos a transferirte ahora.

Nota un ligero cambio en la voz mientras es llevado lejos del grupo de mando por los flagelos. Sigue. Se da cuenta de que varios grupos se han soltado del grupo de mando. Están comunicándose con él, y su voz le resulta extrañamente familiar, más directa y accesible.

—¿Quién me guía?

La respuesta es química. Un flagelo le trae un segmento de identificación, y de pronto sabe que está siendo guiado por cuatro grupos de linfocitos-B primarios, la primitiva versión de los noocitos. Los linfocitos-B primarios tienen un sitio acordado en casi cada grupo de mando, y son tratados con gran respeto; son los precursores, aunque sus actividades sean limitadas. Son los primitivos en ambos sentidos de la palabra; menos sofisticados en diseño y funcionamiento que los recientemente creados noocitos, pero los ancestros de todos.

Puedes entrar en el UNIVERSO DE PENSAMIENTO.

La voz va y viene como en una mala conexión telefónica. Entrecortada, incompleta.

La sensación de estar en un grupo de noocitos terminó abruptamente. Bernard ya no estaba ni asimilado ni reducido a la escala de los noocitos. Era simplemente sus pensamientos, y el lugar donde estaba era terriblemente bello.

Si había extensión en el espacio, era ilusoria. Las dimensiones parecían bien definidas por el sujeto; la información relevante para su pensamiento normal estaba a su alcance, otros temas se encontraban más lejos. La impresión general era la de una vasta y bien provista biblioteca, ordenada en esfera alrededor de él.

Compartía ese centro con otra presencia.

Humanos, forma humana, dijo la presencia. Un remolino de información rodeó a Bernard, dándole brazos, piernas, un cuerpo y un rostro. A su lado, sentado aparentemente en una silla reclinable, se encontraba una imagen desvaída de Vergil Ulam. Ulam sonrió, sin pasión ni convicción.

—Soy tu Vergil celular. Bienvenido al círculo interior de los grupos de mando.

—Estás muerto —dijo Bernard con voz imperfectamente imitada.

—Eso entiendo.

—¿Dónde estamos?

—Traduciendo burdamente la secuencia descriptiva de los noocitos, estamos en un Universo de Pensamiento. Yo lo llamo una nooesfera. Aquí, todo lo que experimentamos es generado por el pensamiento. Podemos ser lo que queramos, o pensar sobre cualquier cosa. No seremos limitados por falta de conocimiento ni experiencia; todo puede ser traído hasta nosotros. Cuando no soy utilizado por los grupos de mando, paso la mayor parte de mi tiempo aquí.

Un dodecaedro de granito con sus bordes ornados de barras de oro se formó entre ellos. Rodó a ambos lados por un momento, luego se dirigió a la pálida y traslúcida forma de Vergil. Bernard no comprendió la comunicación. El dodecaedro se desvaneció.

—Todos adoptamos aquí formas características, y la mayoría de nosotros añade texturas, detalles. Los noocitos no tienen nombres, señor Bernard; tienen secuencias de aminoácidos identificables escogidas por los codones de los intrones del ARN del ribosoma. Suena complicado, pero en realidad es mucho más sencillo que una huella dactilar. En la noosfera, todos los investigadores activos deben tener símbolos identificables definidos.

Bernard intentó encontrar rasgos del Vergil Ulam que había conocido y a quien había estrechado la mano. Pero no parecían quedar muchos. Incluso la voz carecía del acento y ligero matiz de desaliento que él recordaba.

—No hay mucho de ti aquí, ¿verdad?

El fantasma de Vergil movió la cabeza.

—No, todo mi ser fue traducido al nivel de los noocitos antes de que mis células te infectaran. Espero que haya un registro mejor en algún sitio. Este es muy inadecuado. Sólo estoy en alrededor de un tercio. Lo que está aquí, sin embargo, es querido y protegido. La forma del honrado ancestro, la vaga memoria del creador. —La voz se desvanecía a intervalos, omitiendo o resbalando sobre ciertas sílabas. La imagen se movió ligeramente—. La esperanza está en que puedan conectar con los noocitos en mi casa, para que puedan encontrar más de mí. No sólo los fragmentos de un jarrón roto.

La imagen se hizo más transparente.

—Tengo que irme ahora. Vienen suplementos. Siempre una parte de mí; tú y yo somos modelos. Sospecho que ahora tienes primacía. Ya nos veremos.

Bernard se quedó solo en la noossfera, rodeado de opciones que no sabía cómo aprovechar. Levantó la mano hacia la información circundante. Se onduló a su alredeor, en olas de luz que se extendían del cénit al nadir. Hileras de información intercambiaban prioridades, y las memorias de Bernard se apilaron a su alrededor como torres de naipes, y a cada una la representaba una línea de luz.

Las líneas caían en cascada.

Bernard estaba pensando.

—Simplemente, un día de tantos para ti, ¿verdad? —Nadia se dio la vuelta y entró grácilmente en el ascensor del juzgado.

—No es de los más agradables —contestó él. Bajaron.

—Sí, bueno, uno de tantos. —Exhala un perfume a flores de té y a alguna otra cosa, tranquila y limpia. Siempre había sido preciosa a sus ojos, y sin duda también a los ojos de otros; pequeña, delgada, de cabello negro, no atraía inmediatamente las miradas, pero tras unos cuantos minutos a solas con ella en una habitación, no había duda: la mayoría de los hombres sentirían deseos de pasar con ella muchas horas, días, meses.

Pero no años. Nadia se aburría pronto, incluso con Michael Bernard.

—Otra vez al trabajo, entonces —dijo mientras bajaban—. Más entrevistas.

Michael no contestó. Nadia, fastidiada, volvió a la carga.

—Bueno, ya te has librado de mí —dijo al llegar abajo—. Y yo de ti.

—Nunca me libraré de ti —dijo Bernard—. Siempre representaste algo muy especial para mí —Ella giró sobre sobre sus altos tacones y mostró la parte de la espalda de un inmaculado traje de sastre azul. Bernard la agarró por el brazo sin demasiados miramientos y la obligó a mirarle a la cara—. Tú representabas mi última oportunidad de ser normal. Nunca amaré a otra mujer del modo en que te amé a ti. Me inflamabas. Podrán gustarme otras, pero nunca me entregaré a ellas; no voy a ser candido nunca más.

—Estás diciendo tonterías, Michael —dijo Nadia, apretando los labios al pronunciar su nombre—. Déjame ir.

—Ni hablar —contestó Bernard—. Tienes un millón y medio de dólares. Dame algo a cambio.

—Vete al infierno —dijo ella.

—No te gustan las escenas, ¿verdad?

—Suéltame ya.

—Fría, digna. Puedo tomar algo ahora, si quieres. Tomarlo como parte del pago.

—Asqueroso.

Michael se estremeció y la abofeteó.

—Por mi última dosis de candidez. Por tres años, el primero maravilloso. Por el tercero, que fue una miserable calamidad.

—Te mataré —dijo ella—. Nadie…

Bernard le hizo una zancadilla y la hizo caer sobre el trasero; el daño la hizo chillar. Con las piernas separadas, las manos a cada lado apoyándose en su estirados brazos. Nadia le miraba con los labios temblorosos.

—Eres un…

—Bruto —terció él—. Brutalidad tranquila, fría y racional. No muy distinta de la que tú me has hecho sufrir. Pero tú no empleas la fuerza física. Simplemente la provocas.