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A pesar de lo cansada que estaba, Lucy no lograba conciliar el sueño. No podía dejar de pensar en aquel beso, en la calidez de los labios de Bryan, en el modo posesivo en que había enredado los dedos en su cabello…

Se había sentido más viva que nunca; aquel beso había sido… Dios, no creía que hubiese siquiera una palabra para describirlo. Durante los dos últimos años había llevado una existencia gris, se había dejado llevar por la inercia de la rutina diaria… hasta que de repente se había visto envuelta en toda aquella historia de espías y terroristas.

Tenía que intentar mantener la cabeza fría y los pies en la tierra. No como cuando había estado trabajando para Cruz y su grupo. Si entonces se hubiese comportado de un modo racional, si se hubiese conformado con ser una observadora en aquel mundo de focos y escenarios que tanto la fascinaba, no habría tenido ningún problema. En vez de eso se había engañado a sí misma creyendo que de verdad un cantante de rock que ganaba millones quería casarse con ella.

Su situación actual no era muy diferente. De nuevo se encontraba en los límites de un mundo excitante, aunque esa vez no se trataba de sexo, drogas, y rock and roll, sino de espías, malversadores de fondos, y terroristas. No pertenecía a ninguno de esos dos mundos. Tenía que recordar eso y no engañarse con ideas tan ridículas como que Bryan pudiese sentirse atraído hacia ella, aunque la besara delante de su familia para hacerles creer que de verdad eran novios.

A la mañana siguiente, cuando Lucy se despertó, la luz del día entraba a raudales por la ventana, y en el aire flotaba un aroma delicioso. Se duchó, y escogió al azar uno de los conjuntos que Scarlett le había dejado el día anterior, una minifalda color canela y una blusa blanca sin mangas. No se molestó en maquillarse. No quería que Bryan pensase que quería agradarle, así que eso lo reservaría para cuando fuesen a ver a alguien de su familia.

Cuando entró en la cocina descubrió qué era aquello que olía tan bien. Bryan estaba haciendo gofres, y en la mesa había un bote de mermelada de fresa casera, y un bol de nata montada recién hecha.

– Como sigas dándome de comer así voy a acabar poniéndome como una ballena -le dijo.

– Buenos días a ti también -murmuró Bryan sin volverse siquiera para mirarla-. ¿Has dormido bien?

«No, por culpa de tu maldito beso no he podido pegar ojo apenas», pensó Lucy.

– Bien, gracias -le respondió, intentando no quedarse mirándolo.

Sabía que si lo hacía empezaría a pensar otra vez en el beso de la noche anterior. Sin embargo, no pudo resistirse a echarle una mirada a hurtadillas. Estaba endiabladamente guapo aun sin afeitar, con el cabello revuelto, unos pantalones de deporte cortos, y una camiseta gastada.

– Voy a salir a correr -le dijo Bryan, sacando dos tazas y sus platillos de una alacena-. Lo hago casi todas las mañanas. Puedes venirte si quieres. ¿Quieres el café solo o con leche?

– Solo. Y te agradezco la invitación, pero no tengo zapatillas ni ropa de deporte -replicó ella antes de sentarse a la mesa.

– Bueno, puedes comprarlas luego, cuando vayamos a ese optometrista que te recomendó Scarlett -le propuso Bryan mientras servía café en las dos tazas, todavía de espaldas a ella.

Lucy no estaba segura de cuánto dinero le quedaba en el monedero. Sesenta dólares a lo sumo.

– Pero no puedo usar mis tarjetas de crédito, ¿no? -inquirió.

– No puedes efectuar ninguna transacción con tu verdadero nombre. No sabes cómo de cerca te están vigilando esos tipos -respondió él, volviéndose con una taza en cada mano. Cuando sus ojos se posaron en Lucy, se quedó allí plantado, mirándola.

– ¿Qué? -le espetó ella irritada-. No esperarás que parezca una estrella de cine las veinticuatro horas del día. Tu prima me ha hecho un cambio de imagen, pero sigo siendo Lucy Miller.

– Pero si no he dicho nada -protestó Bryan poniendo las dos tazas sobre la mesa y sentándose.

– No, pero te has quedado mirándome.

– Me he quedado mirándote porque todavía no me he acostumbrado a ese color de pelo y a tu nueva forma de vestir, pero sí, es verdad, sigues siendo tú… y eso no tiene nada de malo -le dijo él inclinándose hacia delante-. Aunque te tiñeras el pelo de color azul y te pusieras una nariz postiza seguirías teniendo la misma sonrisa. Tienes una sonrisa muy bonita; deberías sonreír más a menudo.

– Me temo que no tengo muchos motivos por los que sonreír -murmuró Lucy.

Pero no era verdad. Sí, estaban persiguiéndola unos criminales, y no podría volver a su piso de alquiler ni a su trabajo, pero la verdad era que no se lamentaría de no volver a aquel piso en aquel barrio gris, ni echaría de menos su trabajo en el banco. Además, estaba ayudando a un espía de lo más sexy a resolver un caso, le habían regalado un montón de ropa increíble, y le habían hecho gratis un cambio de imagen que, por primera vez en su vida, la hacía sentirse atractiva.

– Eso está mejor -dijo Bryan, y Lucy se dio cuenta de que sin darse cuenta una sonrisa había aflorado a sus labios.

Un par de horas más tarde fueron al optometrista, que le hizo en el acto las lentes de contacto de color verde que quería, después a comprar ropa de deporte, y luego, como Lucy había tenido que dormir la noche anterior con uno de los pijamas de Bryan, éste la llevo a una tienda de la cadena de lencería Victoria's Secret.

Lucy, que se sentía un poco como Julia Roberts en Pretty Woman, le dijo cuando entraron:

– No hacía falta que fuera un sitio tan caro; ya te has gastado demasiado dinero en mí.

– Puedo permitírmelo. Además, eres mi huésped y quiero que estés cómoda. No iba a llevarte a comprar un pijama barato.

Lucy empezó a mirar, y vio que tenían unos camisones de seda preciosos en tonos pastel. Sin embargo, siendo la persona práctica que era, tomó uno de algodón.

– Oh, oh… -dijo Bryan de pronto.

– ¿Qué? -inquirió Lucy volviéndose preocupada, temiéndose que los hubieran seguido hasta allí.

Sin embargo, lo que Bryan estaba mirando era a una mujer de mediana edad, con el cabello de un rubio platino muy poco auténtico, y una figura demasiado perfecta que probablemente tampoco tendría nada de natural.

– Mi madrastra. De toda la gente con la que podíamos encontrarnos hemos tenido que encontrarnos con ella -masculló-. Suelta ese camisón, Lucy; un hombre no le compraría a su novia algo así -le dijo quitándoselo de las manos y dándole un par de camisones bastante menos recatados-. Ve y pruébate éstos. Así no tendré que presentaros. Maldita sea; demasiado tarde; nos ha visto.

– Bryan… ¿qué estás haciendo en una tienda de lencería?

– Hola, Sharon -la saludó él sin mucho entusiasmo-. Estoy comprando un regalo. Te presento a Lindsay Morgan. Lindsay, ella es mi madrastra, Sharon Elliott.

La mujer saludó a Lucy con un leve asentimiento de cabeza antes de mirarla de arriba abajo.

– Por poco tiempo; pronto volveré a tener mi apellido de soltera, gracias a Dios.

– Encantada -murmuró Lucy.

No se le antojaba muy apetecible quedarse allí a charlar con la palpable tensión que había entre Bryan y su madrastra, así que decidió que se excusaría, y dejaría que Bryan le explicase a su madrastra lo que creyese oportuno sobre ella. No quería volver a meter la pata como había hecho con aquella ridícula historia que le había contado a Scarlett.

– Bryan, voy a probarme esto y así mientras podéis hablar -le dijo.