—Bueno, pero eso es todo. Nada de material biológico. Quiero revisarlo todo.
Vergil asintió con calma.
—¿Qué pasa ahora?
—Francamente, no lo sé —dijo Rothwild—. Y no me interesa saberlo. Abogué por ti. Thornton también. Nos has dado un gran disgusto a todos.
La mente de Vergil se puso a funcionar a toda prisa. No había movido los linfocitos; parecían suficientemente a salvo, disfrazados en el refrigerador del laboratorio, y no se esperaba tan pronto una sorpresa como la del despido.
—¿Estoy despedido?
—Lo estás. Y me temo que te va a ser difícil el encontrar trabajo en otro laboratorio privado. Harrison está furioso.
Hazel estaba ya trabajando cuando entraron en el laboratorio. Vergil recogió la caja que había dejado en la zona neutral bajo el fregadero, cubriendo la etiqueta con la mano. La levantó y, solapadamente, arrancó la etiqueta, arrugándola y tirándola al cubo de basura.
—Otra cosa —dijo—. Tengo unos cuantos errores de laboratorio marcados que tendrían que ser liquidados. Con cuidado. Radionucleidos.
—Ay, mierda —dijo Hazel—. ¿Dónde?
—En la nevera. No es para preocuparse, sólo carbono 14. ¿Puedo?
Miró a Rothwild. Este hizo un ademán para que la caja fuera puesta sobre un mostrador con el fin de poder inspeccionarla.
—¿Puedo? —repitió Vergil—. No quiero dejar nada por aquí que pueda resultar peligroso.
Rothwild asintió a disgusto. Vergil fue hacia la Kelvinator dejando caer su bata sobre el mostrador. Al rozar una caja de jeringas hipodérmicas, se llevó una escondida en la palma.
La paleta de linfocitos estaba en el estante inferior Vergil se arrodilló y cogió un tubo. Rápidamente, inserte la jeringuilla y sacó veinte centímetros cúbicos de suero La jeringuilla no había sido todavía utilizada, y la cánula tendría que estar pues razonablemente estéril; no tenía tiempo para un frote con alcohol, y había que arriesgarse.
Antes de clavarse la aguja bajo la piel, se preguntó por un momento qué estaba haciendo, y qué pensaba que podía sacar con ello. Había pocas posibilidades de que los linfocitos sobrevivieran. Entraba en lo posible que sus manejos los hubieran alterado lo bastante como para que murieran en su corriente sanguínea, incapaces de adaptarse, o bien de que hicieran algo atípico y fueran destruidos por si propio sistema inmunológico.
De cualquier modo, el desarrollo vital de un linfocito activo en el cuerpo humano era cuestión de semanas. La vida era dura para los polizones del cuerpo.
La aguja entró. Sintió un leve pinchazo, un breve dolor y el fresco fluido mezclándose con su sangre. Retiró la aguja y dejó la jeringuilla en el suelo del refrigerador. Con la paleta de tubos y el frasco giratorio en la mano, se puso en pie y cerró la puerta. Rothwild le miraba nerviosamente mientras él se ponía los guantes de goma y, uno por uno vertía el contenido de los tubos en un tarro casi lleno de etanol. Luego añadió el fluido del frasco giratorio. Con una ligera mueca, Vergil tapó el tarro y lo puso en una caja de desechos a prueba de radiactividad.
Con el pie, empujo la caja por el suelo.
—Toda tuya —dijo.
Rothwild había acabado de hojear los cuadernos.
—No estoy seguro de que estos no deban quedarse aquí —dijo—. Empleaste mucho de nuestro tiempo trabajando en ellos.
La estúpida mueca de Vergil no se alteró.
—Demandaré a Genetron y esparciré mierda por todo periódico que se me ocurra. Eso no sería muy bueno de cara a vuestra próxima posición en el mercado, ¿verdad?
Rothwild le miró con los ojos entornados, al par que su cuello y mejillas enrojecían ligeramente.
—Vete de aquí —dijo—. Te mandaremos el resto de tus cosas más tarde.
Vergil recogió la caja. Se le había pasado ya la fría sensación en el antebrazo.
Rothwild le escoltó escaleras abajo, y a través del pasillo exterior hasta la puerta.
Walter aceptó la placa con semblante rígido, y Rothwild siguió a Vergil hasta el aparcamiento.
—Acuérdate de tu contrato —dijo Rothwild—. Tú acuérdate de lo que puedes y de lo que no puedes decir.
—Puedo decir una cosa, creo —dijo Vergil, luchando por mantener claras sus palabras a pesar de la cólera.
—¿El qué?
—Idos a tomar por el culo. Todos.
Vergil pasó con el coche por delante del letrero de Genetron y pensó en todo lo que había ocurrido entre aquellas austeras paredes. Miró hacia el cubo negro, que se alzaba más allá, escasamente visible a través de unos eucaliptus.
Sin duda, era más que probable que el experimento hubiera terminado. Por un momento se sintió enfermo por la tensión y el disgusto. Luego pensó en los billones de linfocitos que acababa de destruir. Su náusea aumentó y tuvo que tragar mucha saliva para expulsar el regusto ácido que le había subido a la garganta.
—Que os den por el culo —murmuró—, porque todo lo que toco se va a tomar por el culo.
4
Los humanos eran unos bichos muy raros, decidió Vergil sentado en un taburete alto para observar mejor las tácticas del ganado. Una dulzona música ambiental envolvía los lentos y graciosos giros que se ejecutaban en la pista de baile, mientras que intermitentes luces ambarinas enfatizaban el latido de los cuerpos de hombres y mujeres Sobre la barra, un deslumbrante despliegue de tubos de cobre escanciaba las bebidas —la mayoría vinos de viña y cuarenta y siete clases de café distintas— sin parar. Las ventas de café estaban en alza; la noche había dado pase a la madrugada, y pronto Weary apagaría y cerraría.
Los últimos esfuerzos del ganado por ligar se estaban haciendo cada vez más obvios. Los movimientos empezaban a hacerse más desesperados, menos sutiles; al lado de Vergil, un tipo de baja estatura con un traje arrugado de color azul calentaba la oreja a una esbelta chica morena de rasgos asiáticos. Vergil pasaba de todo eso. No había hecho un sólo movimiento en toda la noche, y estaba en el antro de Weary desde las siete. Nadie se le había acercado tampoco.
El no era de los más guapos. Osciló un poco al ponerse en pie —no es que hubiera dejado el taburete por nada en especial, sólo para ir a la abarrotada sala de descanso— Había pasado tanto tiempo en laboratorios durante los últimos años que su piel tenía el poco apreciado tono de Blancanieves. No parecía muy entusiasmado, y además no le apetecía hacer la menor gilipollez para atraerse atención.
Por suerte, el aire acondicionado de Weary era bastante bueno, y su fiebre había remitido.
Más bien había empleado la noche en observar la increíble variedad —y subyacente uniformidad— de las tácticas del animal macho para atraerse a la hembra. Se sintió a margen de todo eso, suspendido en una esfera objetiva y ligeramente solitaria de la que no se sentía inclinado a salir. De modo que por qué, se preguntó, se le había ocurrido venir a Weary antes de cualquier otra cosa?
¿Por qué venía por aquí alguna vez? Nunca había ligado en Weary —ni en cualquier otro bar de solitarios— en toda su vida.
—Hola.
Vergil dio un respingo y se volvió, asombrado.
—Perdona. No quería asustarte.
Sacudió la cabeza. Ella tenía unos veintiocho años, rubia clara, muy delgada, con una cara mona pero no despampanante. Sus ojos, grandes, oscuros y limpios, eran su mejor atractivo —exceptuando quizá sus piernas, se corrigió él tras una mirada instintiva hacia abajo.
—Tú no vienes por aquí a menudo —dijo ella. Echó una mirada hacia atrás por encima de su hombro—. ¿O sí? Quiero decir, yo tampoco vengo mucho por aquí.