—¡Cállate! —Nadia levantó una mano y él la ayudó a ponerse en pie.
—Lo siento —dijo. Ni una sola vez, en los tres años que habían pasado juntos, la había maltratado. Ahora se sentía mal.
—Pamplinas. Eres todo lo que te dije que eras, bastardo. Miserable hombrecillo.
—Lo siento —repitió él. La gente que pasaba por el vestíbulo les miraba de reojo, y se oían murmullos de desaprobación. Gracias a Dios que no había periodistas.
—Vete a entretenerte con tus juguetes —dijo Nadia—. Tus bisturíes, tus enfermeras, tus pacientes. Ve a destrozar sus vidas y no vuelvas a acercarte a mí.
Un recuerdo anterior.
—Padre. —Estaba en pie junto a la cama, incómodo por el cambio de papeles; ya no era el doctor sino la visita. El cuarto olía a desinfectante y a algo que intentaba disfrazar ese olor, agua de rosas o algo dulce; el efecto era el de una cámara mortuoria. Parpadeó y cogió la mano de su padre.
El anciano (era un anciano y lo aparentaba, parecía totalmente desgastado por la vida) abrió los ojos. Los tenía amarillos y húmedos, y su piel tenía el color de la mostaza francesa. Sufría cáncer de hígado y estaba desmoronándose poco a poco. No había solicitado medidas extraordinarias y Bernard se había traído consigo a sus propios abogados para consultar con la dirección del hospital, quería asegurarse de que los deseos de su padre no fuesen ignorados. (¿Quieres que tu padre muera? ¿Quieres asegurarte de que morirá pronto? Claro que no.
¿Quieres que viva para siempre? Sí. Oh, sí. Entonces yo no moriré tampoco.)
Cada par de horas le administraban un poderoso sedante, una variedad del cóctel Brompton, que había estado de moda cuando Bernard empezó su carrera.
—Padre. Soy Michael.
—Sí. Tengo la mente clara. Te reconozco.
—Úrsula y Gerald te mandan recuerdos.
—Recuerdos a Gerald. Recuerdos a Úrsula.
—¿Cómo te encuentras? (Como para morirse, idiota.)
—En las últimas, Mike.
—Sí, bueno.
—Tenemos que hablar ahora.
—¿De qué, padre?
—Tu madre. ¿Por qué no está aquí?
—Mamá murió, padre.
—Sí. Ya lo sabía. Tengo clara la cabeza. Sólo que… y no me estoy quejando, hazte cargo… sólo que duele. —Apretó la mano de Bernard tanto como pudo; un lastimoso apretón—. ¿Qué es la prognosis, hijo?
—Ya lo sabes, padre.
—¿No me puedes cambiar el cerebro? Bernard sonrió.
—Todavía no. Estamos trabajando sobre ello.
—No da tiempo ya, me temo.
—Probablemente ya no da tiempo.
—Tú y Úrsula, ¿vais bien?
—Estamos a la espera del juicio, padre.
—¿Cómo se lo toma Gerald?
—Mal. Enfurruñado.
—Una vez quise divorciarme de tu madre. Bernard miró a los ojos de su padre, frunciendo el entrecejo.
—¿Ah, sí?
—Tenía un lío. Me enfurecí. Aprendí mucho también. No me divorcié de ella.
Bernard nunca había oído hablar de esto.
—Sabes, tú con Úrsula…
—Hemos terminado, padre. Los dos hemos tenido líos, y el mío está resultando bastante en serio.
—No se puede poseer a una mujer, Mike. Maravillosas compañeras no se pueden poseer.
—Lo sé.
—¿Sí? Quizá sí. Yo pensé, cuando me enteré de que tu madre tenía un amante, pensé que me moriría. Duele casi tanto como esto. Creía que la poseía.
Bernard deseaba que la conversación cambiara de rumbo.
—A Gerald no le importa estar interno en un colegio durante un año.
—Pero no era así. Yo sólo la compartía. Incluso si una mujer sólo te tiene a ti por amante, la compartes. Ella te comparte a ti. Toda esa preocupación por la fidelidad es una farsa, una máscara. Mike. Lo que importa es la continuidad, la historia personal, la marca. Lo que haces, como lo haces, lo que quieres o tienes con esa relación.
—Sí, padre.
—Óyeme —los ojos de su padre se abrieron más.
—¿Qué? —preguntó Bernard, volviendo a cogerle la mano.
—Seguimos juntos durante treinta años después de aquello.
—No me enteré.
—No te hacía falta saberlo. Era yo quien tenía que saberlo y aceptarlo. Eso no es todo lo que quería decirte. Mike, ¿te acuerdas de la cabaña? Hay un montón de papeles en el desván, debajo de la tarima.
La cabana de Maine había sido vendida diez años antes.
—Estuve escribiendo algo —continuó su padre después de tragar saliva trabajosamente. Su cara se congestionó aún más en un gesto amargo—.
Respecto a cuando era médico.
Bernard sabía dónde estaban los papeles. Los había rescatado y leído mientras fue médico interno. Ahora estaban en un archivo de su oficina de Atlanta.
—Los tengo, padre.
—Me alegro. ¿Los has leído?
—Sí. Y fueron muy importantes para mí, padre. Me ayudaron a decidir lo que quería hacer en neurología, la dirección a seguir. (¡Díselo! ¡Díselo!)
—Bien. Yo siempre he sabido de ti, Mike.
—¿Qué?
—Lo que nos querías. No eres muy efusivo, ¿verdad? Nunca lo has sido.
—Te quiero. Quería a mamá.
—Ella también lo sabía. No estaba descontenta cuando murió. Bueno —hizo un gesto de profundo cansancio otra vez—. Tengo que dormir ahora. ¿Estás seguro de que no puedes encontrar un buen cuerpo nuevo para mí?
Bernard dijo que no con la cabeza. (Díselo.)
—Los papeles fueron muy importantes para mí, padre. Papá.
No le había llamado papá desde que cumplió trece años. Pero el anciano (viejo)
no le oía. Estaba dormido. Bernard cogió su abrigo y su cartera y salió, dirigiéndose hacia la sala de enfermeras para preguntar —contra su costumbre— cuando sería la hora de la próxima medicación.
Su padre murió a las tres en punto de la mañana siguiente, dormido y solo.
Y más allá…
Olivia Ferguson, con sus dieciocho maravillosos años, igual que él, y de tez aceitunada, como un eco de su nombre, y el pelo negro en melena sobre los hombros, volvió sus grandes ojos verdes hacia él y sonrió. El la miró y le devolvió la sonrisa, y era la más maravillosa noche del mundo, era estupendo; era la tercera vez que había quedado para salir con una chica. Michael todavía era, maravilla de maravillas, virgen, pero esa noche ello no parecía importar. Cuando le pidió que saliera con él estaban junto a la torre del reloj en el campus de la Universidad de Berkeley, y ella estaba al lado de uno de los dos osos de bronce, y le miraba con verdadera simpatía.
—Estoy comprometida —le dijo—. Quiero decir que sólo podemos salir como amigos…
Contrariado y, sin embargo, siempre galante, él le había dicho:
—Bien, entonces sólo saldremos esta noche. Dos personas en la ciudad.
Amigos.
Casi no la conocía; estaban juntos en una clase de inglés. Era la chica más encantadora de la clase, alta y sosegada, tranquila y segura aunque no de aire distante. Le sonrió y le dijo.
—De acuerdo.
Y ahora él se sentía liberado, libre de la obligación de la conquista; la primera vez que se sentía de igual a igual con una mujer. Su novio, explicó ella, estaba en la Marina, en la base naval de Brooklyn. Su familia vivía en la isla Staten, en una casa donde Hermán Melville había pasado un verano.
El viento hizo ondear sus cabellos sin alborotarlos —maravilloso, magnífico cabello que sería delicioso (en teoría) acariciar, hundir en él los dedos. Había estado hablando sin parar desde que la recogió en su casa, un apartamento que compartía con dos mujeres cerca del viejo hotel Clairemont. Había cruzado en coche el Golden Gate hacia Marín, para cenar en un pequeño restaurante, el Klamshak, y allí siguieron hablando sobre clases, planes, sobre lo que significaba casarse (él no lo sabía y ni siquiera se molestaba en simularlo). Ambos estuvieron de acuerdo en que la comida era buena pero la decoración nada original — flotadores de corcho y redes en las paredes, llenas de langostas de plástico y con un pez luna disecado, así como un viejo pez gallo agujereado sobre un decorado de arena y conchas—. Ni por un momento se sintió torpe o joven o inexperto.