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En otras circunstancias, pensaba mientras volvían de nuevo sobre el Golden Gate, estoy seguro de que nos enamoraríamos. No hay duda de que nos casaríamos dentro de unos años. Es estupenda, y no voy a poder hacer nada. La sensación que sentía era a la vez triste y romántica pero, en conjunto, maravillosa.

Sabía que si insistía, ella probablemente le dejaría subir a su apartamento y harían el amor.

Aunque le molestaba y se despreciaba por ser todavía virgen, no iba a presionarla. Ni siquiera pensaba sugerirlo. Todo era demasiado perfecto.

Se sentaron en el porche de la vieja mansión donde ella se alojaba y discutieron sobre Kennedy, se rieron de sus miedos durante la crisis de los misiles y luego se cogieron de las manos y se quedaron mirándose a los ojos.

—Sabes —dijo él quedamente—, hay veces que… —se detuvo.

—Gracias —dijo Olivia—. Pensé que sería agradable salir contigo una noche.

La mayoría de los hombres, ya sabes…

—Sí. Bueno, yo soy así —hizo una mueca—. Inofensivo.

—Oh, no. Inofensivo no. De eso nada.

Ahora estaban en el momento crucial. La cosa podía decantarse de un lado o de otro. Miró de soslayo hacia su cuerpo moreno y supo que era suave, y con la perfección de la juventud. Sabía que a ella le apetecía subir con él al apartamento.

—Eres romántico, ¿verdad?

—Supongo que lo soy.

—Yo también. Los románticos son la gente más tonta del mundo.

Sintió que se ruborizaba.

—Me gustan las mujeres —dijo—. Me encanta cómo hablan y cómo se mueven.

Son maravillosas. —Iba a decidirse ahora para arrepentirse después, pero lo que sentía era demasiado verdadero e innegable, especialmente después de esa noche—. Creo que la mayoría de los hombres deben sentir que una mujer es como sagrada. No innaccesible, eso no. Pero sí demasiado hermosa para ser descrita con palabras. Ser amado por una mujer, y… Eso debe de ser increíble.

Olivia miró a través del cristal, sonriendo levemente. Luego miró hacia su bolso y se alisó su vestido azul con las manos.

—Ya llegará —dijo.

—Sí, claro —asintió él—. Pero no entre nosotros.

—Gracias —dijo ella de nuevo. Michael le cogió la mano, y luego le acarició la mejilla. Ella se frotó contra su mano como un gatito y empujó la manilla de la puerta—. Te veré en la clase.

Ni siquiera se habían dado un beso.

—¿Qué me ha pasado desde entonces? Tres esposas, la tercera porque se parecía a Olivia, y este distanciamiento, este aislamiento. He perdido demasiadas ilusiones.

Hay opciones.

—No comprendo.

¿Qué quieres revisar?

—Si os referís a volver hacia atrás, no veo cómo.

Aquí, en el Universo de Pensamiento. Simulaciones. Reconstrucciones a partir de tu memoria.

—¿Podría vivir otra vida?

Cuando llegue el momento.

—¿Con la verdadera Olivia? ¿Dónde estaba, dónde está?

Eso no se sabe.

—Entonces la olvidaré. No me interesan los sueños.

Hay más recuerdos dentro de ti.

—Sí.

¿Pero de dónde eran, de dónde venían?

Randall Bernard, de veinticuatro años, se había casado con Tiffany Marnier el diecisiete de noviembre de 1943 en una pequeña iglesia de Kansas City. Vestía un traje de seda bordado en plata con blonda blanca que su madre había llevado en su propia boda, sin verlo, y las flores eran rosas rojas. Habían…

Bebieron de la misma copa de vino y se intercambiaron los votos; partieron un trozo de pan, y el ministro, un teósofo que se hizo vedantista hacia el final de los años 40, los pronunció iguales a los ojos de Dios, y ahora unidos por el amor y por el respeto mutuo.

El recuerdo era borroso, como una vieja fotografía, y no muy profuso en detalles. Pero allí estaba, y él ni siquiera había nacido, pero estaba viéndolo, y luego contempló su noche de bodas, maravillándose con los rápidos atisbos de su propia creación y cómo tan poco había cambiado entre un hombre y una mujer, maravillándose de la pasión y el placer de su madre, y de la pericia precisa, sabia y doctoral de su padre, médico incluso en la cama…

Y su padre se fue a la guerra, sirviendo como soldado en Europa, y luego en el III Ejército, con Patton, en las Ardenas, y atravesando el Rhin, cerca de Coblenza — esenta y cinco millas en tres días—, y su hijo miraba lo que no podía de hecho mirar. Y luego veía lo que su padre probablemente no podía haber visto.

Un soldado en la oscuridad, húmedo zaguán de un burdel en París; no era su padre, ni nadie que él conociera…

En penumbra, pero clara silueta de una mujer meciendo a un niño a la luz anaranjada del sol, a través de una ventana…

Un hombre que pesca con cormoranes en un río gris por la mañana temprano…

Un niño que mira por la ventana de un granero a unos hombres que, en círculo en el patio de abajo, descuartizan un buey enorme, blanco y negro, de grandes ojos…

Hombres y mujeres despojándose de sus largos vestidos blancos y nadando en un río de aguas turbias rodeado de rojos peñascos…

Un hombre en pie junto a un acantilado, con un cuerno en la mano, mirando a una manada de antílopes que atraviesan una llanura de hierba brumosa…

Una mujer pariendo en un subterráneo oscuro, iluminado por antorchas de sebo, mientras es observada por pintarrajeados rostros ansiosos…

Dos hombres viejos peleándose por unas bolitas de arcilla con incisiones dentro de un círculo dibujado en la arena…

—No me acuerdo de estas cosas, no me corresponden, no las he experimentado…

Interrumpió el fluir de la información. Con ambas manos, intentó alcanzar los círculos rojos y brillantes que había sobre su cabeza, tan cálidos y atractivos.

—¿De dónde vienen? —Tocó los círculos y sintió la respuesta en su cuerpo de cien células.

Toda la memoria no procede de la vida de un sólo individuo.

—¿De dónde, entonces?

La memoria se almacena en neuronas —memoria interactiva—, transportada en carga y potencial, luego descargada para su almacenamiento químico en las células, luego descargada de nuevo a nivel molecular. Almacenada en los intrones de las células individuales.

La penetrante visión interior era imponente por su perfección e intensidad.

Las bacterias simbióticas y los virus de transferencia —que se dan de manera natural en todos los animales y que son específicos en cada especie— son implantados con la memoria molecular transcrita desde el intrón. Salen del individuo y pasan a otro individuo, «infectan», transfieren la memoria a las células somáticas. Algunos de los recuerdos son luego devueltos al estatus de almacenaje químico, y unos cuantos son retransferidos a la memoria activa.

—¿A lo largo de generaciones?

A lo largo de milenios.

—Los intrones no son secuencias sobrantes…

No. Son un almacenamiento de memoria altamente condensada.

Vergil Ulam no había creado biología en las células partiendo de la nada. Se había tropezado con una función natural —la transferencia de la memoria racial—.

Había alterado un sistema que ya existía.