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—Gracias. No puedo hablar… Oh lo que sea, por todos nosotros. Por ellos. Los técnicos, vaya.

—Bueno, creo que eres muy dulce —dijo. La sonrisa se desvaneció, reemplazada por un gesto de seria especulación—. Más que dulce. Te lo juro, Vergil. Ha sido el mejor polvo que me he echado. ¿Tienes que ir hoy a trabajar?

—No —dijo él—. Tengo horario flexible.

—Bien. ¿Ya has desayunado?

Tres más antes del mediodía. Vergil no lo podía creer.

Candice, al irse, estaba toda dolorida.

—Me siento como si acabara de entrenarme un año seguido para el pentatlón — ijo desde la puerta, con la chaqueta en la mano—. ¿Quieres que vuelva esta noche? Quiero decir, de visita. —Parecía nerviosa—. No podría hacer más el amor. Creo que me has hecho venir la regla antes de tiempo.

—Por favor —dijo él, cogiéndole la mano—. Me gustaría mucho.

Se dieron la mano con formalidad y Candice salió al sol de primavera. Vergil se quedó un momento a la puerta Sonreía y movía la cabeza con incredulidad, alternativa mente.

5

Los gustos de Vergil en las comidas empezaron a cambiar en la primera semana de su relación con Candice. Hasta entonces, había perseguido con terquedad los azúcares y almidones, las comidas grasas y el pan con mantequilla Su planto favorito era una pizza de bazofia; había un loe por allí donde cargaban alegremente trozos de piña y jamón italiano por encima de las anchoas y olivas.

Candice sugirió que redujera su ingestión de grasa aceites —ella lo llamaba «esa mierda sebosa»—, y que en cambio tomase más verduras y cereales. Su cuerpo parecía darle la razón.

La cantidad de comida que ingería también decrecía. Llegaba antes a la saciedad. Su cintura se redujo a vistas. Se movía intranquilo por el apartamento.

Junto con sus cambios de gusto experimentó un cambio de actitud hacia el amor En eso no había nada inesperado; Vergil sabía lo bastante de psicología como para dar cuenta de que para corregir su misoginia nerviosa, todo lo que necesitaba era una relación satisfactoria. Con Candice la tenía.

Algunas noches hacía ejercicios. Ya no le dolían tanto los pies. Todo estaba cambiando. El mundo era un si mejor. Gradualmente, se le fueron los dolores de espalda, incluso de la memoria. No los echó de menos.

Vergil atribuía la mayor parte de estos cambios a Candice, como un rumor adolescente atribuye la mejoría de imperfecciones cutáneas a la pérdida de la virginidad.

Ocasionalmente, la relación se volvía tormentosa. Candice le encontraba insufrible cuando él intentaba explicarle su trabajo. El se refería al tema con pasión, y pocas veces se molestaba en simplificar tecnicismos. Casi llegó a confesarle que se había inyectado él mismo los linfocitos, pero se detuvo al darse cuenta de que ella estaba ya completamente aburrida.

—Avísame cuando encuentres una cura barata contra el herpes —le dijo—.

Podemos sacarle una pasta a la Liga de Acción Cristiana sólo por no comercializarla.

Aunque él ya no se preocupaba por las enfermedades venéreas —el tema había sido planteado por la propia Candice, y le había convencido de que estaba limpia—, una noche le salió una extraña erupción, una molesta y peculiar serie de vejigas blancas por el vientre. Por la mañana se le fueron y no regresaron.

Vergil estaba tumbado en la cama junto al suave bulto cubierto por la sábana, blanco como una colina nevada, y con la espalda al aire como si llevara un seductor y atrevido traje de noche. Hacía tres horas que habían acabado de hacer el amor, y él estaba todavía despierto pensando que en las dos últimas semanas lo había hecho más veces con Candice que con todas las otras mujeres juntas.

Esto excitó su imaginación. Siempre le habían interesado las estadísticas. En un experimento, los números indican éxito o fracaso, como en los negocios.

Estaba ahora empezando a sentir que su «ligue» (qué rara le sonaba esa palabra)

con Candice se estaba desarrollando en una línea dé éxito completo. La repetitividad era el sello distintivo de todo buen experimento, y este experimento había…

Y así sucesivamente, el nocturno rumiar sin fin, algo menos productivo que el dormir sin soñar.

Candice le tenía asombrado. Las mujeres siempre asombraban a Vergil, que había tenido tan pocas oportunidades de conocerlas; pero sospechaba que Candice era más asombrosa que la media. No podía entender su actitud. Raras veces iniciaba ella ahora el juego amoroso, pero una vez comenzado, participaba en él con suficiente entusiasmo. La veía como una gata que busca una nueva casa, y una ve que la ha encontrado, se acomoda para ronronear sin preocuparse mucho ni poco por el día siguiente.

Ni el espíritu apasionado de Vergil ni su plan de vida admitían esa clase de tranquila indiferencia.

Se negaba a pensar en Candice como en alguien intelectualmente inferior a él.

Era razonablemente ingeniosa a veces, y observadora, y amena. Pero no le importaban las mismas cosas que a él. Candice creía en los valores superficiales de la vida —apariencias, rituales, lo que los demás pensaban y hacían—. A Vergil le importaba poco lo que le otros pensaran, mientras no interfirieran activamente e sus planes.

Candice aceptaba y experimentaba. Vergil actuaba observaba.

Era muy envidioso. Le habría gustado tener un respiro en su constante rumiar pensamientos y planes y preocupaciones, el tiempo necesario para procesar la información y poder urdir algo nuevo. Ser como Candice sería como tener vacaciones.

Candice, por otro lado, pensaba indudablemente que era un culo inquieto y un agitador. Ella vivía sin preocuparse de planificar, no pensaba demasiado y no tenía muchos escrúpulos tampoco… Ni remordimientos de conciencia ni segundos pensamientos. Cuando resultó evidente que aquel culo inquieto y agitador estaba sin empleo, y que no era probable que lo encontrara pronto, su desconfianza sin embargo no disminuyó. Quizá, como las gatas, ella e tendía poco de esas cosas.

Así que ella dormía y él rumiaba, dándole vueltas una y otra vez a lo que había pasado en Genetron; obsesióndo con las implicaciones, admitía que había obrado a la ligera al inyectarse los linfocitos, y culpaba de ello a su incapacidad para concentrarse en lo que tenía que hacer a continuación.

Vergil miraba el techo oscuro, luego entornó los ojos para observar los fosfenos.

Se incorporó apoyándose en ambas manos, rozó el trasero de Candice y apretó sus índice contra los globos oculares, para intensificar el efecto. En la noche, sin embargo, no se pudo entretener con películas psicodélicas de párpado. No le vino nada más que cálida oscuridad, punteada con resplandores tan distantes y vagos como si fueran informaciones de otro continente.

Más allá de su rumiación, dejándose de juegos infantiles y todavía bien despierto, Vergil se puso contemplativo sin tener en realidad nada que contemplar,

y pensó sin objeto alguno,

intentando realmente evitar —esperando hasta la mañana—, intentando evitar los pensamientos acerca de todas las cosas perdidas y todas las cosas ganadas recientemente que podían perderse no está preparado y todavía se mueve y se agita perdiendo La mañana del domingo de la tercera semana: Por un momento, se quedó mirando fijamente la taza de café caliente que Candice le ofrecía. Había algo raro en la taza, y en la mano. Buscó las gafas por los bolsillos para ponérselas, pero le hicieron daño a la vista.

—Gracias —murmuró. Cogió la taza y se incorporó en la cama contra la almohada, derramando un poco del oscuro líquido caliente sobre las sábanas.

—¿Qué vas a hacer hoy? —le preguntó. (¿Buscar trabajo?, implicaba el gesto, pero Candice nunca se ponía pesada con las responsabilidades, ni le hacía preguntas sobre el dinero.)