—Más bien lo mismo —dijo—. Espera… Hay una palabra más. «Grandes cambios pronto.» Fueron a dar un paseo al intermitente sol, con su botas hundiéndose y chirriando en la nieve, oprimiéndola hasta hacerla hielo. El aire estaba desagradablemente frío, pero el viento era ligero.
—¿Se puede esperar que todo vuelva a desdoblarse, que vuelva a su estado normal? —preguntó Paulsen-Fuchs. Gogarty mostró un gesto de inseguridad.
—Diría que sí, si sólo estuviéramos enfrentados a fuerzas naturales. Pero las notas de Bernard no son muy esperanzadoras, ¿verdad?
—Lo ignoro totalmente —dijo Gogarty de pronto, exhalando una bocanada de vaho—. Qué relajante es decir eso. Ignorante. Estoy tan sujeto a fuerzas desconocidas como ese árbol. —Señaló hacia un pino viejo y hendido que se alzaba sobre la playa—. A partir de ahora, sólo nos queda la espera.
—Entonces no me invitaste aquí para que buscáramos soluciones.
—No, claro que no. —Gogarty, a guisa de experimento, golpeó un charco helado con el pie. El hielo se partió, pero debajo no había agua—. Parece como si Bernard hubiera querido que estuviéramos aquí, o al menos juntos.
—Vine aquí con la esperanza de las noticias.
—Lo siento.
—No, no es del todo cierto. Vine aquí porque en Alemania ya no está mi sitio. Ni en ningún otro lugar. Soy un ejecutivo sin una compañía, sin trabajo. Soy libre por primera vez en muchos años, libre para asumir riesgos.
—¿Y tu familia?
—Como Bernard, he tenido varias familias a lo largo de estos años. ¿Tienes tú familia?
—Sí —dijo Gogarty—. Estaban en Vermont el año pasado, visitando a mis suegros.
—Lo siento —contestó Paulsen-Fuchs.
Cuando volvieron a la cabana, tras consumir más tazas de café caliente y encender un nuevo fuego en la chimenea, releyeron la nota de Bernard, que rezaba:
Queridos Gogarty y Pauclass="underline"
Ultimo mensaje. Paciencia. ¿A cuántos apretones de manos estáis de alguien que se ha ido? Sólo a uno. Nadase pierde.
Este es el último día.
Ambos lo leyeron. Gogarty dobló la hoja y la guardó en un cajón como medida de seguridad. Una hora más tarde, sintiendo una especie de premonición, Paulsen— uchs abrió el cajón para leer la carta de nuevo.
No estaba allí.
46
Suzy se asomó a la ventana y respiró profundamente el aire frío. Nunca había visto nada tan bonito, ni siquiera el resplandor del East River cuando cruzó el puente de Brooklyn. La nieve ardiente era simple, encantadora, una metáfora elegante que anunciaba el final de un mundo que se había vuelto loco. Estaba segura de ello. En los nueve meses que había pasado en Londres, en su pequeño apartamento pagado por la embajada de Estados Unidos, había contemplado como la ciudad llegaba a un colapso, estremecedor y espasmódico. Se había refugiado en el apartamento, desde donde veía cada vez menos coches o camiones y cada vez más transeúntes, a pesar de que la nieve brillante aumentaba, y luego…
Menos gente por la calle, y más, suponía, quedándose en casa. Una funcionaría consular americana venía a visitarla una vez por semana. Su nombre era Laurie, y a veces venía con Yves, su novio, de nombre francés pero americano de nacimiento.
Laurie siempre venía, y traía a Suzy comestibles, los libros y revistas de sus hijos y noticias, lo que se iba sabiendo del asunto. Laurie dijo que las «ondas aéreas» se estaban poniendo más y más difíciles. Eso significaba que nadie podía sacar mucho partido de las radios. Suzy todavía conservaba la suya, aunque no funcionaba desde que se le cayó al subir al helicóptero. Estaba rota y ni siquiera siseaba, pero era una de las pocas cosas que le pertenecían.
Se apartó de la ventana y cerró los ojos. Le dolía recordar lo que había pasado.
La sensación de estar perdida, de pie en medio del vacío Manhattan, temiendo volverse loca. El helicóptero que aterrizó un par de semanas después y la llevó hasta el gran avión que vigilaba la costa…
Entonces la habían traído a Inglaterra y le habían buscado un apartamento —un — lat— en Londres, un agradable lugar donde se sentía bien la mayor parte del tiempo. Y Laurie venía y traía las cosas que Suzy necesitaba.
Pero hoy no había venido, y nunca llegaba después del anochecer. La nieve era espesa y muy brillante. Hermosa.
Curiosamente, Suzy no se sentía nada sola.
Cerró la ventana para que no entrara el frío. Luego se puso a mirarse en el largo espejo que colgaba del interior de la puerta de su armario, y observó cómo los brillantes copos de nieve se fundían y disipaban en su cabello. Esto la hizo sonreír.
Se dio la vuelta y miró el oscuro interior del armario. Los tubos de la calefacción hacían ruidos, como en su casa de Brooklyn Heights.
—Hola —dijo a las pocas ropas que había en el armario. Sacó un largo vestido que había llevado en el baile de la embajada hacía seis meses. Era precioso, de color verde esmeralda, y le sentaba muy bien.
No se lo había puesto desde entonces, y era una pena.
Se acercó al radiador para quitarse la ropa, luego bajó la cremallera del vestido, soltó la presilla de la espalda y se lo puso.
¿No era esa la clase de vestido con la que había que visitar a la reina? Eso tenía sentido.
Se lo ajustó bien sobre los hombros y encajó los senos en las copas cosidas en el forro. Luego subió la cremallera tan arriba como pudo y se contempló en el espejo otra vez, dándose la vuelta, pero sin volver la cabeza y sonriendo.
Había sido muy popular en la embajada durante los primeros meses. Le caía bien a todo el mundo. Habían dejado de invitarla porque la embajada estaba a mucha distancia y el tráfico era cada vez más caótico.
En realidad, pensó Suzy mientras observaba a la guapa chica del espejo, no le importaría morirse ahora mismo.
Fuera era todo tan bonito… Incluso el frío era hermoso. El frío era diferente al de Nueva York, y no porque fuera frío inglés. El frío era distinto en cada sitio, se imaginaba.
Si moría, podría subir por la nieve ardiente hacia lo alto de las oscuras nubes, oscuras como el sueño. Podría buscar a mamá y a Cary y a Kenneth y a Howard.
Probablemente no estuvieran en las nubes, pero ella sabía que no habían muerto…
Suzy frunció el ceño. Si no habían muerto, ¿cómo iba a encontrarlos en la muerte? Era tan estúpida. Odiaba ser estúpida. Siempre lo había odiado.
Y sin embargo… Mamá siempre le había dicho que era una estupenda persona, y se comportaba lo mejor que podía (aunque siempre se podía aspirar a más).
Suzy había crecido gustándose a sí misma, gustándole los demás, y no quería realmente convertirse en otra persona, o en otra cosa, sólo por…
No quería cambiar sólo para ser mejor. Aunque siempre se podía aspirar a más.
Aquello era muy confuso. Todo estaba cambiando. Morir sería cambiar. Si no le importaba eso, entonces…
Se oía el ruido de la nieve al caer. Se puso a escuchar en la ventana y oyó un agradable zumbido como de abejas en un campo de flores. Un cálido sonido para un frío panorama.
—Qué extraño —dijo—. Sí, qué raro, qué raro.
Empezó a cantar las palabras, pero era una canción tonta, y no expresaba lo que ella sentía, que era…
Aceptación.
Quizá no era la nieve la que producía aquel ruido, sino un viento. Limpió la condensación del cristal de la ventana y volvió hacia la cama para apagar la luz y poder ver mejor. Si la nieve se iba hacia un lado u otro, entonces era el viento el que producía aquel ruido. Pero no sonaba como el viento.