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XXII

Tú dijiste que siempre nos amaríamos, hasta sentir la carne de los labios hecha una madeja de venillas tronchadas de silencio. Yo dije: interroguemos al Sol por sus asuntos de brasero.

XXIII

Cada día cuando amanece se llena de sol el viento, como un hombre joven que hincha el pecho de nostalgia y sacude la cabeza. Las mañanas con frío es delicioso mirar hacia el océano, y ver el agua enniñecida, afrutada de luz, indestructible.

XXIV

Ni brizna de infinito. Rosa y gris a partes iguales. Ni rastro de la mujer moribunda. Mujer de labio cosido a su sollozo. Noctámbula criatura de intemperie siempre buscando más allá.

Campesina europea en tiempos de guerra

(mediados del siglo XX)

Sé cultivar la tierra como un hombre. He criado cinco hijos, y todos fueron a la escuela para aprender lo que está bien y mal. Al mediodía, tengo la comida preparada, hago ganchillo y vuelvo a los campos tirando de la vaca, con un cántaro de leche vacío y un fardo de jaras secas a la espalda. En la casa, cuido de los críos cada atardecer. Remiendo la ropa y doy de comer a cerdos y gallinas, cocino la cena, lavo los platos, meto a los niños en la cama, pongo un poco de orden. Cuando él estaba, esperaba a mi marido junto al fuego y, si era necesario, en el lecho saciaba su sed. Ahora, él lucha lejos y, si la guerra termina y sólo yo quedo con vida, seré el caballo, si hace falta, seré el buey y la esposa, el hombre de la casa y el cielo azul tras la ventana. [1]

Fortuna virginalis

Me abrasan los vestidos de soltera. Mi raza de amazona no precisa caricias para sobrellevar la vida. Soy joven, tuve un novio alcohólico, pero nunca consentí que me tocase. Me regaló sombreros y golosinas, y la iniquidad de su aliento rozaba mi cuello desnudo. Mi alma se va desvaneciendo poco a poco para que mi cuerpo salga adelante. No frecuento las fiestas, ni sé de qué están hechas las estrellas. Para mí, lo bueno es el misterio de la carne.

Eurídice

(abuela de Alejandro Magno, año 390 a. d. C.)

He tenido bastante suerte, bien pensado. Siendo mujer, nadie me impidió obtener educación y riquezas – ambas cosas son lo mismo, ya sabe»- Yo, hija de Irras, y madre de Filipo, aprendí a leer y a escribir, y conduje mi hogar como un velero que acecha suavemente a la mañana. Madre y abuela de reyes, mis mejores días fueron, sin embargo, los de la infancia. Aquellos que pasé enterrando con honores de héroe caído en el combate a un gorrioncillo amigo que anidó toda su vida en un olivo frente a mi ventana.

Prostituta francesa

(siglo XIX)

Aquí me tienen, señorías, con la piel devastada y los labios mordidos, en el Hospital-Prisión de Saint-Lazare, y en el París de la ignorancia, ciudad negra del pecado de fornicación que se paga con muerte y enfermedad venérea. Mi padrastro me violó a los catorce años: así me hice mujer y prostituta registrada. Nací en los barrios bajos, y viajé de hombre en hombre sin tiempo de soñar. El espéculo vaginal, con hojas de vidrio, del médico – «el pene del gobierno», decíamos nosotras- me contagió la sífilis. Qué fácilmente se rompió entonces la pasión de mis amantes callejeros. Nada puede dañarme en mi locura ni siquiera el amor que nunca conocí. Soy carne en cautiverio, aliento de ramera insepulta que un varón no usaría de buen grado. Boca y manos me abandonan, también ellos, a la vieja luz de este lecho de hospital.

Mujer en Limoges

(año del Señor 1370)

La guerra de los Cien Años agotará a los mismos cielos. Esta es una edad desahuciada, de venganzas y saqueos. Ayer, el Príncipe Negro de Inglaterra capturó la ciudad. Murieron tres mil, degollados a manos de su tropa. Yo llevaba a mis hijos colgando de los hombros. En mi pecho, el más pequeño me arañaba el escote con dedos de pavesas. Vi un caballo muerto en medio de la calle, los perros y los cuervos mordían su esqueleto. El hambre me arrojó a sus despojos como otra ave carroñera. – El hambre es el grillete con que Dios y los amos nos atan a la vida-. No podría contar todo lo que he visto, perdonadme. Sólo deseo que mi aflicción ponga su nudo corredizo en los estragos de la guerra. Que mis hijos crezcan ajenos a la mazmorra de la historia, que el pan y la luz los esperen, compasivos, detrás de la puerta.

Beatriz de Ahumada

(madre de Santa Teresa de Ávila, primera mitad del siglo XVI)

Yo fui la segunda esposa de mi marido, el mercader Alonso de Cepeda, hombre de caridad. Me casé a los catorce años. Mi esposo era viudo con tres hijos cuando plantó en mí su semilla de hombre. «Para siempre», decía, «para la eternidad…» Entre un embarazo y otro, estuve enferma sin cesar. Di a luz nueve hijos sanos, fui madre de una santa que andaba loca por los libros de caballerías, jugando con su hermano Rodrigo a descubrir el Santo Grial en la cocina. Mi alfabeto espiritual fue servir a mi esposo poniendo mis entrañas al servicio de su deseo. A los treinta y tres años me llegó la hora de ver al Señor cara a cara, y dejé a mis hijos lo que mi corazón dio de sí como herencia: la resignación de mi carne viva, el mapa de mi piel exhausta.

Madre locura

(Lyon, 1560)

Ningún hombre puede ser mejor conquistado

que dándole lo que le place.

El Ménagier de París

Ya sé que no soy mujer, pedazo de idiota, tampoco lo deseo. Soy la Madre Locura: un varón vestido con las faldas de la abuela. Pero más hombre que tú. Haré chanza de ti, el comerciante de sedas lastimero, pelele de tu esposa, gorrioncillo anidado en su regazo de matrona. Eres nuestra vergüenza. Dejas que tu mujer te pegue, esa arpía con pestañas de espinas te sacude mientras lloriqueas tu dolor igual que un crío resfriado. ¿Dónde están tus arrestos de hombre? ¿Por qué tiemblas delante de su ceño fruncido? Su seno es el altar donde comulgan tus temores de eunuco. Su desprecio: la miga y la corteza del pan miserable de tu costumbre. Te condeno a pasear a lomos de este burro por ser un tonto despreciable. Si eres hombre, y dejas que tu esposa gobierne tu casa, saldrás a la calle a pastar, rey de la cencerrada, pues los mansos como tú jamás heredarán el cielo del hogar.
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[1] Los últimos versos de este poema están inspirados en una canción rusa del siglo XX.