Sabía que todo podía resultar fascinante, pero no era humano, de modo que no le importaba mucho.
Le interesaban las personas; lo que pensaban y lo que hacían, cómo eran, lo que sentían respecto a ella y sus propios sentimientos.
—Os odio —le dijo al cilindro al devolver la bandeja y la taza sobre su superficie. El cilindro se los tragó y se encogió hasta desaparecer—. ¡A todos vosotros! — ritó hacia las paredes del callejón. Se rodeó con los brazos para darse calor y sacó la linterna y la radio. Pronto se iba a hacer de noche; tendría que buscar un lugar para dormir, y quizá pondría la radio un rato más. Las baterías aflojaban, aunque la había puesto muy poco en previsión. Salió del callejón y se puso a mirar un bosque de árbolesabanico que subía por las laderas de una loma rojiza y parduzca.
En lo alto de la loma había un poliedro negro multifacético, de cada una de cuyas caras salía una aguja plateada de alrededor de diez metros de largo. Había muchos otros iguales en la isla. Ahora casi no los veía. Le llevó unos diez minutos dar la vuelta a la loma. Entró por un valle poco profundo del tamaño de un campo de fútbol, cuyas vertientes estaban surcadas de tubos negros de aproximadamente la anchura de su cintura. El tubo desaparecía en un hoyo al otro extremo del valle. Ya antes había dormido en encrucijadas parecidas. Se encaminó hacia allí y se arrodilló cerca de la depresión. Pasó las manos sobre la superficie del hoyo; aquello estaba muy cálido. Podría quedarse allí tendida toda la noche, bajo los tubos, y estaría muy cómoda.
El cielo relucía de brillante púrpura hacia el oeste. Los ocasos eran habitualmente naranja y rojo, suaves; el horizonte nunca le había parecido tan eléctrico.
Puso en marcha la radio y se acercó al oído el altavoz. Había bajado el volumen para ahorrar pilas, aunque sospechaba que era una precaución inútil. La emisora de onda corta de Inglaterra, siempre fiel, se escuchó inmediatamente. Ajustó el mando y se arrebujó bien bajo los tubos.
«…disturbios en Alemania Occidental se han centrado alrededor de las instalaciones de Pharmek, que dan albergue al doctor Michael Bernard, presunto portador de la plaga nortemaericana. Aunque la plaga no se ha extendido por el mundo fuera de América del Norte, las tensiones aumentan. Rusia ha cerrado sus fronteras y…» La señal se perdió y tuvo que reajustar el dial.
«…hambre en Rumania y Hungría, desde hace tres semanas, y sin esperanzas a la vista…
»…la señora Thelma Rittenbaum, famosa médium de Battersea, informa de que ha tenido sueños en los que aparece Cristo en medio de Norteamérica, levantando a los muertos y preparando un ejército que marchará sobre el resto del mundo.» (Una voz trémula de mujer grabada sobre una cienta de mala calidad habló unas cuantas palabras ininteligibles.)
El resto de las noticias concernían a Inglaterra y Europa; a Suzy era esta parte la que más le gustaba, porque ocasionalmente la hacía sentir que el mundo seguía siendo normal, o al menos que se estaba recobrando. No abrigaba esperanzas respecto a su casa; hacía semanas que las había desechado. Pero otras personas, en otros lugares, podían seguir llevando una vida normal. Pensar en ello era reconfortante.
Pero no lo era el que nadie, en ninguna parte, supiera de ella.
Apagó la radio y se acurrucó más, escuchando el siseo del líquido que fluía en el interior de los tubos, y de los roncos y profundos quejidos de algo que se hallaba más abajo, en alguna sima ignorada.
Se durmió, rodeada de oscuridad moteada de estrellas cuya luz se filtraba por entre los contornos de los tubos. Y cuando, en medio de un cálido sueño en que se veía a sí misma comprando vestidos, se despertó…
Algo la envolvía. Lo palpó soñolienta, era blando, cálido, como de ante. Buscó la linterna y la encendió, enfocando la luz hacia sus cubiertas caderas y piernas.
La cubierta era flexible, de color azul claro con rayas verdes mal definidas —sus colores favoritos—. Sus brazos y cabeza, descubiertos, estaban fríos. Tenía demasiado sueño para hacerse preguntas; se subió el cobertor hasta el cuello y volvió a dormirse. Esta vez era una niñita, y jugaba en la calle con sus amigos de hace muchos años, amigos que habían crecido y que, en muchos casos, se habían ido a vivir a otro sitio.
Luego, uno por uno, los edificios caían. Todos miraban mientras unos hombres con enorme martillos se aproximaban y echaban abajo las ruinas. Se dio la vuelta para observar la reacción de sus amigos y vio que todos habían crecido, o se habían hecho viejos, y se alejaban de ella llamándola para que les siguiera.
Empezó a llorar. Sus zapatos se habían pegado al pavimento y no podía moverse.
Cuando todos los edificios habían desaparecido, el vecindario quedó convertido en un solar llano, con las tuberías alzándose en el aire y un retrete inclinado inverosímilmente sobre un tubo donde debió haber uno de los pisos superiores.
—Las cosas van a cambiar otra vez, Suzy. —Sus zapatos se despegaron y al darse la vuelta vio a Cary, embarazosamente desnudo.
—Jesús, ¿no tienes frío? —preguntó—. No, además daría igual. Sólo eres un fantasma.
—Bueno, supongo —dijo Cary, sonriendo—. Hemos querido todos darte calor.
¿Sabes? Todo esto va a cambiar otra vez, y queríamos que pudieras elegir.
—No estoy soñando, ¿verdad?
—No —sacudió la cabeza—. Estamos en la manta. También puedes hablar con nosotros cuando te despiertes, si quieres.
—La manta… ¿todos vosotros? ¿Mamá y Kenny y Howard?
—Y muchos otros, también. Tu padre, si quieres hablar con él. Es un regalo — dijo—. Es una especie de regalo que se va. Todos nos hemos prestado voluntarios, pero hay otros muchos, más de los que estrictamente necesitamos.
—Lo que dices no tiene sentido, Cary.
—Tú lo conseguirás. Eres una chica muy fuerte, Suzy.
El fondo del sueño se había puesto nebuloso. Ambos estaban envueltos por una penumbra marrón anaranjada, y el distante cielo destelleaba en naranja como si hubiera hogueras en el horizonte. Cary miró en torno y asintió.
—Son los artistas. Hay tantos artistas y científicos que casi me siento perdido.
Pero pronto voy a ser uno de ellos tal como he decidido. Nos dan tiempo. Nos honran, Suzy. Saben que nosotros los hicimos y nos tratan muy bien. Sabes, ahí atrás —rizo un gesto hacia la oscuridad—, podríamos vivir juntos. Hay un sitio donde piensan todos ellos. Es como la vida real, como en el mundo real. Puede ser como antes, o como va a ser en el futuro. De la manera que quieras.
—No me voy con vosotros, Cary.
—No. No pensé que fueras a hacerlo. Yo, en realidad, no tuve elección al unirme a ellos, pero ahora no lo lamento. Nunca hubiera sido en Brooklyn Heights tanto como soy ahora.
—También eres un zombi.
—Soy un fantasma —le sonrió—. De todos modos, una parte de mí se va a quedar contigo, por si quieres hablar. Y otra parte se marchará con ellos cuando llegue el cambio.
—¿Va a ser otra vez como antes? Cary denegó con la cabeza.
—Nunca será igual. Y… mira, yo no entiendo todo esto, pero no va a tardar mucho en producirse otro cambio. Nada volverá a ser igual que antes.
Suzy miró a Cary con firmeza.
—¿Crees que me vas a tentar por estar desnudo? Cary se miró.
—Ni se me había ocurrido —dijo—. Eso demuestra lo natural que me estoy volviendo. ¿No te vas a echar atrás? Suzy meneó la cabeza con firmeza.
—Soy la única que no se puso enferma —dijo.
—Bueno, la única no. Hay otros veinte o veinticinco. Los estamos cuidando lo mejor que podemos. Ella prefería ser la única.