A pesar del pánico que la invadió, Lucy reaccionó con rapidez. Le clavó el paraguas en el muslo y el hombre emitió un gruñido.
Lucy aprovechó para soltarse. Se puso en cuclillas, le agarró una pierna y tiró. El hombre cayó al suelo, y Lucy se apresuró a incorporarse, se giró sobre los talones, y le apuntó a la garganta con la punta del paraguas, como si fuese una espada.
– ¡Lucy, para! ¡Soy yo, «Casanova»! -exclamó el extraño, arrancándole el paraguas y arrojándolo a un lado.
Al hacerlo, sin embargo, no sólo logró «desarmarla», sino también hacerle perder el equilibrio, con lo que Lucy cayó sobre él, y se encontró mirándose en los ojos más azules que había visto jamás.
– ¿«Casanova»? -repitió anonadada.
Sin embargo era una pregunta retórica; sabía que era él. Lo había sabido nada más oír su voz.
– Por Dios, ¿estás loca o qué? Casi me matas.
– Entras en mi casa. Me atacas, me defiendo… ¿y me dices que estoy loca?
– Se suponía que no debías llegar hasta más tarde y no sabía quién eras -replicó él-. Por cierto, ¿dónde has aprendido a defenderte así?
– Asistí a unas clases de defensa personal hace un tiempo -contestó Lucy-. Aún no me has dicho qué estás haciendo aquí. ¿Por qué no has esperado a que llegara?
– Quería averiguar si estaban vigilándote de verdad, como me dijiste.
– Pero… ¿cómo has entrado? La puerta no está forzada.
– He entrado por la casa de tu vecina -respondió él con una sonrisa socarrona, antes de señalarle un enorme boquete en la pared del salón.
Lucy lo miró con los ojos muy abiertos.
– ¿Has entrado por ahí? Por Dios, le habrás dado un susto de muerte a mi vecina. Y no quiero ni pensar qué dirá mi casero cuando vea la pared.
– No estarás aquí para averiguarlo porque nos vamos.
Lucy se sintió inmensamente aliviada al oír esas palabras.
– Entonces… ¿quieres decir que me crees?
Casanova se puso serio.
– En esta casa hay más micrófonos ocultos que en la embajada de los Estados Unidos en Rusia. No hay duda de que alguien ha estado aquí.
– ¿Significa eso que están escuchándonos en este momento? -le preguntó Lucy bajando la voz.
– Supongo que será un sistema de grabación que se active al captar ruido de voces, pero no creo que estén a la escucha ahora mismo. Se supone que a esta hora no deberías haber llegado aún a casa -le explicó él-. Pero no disponemos de mucho tiempo; tenemos que salir de aquí lo antes posible. Así que, si no te importa, ¿podrías…?
Lucy se puso roja como un tomate al caer en la cuenta de que todavía seguía encima de él. Podía sentir cada ángulo de su cuerpo musculoso debajo de ella, y la verdad era que no resultaba desagradable en absoluto. «Por Dios, Lucy, ¿en qué estás pensando?», se reprendió.
Se incorporó con tal torpeza por el azoramiento que al hacerlo le dio sin querer con la rodilla en la entrepierna.
Casanova emitió un gemido ahogado de dolor.
– Eres un peligro público, Lucy Miller -masculló incorporándose.
Cuando se hubo puesto de pie, Lucy pudo mirarlo bien, y tuvo que admitir que ni en sus fantasías lo había imaginado tan guapo: alto, complexión atlética, pelo castaño… y, Dios, ¡esos ojos!
– Tienes tres minutos para recoger lo que te vaya a hacer falta -le dijo-. Sólo lo estrictamente necesario -recalcó-: unas cuantas mudas de ropa interior, medicinas, tu cepillo de dientes… Por la ropa no te preocupes.
Lucy asintió y corrió al dormitorio. Sacó unas cuantas braguitas, sujetadores, y calcetines de la cómoda, su cepillo de dientes, y el medicamento que tomaba para la alergia, y lo metió todo en la mochila.
Todavía le quedaban un par de minutos, así que se quitó la falda, la blusa, y las medias, y se puso una camiseta, unos vaqueros, calcetines de algodón, y unas zapatillas de deporte.
No sabía dónde iban, cuánto tardarían en llegar, o si harían alguna parada, así que al menos quería estar cómoda.
Cuando salió del dormitorio, Casanova estaba esperándola impaciente.
– Ya era hora.
– Dijiste tres minutos, y eso es lo que he tardado -contestó ella sin poder reprimir una sonrisita traviesa.
– Estás disfrutando con esto -apuntó él, mirándola con los ojos entornados.
– En cierto modo -admitió Lucy.
Hacía mucho tiempo desde la última vez que había sentido la adrenalina corriéndole por las venas, como en ese momento, y sí, la verdad era que resultaba excitante.
– Pero estoy segura de que tú también; si no, no serías un espía.
Él asintió.
– En fin, vámonos -le dijo antes de conducirla al agujero en la pared.
– Menos mal que la señora Pfluger no está en casa -murmuró Lucy-, le habría dado un ataque.
– ¿Cómo estás tan segura de que no está?
Y dicho y hecho, la señora Pfluger, su vecina de ochenta y dos años, estaba sentada en la sala de estar viendo la televisión.
– Ah, ya está usted de vuelta -saludó a Casanova con una sonrisa.
Aunque casi no podía moverse por la artritis, la cabeza seguía funcionándole tan bien como si tuviera veinte años.
– Hola, Lucy.
La joven se quedó mirándola patidifusa.
– ¿Se conocen?
– Bueno, hasta ahora no nos conocíamos, pero este caballero tan simpático me ha explicado que corrías peligro porque te persiguen unos terroristas y que necesitabas de mi ayuda para poder escapar, así que… -contestó la anciana encogiéndose de hombros, como si aquello fuese algo de lo más normal.
– Pero la pared… le ha destrozado la pared… -murmuró Lucy azorada.
– Oh, no te preocupes por eso; me ha dado un fajo de billetes para que pueda arreglarla -le respondió su vecina antes de girar de nuevo la cabeza hacia Casanova-. He metido en esa bolsa las cosas que me pidió -le dijo señalando una vieja bolsa de la compra a su lado-. Es ropa vieja que ya no me pongo porque se me ha quedado pequeña.
Casanova le echó un vistazo a los contenidos de la bolsa y sonrió.
– Excelente; está siendo usted de gran ayuda, señora Pfluger -le dijo. Luego se volvió y le tendió la bolsa a Lucy-. Cámbiate. Estás a punto de convertirte en Bessy Pfluger.
Desde que Lucy se pusiera en contacto con ellos, Bryan Elliott, cuyo nombre en clave era «Casanova», había estado investigándola para asegurarse de que era de confianza. Había averiguado muchas cosas sobre ella, como dónde se había criado, dónde había estudiado, y qué empleos había tenido, y hasta el momento les había sido de mucha ayuda. Era lista, discreta, y concienzuda, pero había sido al conocerla en persona cuando más lo había sorprendido. También era valiente, y con el entrenamiento adecuado quizá… No, no debía pensar aquello siquiera.
No podía arrastrarla a la clase de existencia plagada de mentiras que él llevaba. Lucy Miller desconocía la cara fea de la vida y… Y aquélla era probablemente la ropa más fea que había visto jamás, se dijo reprimiendo una sonrisilla mientras la veía enfundarse unos pantalones de chándal de su vecina.
Encima de la camiseta se había puesto un chubasquero horroroso de color verde que parecía una tienda de campaña, y se había colocado en la cabeza una peluca de rizos canosos.
La señora Pfluger le había ofrecido sus gafas para completar el disfraz, pero Bryan le había dicho que no hacía falta, aunque se había cuidado de no añadir que no era necesario porque las gafas de pasta de Lucy eran casi tan feas como las suyas.
¿Cómo podía una chica tan joven llevar unas gafas tan poco estéticas?
– Mi bastón está allí -le dijo la anciana a Lucy, señalándole un bastón de madera apoyado en un rincón.
– Es imposible que esto funcione -gimió Lucy desesperada-. Nadie se creería al verme que tengo ochenta años.