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Hizo una seña hacia Ernesto, quien puso en marcha un proyector de vídeo.

Aparecieron en pantalla unos dibujos computerizados —el logotipo animado de Genetron, firmas estilizadas del equipo de imágenes, y luego un fundido—.

Ernesto apagó las luces de la sala.

Apareció un círculo en pantalla que se agrandó y distorsionó hasta formar un óvalo irregular. Dentro de éste se formaron nuevos círculos.

—Hemos reducido seis veces la velocidad real del viaje —explicó Rothwild—.

Y, para simplificar, hemos eliminado las desviaciones de concentraciones de productos químicos por la sangre de la rata.

Vergil se inclinó hacia adelante en su silla, olvidando momentáneamente sus problemas. A lo largo del fluctuante túnel de círculos concéntricos, surgían unas corrientes que de vez en cuando se aceleraban.

—La sangre fluye a través de la arteria —terció Ernesto.

El viaje por la arteria de la rata duró treinta segundos. A Vergil se le erizaban los pelos de los brazos. Si sus linfocitos tuvieran ojos, esto sería lo que vieran al viajar en el fluido sanguíneo. Un largo túnel irregular por donde la sangre discurría suavemente, quedando a veces atrapados en pequeños remolinos al contraerse la arteria, círculos más y más pequeños, empujones y sacudidas cuando el biochip chocaba con las paredes, y finalmente, el término del viaje, al atracar el biochip en un capilar.

La secuencia terminaba con un fundido en blanco.

Las ovaciones atronaron la sala.

—Ahora —dijo Rothwild, sonriendo y levantando la mano para restablecer el orden—. ¿Algún comentario antes de que se lo enseñemos a Harrison y a Yng?

Vergil se escapó de la celebración después de tomar un vaso de champaña y volvió a su laboratorio, sintiéndose más deprimido que nunca. ¿Dónde estaba su espíritu de cooperación? ¿Creía de verdad que podía llevar un asunte tan ambicioso como el de los linfocitos él sólo? Hasta ahora, lo había logrado —pero a costa de que le interrumpieran el experimento, quizá incluso de que se lo echaran a perder.

Metió los cuadernos en una caja de cartón y la sello con cinta adhesiva. En el lugar que Hazel ocupaba en el laboratorio, encontró una etiqueta pegada a un frasco de cerámica —«Overton, no mover»— y la arrancó. Aplicó la etiqueta a su caja y puso ésta en territorio neutral junto a fregadero. Luego se puso a lavar los frascos de vidrio y, asear su parte del laboratorio.

Cuando llegara la hora de la inspección, se comportaría de un modo dócil y suplicante; le daría a Harrison la satisfacción de la victoria.

Y luego, subrepticiamente, a lo largo de las dos próximas semanas, iría sacando de allí los materiales que necesitaba. Los linfocitos saldrían en último lugar; podría tenerlos durante algún tiempo en la nevera de su apartamento.

Podría robar materiales para tenerlos en condicione pero no podría seguir trabajando con ellos.

Más adelante, decidiría la mejor manera de continúe su experimento.

Harrison apareció a la puerta del laboratorio.

—Todo fuera —dijo Vergil con un aire convenientemente arrepentido.

3

Estuvieron vigilándole de cerca durante la siguiente semana; luego, preocupados por las etapas finales de las pruebas del prototipo BAM, licenciaron a sus sabuesos. Su comportamiento había sido intachable.

Vergil estaba ahora dando los últimos pasos para preparar su partida voluntaria de Genetron.

No había sido el único en ir más allá de los límites de la permisividad ideológica de la compañía. El equipo directivo, de nuevo en la persona de Gerald T. Harrison, se había cebado en Hazel el mes anterior, sin ir más lejos. Hazel se había desviado de la ortodoxia con sus cultivos E-coli, al intentar probar que el sexo se origina como resultado de la invasión de una secuencia autónoma de ADN —un parásito químico llamado factor F— en formas tempranas de vida procariótica. Ella había postulado que el sexo no era útil en términos de evolución —al menos no para las mujeres, que podían, en teoría, reproducirse por partenogénesis— y que, en última instancia, los hombres eran superfluos.

Había conseguido reunir suficientes pruebas como para que Vergil, que había husmeado entre sus cuadernos, estuviera de acuerdo con sus conclusiones. Pero el trabajo de Hazel no encajaba en los esquemas de Genetron. Era revolucionario, y socialmente polémico. Harrison habló; y ella tuvo que abandonar aquel área de investigación.

Genetron no quería publicidad, ni siquiera un matiz de controversia. Todavía no.

Necesitaban una reputación sin tacha para cuando hicieran público su hallazgo, y anunciaran que estaban fabricando BAM funcionales.

No se habían preocupado de los papeles de Hazel, sin embargo. Le habían permitido conservarlos. El que Harrison hubiera retenido su archivo era algo que molestaba grandemente a Vergil.

Cuando se aseguró de que habían bajado la guardia pasó a la acción. Solicitó acceso a los computadores de la compañía (había sido puesto en restricción por un tiempo indefinido); con mucha naturalidad, les dijo que necesitaba consultar sus datos sobre las estructuras de la proteínas desnaturalizadas y desplegadas.

De esa manen tenía el permiso asegurado, y así se metió en el sistema del laboratorio común una tarde después de las ocho.

Vergil había crecido un poco demasiado pronto con para ser clasificado como un pirata de los computador de los ochenta, pero en los últimos siete años había revisado sus archivos curriculares en tres firmas de prime fila y retocado también los registros de una famosa universidad. Esa entrada había sido definitiva para garantizar un puesto en una compañía como Genetron. Vergil nunca se había sentido culpable por esas intrusiones y manipulaciones.

Su intención era no volver a ser nunca tan malo con había sido antes, y no tenía sentido el ser castigado por pasadas indiscreciones. Sabía que estaba totalmente capacitado para trabajar en Genetron. Sus falsos créditos universitarios eran simplemente un show montado para los directores de personal, que necesitaban luces y musiquita. Además, Vergil había creído —hasta justo antes de las dos últimas semanas— que el mundo era como su rompecabezas personal, y que cualquier enredo y desenredo por parte, incluyendo el pirateo de computadoras, era simplemente una parte de sí mismo.

Encontró ridículamente fácil el romper el código Rin di utilizado para esconder las listas confidenciales de Genetron. No había misterios para él en los números Goc ni en las secuencias de dígitos aparentemente fortuitos que aparecían en pantalla. Se metía por entre los números y información como una foca en el agua.

Encontró su archivo y conectó una ecuación clave pí el código de esa sección en particular. Luego decidió: más precavido —siempre cabía la posibilidad, aunque remota, de que alguien fuera tan ingenioso como él—. Borro el archivo por completo.

El punto siguiente en su agenda era la localización los registros médicos de los empleados de Genetron. Cambió la cuantía de su cuota de seguros y borró toda huella de la alteración. Los eventuales investigadores de fuentes exteriores le encontrarían así totalmente a cubierto incluso después de su cese, y nunca le preguntarían la razón de por qué no pagaba sus cuotas.

Se preocupaba por cosas así. Su salud no había sido nunca satisfactoria del todo.

Por un momento, pensó en otra posible fechoría, pero decidió abstenerse. No era vengativo. Apagó la terminal y la desconectó.

Pasó un tiempo sorprendentemente corto —dos días— antes de que sus manejos fueran advertidos. Rothwild se le enfrentó en el vestíbulo una mañana temprano, y le dijo que su trabajo en el laboratorio había terminado. Vergil protestó suavemente, y dijo que tenía una caja de efectos personales que quería llevarse con él.