Así que no puedo saberlo.
El negó con la cabeza. No he conseguido un nivel de éxito muy espectacular.
—No vengo mucho. Ni falta que hace. Ella se volvió con una sonrisa.
—Sé más de ti de lo que tú te crees —dijo ella—. No necesito ni leer en tu mano. Lo primero, eres listo.
—¿Sí? —dijo Vergil, sintiéndose torpe.
—Eres hábil con las manos —le tocó la rodilla, dejando sobre ella la mano—.
Tienes unas manos muy bonitas. Podrías hacer cantidad de cosas con unas manos así. Pero no hay señales de grasa, así que no eres mecánico. Y tratas de vestir bien, pero… —Lanzó una pequeña carcajada de las que se dan después de haber tomado varias copas, y se tapó la boca con la mano—. Lo siento. Por lo menos lo intentas.
El se miró su escogida camisa verde y negra de algodón y sus pantalones negros. ¿Qué tenía que criticar? Quizá no le gustaran los mocasines Topsiders que llevaba. Estaban un poco desgastados.
—Trabajas en… Déjame ver. —Hizo una pausa acariciándose la mejilla. Sus uñas eran maravillas del arte de la manicura, fuertes, largas y brillantes—. Eres un técnico.
—¿Perdón?
—Trabajas en uno de los laboratorios de por aquí. Llevas el pelo demasiado largo para estar en la Marina, además de que los marinos no vienen mucho por aquí. Por lo menos que yo sepa. Trabajas en un laboratorio y estás… No estás contento. ¿Por qué?
—Porque… —Se contuvo. Confesar que no tenía trabajo podía no ser estratégico. Le esperaban seis meses de desempleo; eso y sus ahorros podían ayudar a disimular su falta de trabajo remunerado durante un tiempo.
—¿Cómo sabes que soy técnico?
—Se ve. El bolsillo de tu camisa… —Metió un dedo en él y tiró suavemente—.
Parece como si acostumbraras a llevar un montón de lápices. Del tipo de los que se tuercen y sale toda la mina. —Sonrió deliciosamente y chascó un poco su rosada lengua para ilustrar lo que decía.
—¿Sí?
—Sí. Y llevas calcetines a rombos escoceses. Sólo los técnicos los llevan ahora.
—Me gustan —se defendió Vergil.
—A mí también. Lo que quiero decir es que nunca he conocido a un técnico. Es decir… íntimamente. «Oh, Dios mío», pensó Vergil.
—¿A qué te dedicas? —preguntó arrepintiéndose inmediatamente de haberlo hecho.
—Y me gustaría, si no te parece que es ser demasiado lanzada —dijo ella, ignorando la pregunta—. Mira, van a cerrar en unos minutos. No me apetece beber nada más, y h música no me gusta mucho. ¿Y a ti?
Se llamaba Candice Rhine. A lo que se dedicaba era: inscribir anuncios para La Jolla Light. Le parecieron bien su deportivo Volvo y su casa, un condominio de dos habítaciones en un segundo piso a cuatro manzanas de la playa de La Jolla.
Lo había comprado a un precio de ganga hacía seis años —nada más salir de la escuela de medicina—, i un profesor de universidad que se había ido a Ecuador poco después de acabar un estudio sobre los indios de Sudamérica.
Candice entró en el apartamento como si hiciera años que viviese allí. Dejó su chaqueta de ante en el sofá, y su blusa sobre la mesa de comedor. Con una risita, colgó su sostén de la lámpara cromada que había sobre la mesa. Sus pechos eran pequeños, pero resaltaban por la estrechez de su caja torácica.
Vergil observaba todo esto con una especie de temor reverencial.
—Vamos, técnico —dijo Candice desnuda desde la puerta del dormitorio—. Me encantan las pieles.
El tenía una pequeña alfombra de alpaca sobre su gran cama californiana. Ella hizo una pose con los dedos delicadamente apoyados junto a la parte superior de la jamba de la puerta, con una rodilla doblada, luego se dio la vuelta sobre un solo talón y se adentró en la oscuridad.
Vergil siguió en pie hasta que ella volvió a encender la luz de la habitación.
—¡Lo sabía! —gritó—. ¡Mira cuántos libros!
En la oscuridad, Vergil era plenamente consciente de los peligros del sexo.
Candice dormía profundamente junto a él, el sueño de tres copas y de hacer el amor cuatro veces.
Cuatro veces.
Nunca lo había hecho tan bien. Candice había murmurado, antes de dormirse, que los químicos lo hacían con sus tubos, y los médicos lo hacían con paciencia, pero que sólo un técnico podía hacerlo en progresión geométrica.
Y en cuanto a los peligros… El había visto muchas veces —la mayoría de las veces, en los libros— los resultados de la promiscuidad en un mundo de permanente ir y venir. Si ella era promiscua (y Vergil no podía dejar de creer que sólo una chica promiscua podía haberse mostrado tan lanzada con él) entonces para qué hablar de la clase de microorganismos que debían estarle ahora pululando por la sangre.
Así y todo, no pudo evitar una sonrisa.
Cuatro veces.
Candice gruñó en su sueño y Vergil dio un respingo, sobresaltado. No iba a dormir bien, lo sabía. No estaba acostumbrado a tener a alguien en su cama.
Cuatro.
Sus manchados dientes brillaron en la oscuridad.
Por la mañana, Candice estaba mucho menos lanzada. Insistió solemnemente en hacer el desayuno. Había huevos y filetes de buey en su vieja nevera de bordes redondeados, y ella hizo con todo ello un experto trabajo, como si hubiera sido cocinera al minuto —¿o era simplemente que las mujeres hacían así las cosas?—. El nunca había cogido el truco de freír bien los huevos. Siempre le salían con las yemas rotas y con los bordes defectuosos.
Desde el otro lado de la mesa, ella le contemplaba con sus grandes ojos oscuros. El tenía hambre, y comía deprisa. Con escasa delicadeza y maneras, pensaba. ¿Y qué? ¿Qué más podía esperar ella de él? ¿O él de ella?
—No me suelo quedar toda la noche, sabes —le dijo—. Llamo a montones de taxis a las cuatro de la madrugada cuando el tío está dormido. Pero tú me tuviste ocupada hasta las cinco, y simplemente… No me apetecía irme. Me dejaste molida.
El asintió con la cabeza y se tragó la última preciosidad de yema semisólida con el último trozo de tostada. No estaba especialmente interesado en saber con cuántos hombres se había ido a la cama. Bastantes, según todos los indicios.
Vergil había hecho tres conquistas en toda su vida, y sólo una moderadamente satisfactoria. La primera a los diecisiete —un increíble golpe de suerte— y la tercera hacía un año. La tercera había sido la satisfactoria, y le había hecho daño.
Esa fue la ocasión en que se vio obligado a reconocer su estatus de gran cerebro pero con físico pobre.
—Suena fatal, ¿verdad? —preguntó—. Me refiero a lo de los taxis y todo eso.
—Seguía mirándole fijamente—. Hiciste que me corriera seis veces —le dijo.
—Estupendo.
—¿Cuántos años tienes?
—Treinta y dos —dijo él.
—Te comportas como un adolescente. En la cama, quiero decir.
Vergil nunca lo había hecho tan bien de adolescente.
—¿Te lo has pasado bien?
El dejó su tenedor y miró hacia arriba, reflexionando. Se lo había pasado muy bien. ¿Cuándo iba a ser la próxima?
—Sí, muy bien.
—¿Sabes por qué te escogí? —Candice casi no había tocado su huevo, y ahora masticaba la punta de su único filete de buey. Sus uñas habían emergido salvajes en la noche. Al menos no le había arañado. ¿Le habría gustado a él eso?
—No —dijo él.
—Porque yo sabía que eras técnico. Nunca había follado, quiero decir, hecho el amor con un técnico. Vergil. Es así, ¿verdad? Vergil lan Ullarn.
—Ulam —corrigió él.
—Hubiera empezado antes, de haberlo sabido —dijo ella. Sonrió. Tenía los dientes blancos y regulares, quizá un poco demasiado anchos. Sus imperfecciones la hicieron más atractiva a sus ojos.