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Safo de Lesbos

(630 a. d. C.)

Cuando nací, Homero ya todo lo había dicho. Nací para la lira y el verso igual que otros nacen para el mar o la guerra. Fui tocada por la gracia de los dioses, y le di mi luz al mundo mirando de frente a las Pléyades, cuando la Luna de medianoche dispersaba a la aurora clara. Tuve marido, y una hija, mi niña linda con la hermosura de las flores de oro. Alcé mis palabras sobre la roca del mundo. En mi boca arraigó la belleza como en la del mendigo la súplica. Y Eros me sacudió el alma mientras el amorreparaba en mí toda ofensa.

María de Betania

(coetánea de Jesucristo)

En mi tiempo, ser mujer era ser nada. A las mujeres nadie nos instruía en otra cosa que lavar, coser, estar calladas… Cuando Jesús vino a nuestra casa, mi hermana Marta cocinó para él y sirvió la mesa mientras yo escuchaba sus palabras. Marta se quejó de mi pereza, pero Él le contestó: «María ha elegido la parte buena, que no le será quitada». Yo deseaba ser ilustrada por el Maestro, que amaba a las mujeres. No quería ser judía ni griega, ni una paria samaritana, ni esclava ni libre, ni hombre ni mujer, ni santa ni ramera. Sino como la tierra, que escucha y aguarda.

Lamento de una solterona

(siglo XIX)

Pasé noches enteras llorando en ciudades solitarias. En mi espalda desnuda, el dolor infligió su cautiverio. He dejado atrás los días de fiesta, el arco amurallado de los cielos me consumió los ojos. Se cumplió el día de mi bien, y no me queda nada. Hoy, mi corazón se sana en los confines de la tierra. No espero nada de los hombres, ni siquiera su desprecio. Cuando el Sol me rompa de nuevo los huesos, y acoja sus golpes de luz en medio de los ojos, quizás cambie mi suerte y reciba otros dones del mundo como frutos silvestres que no languidecen tras la lluvia.

Los Menecmos

a la manera de Plauto, (principios del siglo XXI)

Todo lo he puesto en venta: mi casa, mi hipoteca, mis joyas, mis vestidos, la flor del avellano de mi chalet adosado, la corona de oro imaginario que llevo en la cabeza, el luto por mi padre, la pradera de flores, prestas para sufrir una muerte temprana, que sueño junto al río… Vendo mis muñecas y mis libros, los dioses de la Tierra que nunca se dignaron a tenderme la mano, los muebles de mi abuela, a mi hijo -soldado de todas las naciones-, la forma de cachorro que dibuja mi corazón de fiera. Lo tengo todo puesto en venta, mi ajuar, mi maquillaje, mis támpax, mis miserias… También a mi marido, que no es bueno ni malo: sólo un hombre. Aquí lo dejo, junto a mis propiedades, por si hay suerte y alguien se lo queda.

II. CIELO A LA DERIVA

El universo es una máquina de hacer dioses.

Henry Louis Bergson

La huida de las nebulosas

¿Puedes atar los lazos de las Pléyades

o soltar las ataduras de Orion?

¿Harás salir la Corona a su tiempo

y guiarás a la Osa con sus cachorros?

¿Conoces las leyes de los cielos?

¿Puedes establecer su influencia en la Tierra?

Libro de Job (La teofanía)

I

Concédeme una lágrima para poder pensar el mundo, una gota de luna estremecida que me abandone a su ternura, que amenace mi piel cuando la roce con su escarcha. Soñaré con el mar dondequiera que viaje, con cada una de las aves que aguardan a la muerte sin preguntas. Soy la gata, viva y muerta. Soy un centauro y mi rostro espera inquieto a la última luz que se empapa en tus sombras. Llegada ya la hora del silencio, nos sostendrá la noche desolada, la que cuenta secretos por un mundo que de todo se olvida. Concédeme un rincón entre las cumbres de tu cuerpo desde el que contemplar el curso de la vida, la calle bajo mi ventana, el despuntar del día, su luz interrogante que me trata como a un pobre ciego.

II

¿Se extingue el horizonte, sus gotas de sal cubiertas de invierno? ¿Qué vendrá tras la lluvia?, ¿días enteros que jamás recuerden sus mañanas? Deja ya de ordenarle a la rosa que se recline frente al hacha. Observa los bordados que la noche ha tejido en mi lecho. Miro a lo lejos y mis ojos son el redil oscuro que un confín acoge esperando verlos hundirse para siempre en la tierra. Mis ojos desnudos que el viento se llevaba allende el amanecer con su canción más delicada, al relente del cielo. Silenciosa aliada de la Luna, confieso que aguardo tu regreso como un niño que espera a sus recuerdos para encerrarlos en un barril de oro, y jugar con ellos al morir. Yo también fui un guerrero. Con mi locura y mi sonrisa partí por la mitad esta vida desdichada. ¿Qué dios vendió mis manos a una tumba vacía en la batalla? ¿Qué honor de dios agreste proclamó impunemente que el mundo es mi final, mi pequeña sentencia?

III

No, no sabría dónde herirte. Me debato entre sueños y cavo mi camino a impulsos que engendra en mis manes el sucio mediodía. Dos veces me abrasé en un lugar donde la luz posó sus dedos, igual que un viejo que se viste con instantes de vida, con cuidado. Y vislumbré la bóveda celeste, sus fauces en agraz sobre estas soledades que tú llamas «el resto de los días». No, no sabría dónde herirte, ¿acaso soy la vida?