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No tenía pruebas de que los noocitos mintiesen —pero ¿cómo podía uno saber cuando mentía algo tan extraño, o incluso si «mentira» era un concepto accesible para ellos?

(Olivia. Había roto su compromiso, como supo él años después, pasados dos meses de su única cita. Se habían sonreído el uno al otro el último día de clase, y luego nunca más se habían visto. El había sido… ¿qué? ¿Tímido, inepto?

¿Demasiado romántico, demasiado enamorado en esa única noche encantadora y petrarquiana? ¿Dónde estaba ahora ella, en la biomasa de Norteamérica?)

Y aun en el caso de aceptar lo que le habían dicho, estaba seguro de que eso no era todo. Quedaban un millón de incógnitas, algunas ociosas, la mayoría cruciales. Todavía era, después de todo, un individuo (¿no?) que se encaraba a una experiencia virtualmente desconocida.

Los grupos de mando —los investigadores— no le contestaban ya.

En Norteamérica —¿qué fue de toda la mala gente cuyas memorias eran preservadas por los noocitos?— habían sido suspendidos, por así decirlo, del mundo en el cual habían sido malos como si estuvieran en una prisión. Pero ser malo significa pensar mal, ser malvado equivale a ser una célula cancerígena para la sociedad, un peligroso e inexplicable fallo, y no estaba pensando exclusivamente en los asesinos. Estaba pensando en los políticos demasiado codiciosos o ciegos como para saber lo que hacían, burócratas hábiles que estafaban los ahorros de una vida de millares de inversionistas, madres y padres demasiado estúpidos como para saber que estaban destrozando a sus hijos.

¿Qué había pasado con esta gente y con los millones de fallos, de fallos malvados de la sociedad humana?

¿Eran todos verdaderamente iguales, duplicados un millón de veces, o había ejercido los noocitos un pequeño juicio? ¿Borraron silenciosamente unas cuantas personalidades, las anularon… o las alteraron?

Y si los noocitos se habían tomado la libertad de alterar los fallos reales, tal vez fijándolos o inmovilizándolos de alguna manera, introduciéndose en sus procesos mentales y empleando una especie de gran consenso de pensamiento recto como base para las correcciones…

Entonces, quién podía decir que no estaban alterando a otros, a gente con problemas menores, gente con todos las complejidades de pequeños fallos y errores y desarreglos temporales… que tienen todos los humanos. Gajes del ser humano. De la vida en un universo duro, un universo distinto del que los noocitos habitaban. ¿Si realmente habían corregido y anulado y alterado, quien podía decir si lo habían hecho bien? ¿Si sabían lo que hacían, y habían retenido personalidades humanas operativas a posteriori?

¿Qué habían hecho los noocitos de la gente que no podía aguantar el cambio, que se había vuelto loca —o que, como habían insinuado, murió al ser incompletamente asimilada, dejando memorias parciales, como la memoria de Vergil en el propio cuerpo de Bernard? ¿Seguían aquí también?

¿Había política, interacción social, en la noosfera? ¿Se les daba a los humanos igual derecho de voto que a los noocitos? Los humanos se habían, por supuesto, convertido en noocitos, pero los noocitos genuinos, originales, ¿conservaban más o menos predicamento?

¿Surgirían conflictos, revoluciones?

¿O habría un silencio profundo, el silencio de la tumba, debido a la renuncia a la voluntad de resistir? El libre albedrío no es aconsejable en medio de una rígida jerarquía. ¿Era la noosfera una rígida jerarquía, libre de disensiones e incluso de crítica?

Bernard no lo creía así.

—¿Pero cómo podía saberlo a ciencia cierta?

¿Respetaban y amaban realmente a los humanos en tanto que dueños y creadores, o simplemente se los habían asimilado, procesado, digerido la información necesaria y enviado el resto a la entropía, olvidados, desorganizados, muertos?

Bernard, ¿sientes ahora el miedo por el gran cambio? Es completamente diferente —sublime o infernal— en tanto que opuesto al difícil, y a menudo infernal, status quo?

Dudaba de que Vergil hubiera siquiera pensado en esas cosas. Posiblemente no había tenido ni tiempo, pero aunque lo hubiera tenido, a Vergil no se le ocurriría reflexionar sobre esos temas. Era un brillante creador, pero un chapucero en la consideración de las consecuencias.

¿Pero no era ese el caso de todos los creadores?

Todos los que cambian las cosas, ¿no conducen en último término a algunos — quizá a muchos— a la muerte, a la catástrofe, al tormento?

Los pobres Prometeos humanos, que atraen el fuego sobre sus iguales.

Nobel.

Einstein. Pobre Einstein y su carta a Roosevelt. Paráfrasis. «He soltado los demonios del infierno y ahora usted debe firmar un pacto con el diablo, o algún otro lo hará. Alguien más peligroso incluso.» Curie, experimentando con el radio; ¿qué parte de responsabilidad tenía en el asunto Slotin, cuatro decenios más tarde?

¿El trabajo de Pasteur —o el de Salk, o el suyo propio— habían salvado la vida de un hombre o mujer que al final fueron al desastre, que realmente estaban sentenciados? Sin duda alguna.

¿Y las víctimas no pensaron alguna vez «¡Lleven a juicio a ese bastardo!»?

Sin duda.

Y si se tomaban en consideración esos pensamientos, si esas preguntas eran contestadas, no estrangularían los padres a sus hijos mientras dormían en la cuna?

El viejo cliché. La madre de Hitler produciéndose el aborto.

Todo tan confuso.

Bernard oscilaba entre el sueño y la pesadilla, decantándose más en ésta última, y luego elevándose hacia un estado de extraño éxtasis.

Nada volvería a ser como antes.

¡Bien! ¡Estupendo! ¿No había sido todo destrozado espantosamente de todos modos?

Oh, Dios, la plegaria brota en mí. Soy débil e incapaz de formular tales juicios.

No creo en ti, por lo menos en ninguna de las formas en que me has sido descrito, pero debo rezar, porque me posee un terror espantoso e impío.

¿Qué es lo que estamos dando a luz?

Bernard se miró las manos y los brazos, hinchados y cubiertos de pálidas venas.

Qué horrible, pensó.

42

La comida apareció sobre un cilindro esponjoso y grisáceo, a la altura de la cintura, al final de un callejón sin salida rodeado de altas paredes.

Suzy bajó la vista hacia la comida, fue a tocar el aparente pollo frito, y luego retiró lentamente los dedos. La comida estaba caliente, la taza de café humeaba, y todo parecía perfectamente normal. Ni una sola vez le habían servido algo que no le gustara, y nunca había sido excesivo o insuficiente.

La vigilaban de cerca, al tanto de sus mínimas necesidades. La atendían como a un animal en un zoológico, o al menos ella se sentía así.

Se arrodilló y empezó a comer. Cuando hubo terminado, se sentó con la espalda apoyada en el cilindro, sorbiendo las últimas gotas de café, y se subió el cuello de la chaqueta. El aire estaba refrescando. Había dejado el abrigo en el World Trade Center —o en lo que se había convertido la torre norte— y durante las dos últimas semanas no lo había echado en falta. El aire era muy agradable, incluso de noche.

Las cosas estaban cambiando, y eso era inquietante, o excitante. No estaba muy segura de cuál de las dos cosas.

A decir verdad, Suzy McKenzie se aburría la mayor parte del tiempo. Nunca había tenido mucha imaginación, y los solares del reconstruido Manhattan por donde se había paseado no le habían llamado mucho la atención. Los enormes tubos o canales que bombeaban líquido verde del río hacia el interior de la isla, los árboles-abanico que se movían lentamente y los árboles propulsores, las protuberancias plateadas brillantes, como conjuntos de reflectores de carretera, diseminados sobre centenares de acres de superficie irregular, ninguna de estas cosas había captado su atención durante más de unos cuantos minutos. No guardaban con ella la menor relación. No podía entender para qué estaban allí.