Él arqueó una ceja. La tenía a su merced, pero se negaba a ceder. Intrigante.
Dean subió el volumen de la radio y tarareó una canción de Gin Blossoms mientras llevaba el ritmo con la mano sobre el volante. Blue, sin embargo, permanecía perdida en su mundo. Ni siquiera protestó cuando él cambió de emisora después de que Jack Patriot hiciera su aparición cantando «¿Por qué no sonreír?»
Blue apenas oía la radio de fondo. Estaba tan fuera de su elemento con Dean Robillard que perfectamente podrían estar en universos diferentes. El truco consistía en que él no se diera cuenta de que ella lo sabía. Se preguntó cómo se habría tomado la mentira sobre Monty y las cuentas bancarias. Él no había demostrado reacción alguna, así que era difícil saberlo, pero ella no podía soportar que supiera que su madre era la responsable.
Virginia era la única pariente de Blue, así que era normal que hubiera puesto sus cuentas a nombre de las dos. Su madre sería la última persona capaz de robarle. Virginia era feliz comprando sus ropas en el Ejército de Salvación y durmiendo en los sofás de los amigos cuando estaba en Estados Unidos. Sólo una crisis humanitaria de proporciones épicas podría haber hecho que cogiera el dinero de Blue.
Blue había descubierto el robo el viernes, hacía tres días, cuando había intentado usar la tarjeta en un cajero automático. Virginia le había dejado un mensaje en el buzón de voz.
«Cariño, sólo tengo unos minutos. Te cogí el dinero de las cuentas. Te escribiré tan pronto como te lo pueda explicar todo.» Su madre rara vez perdía el control, pero la voz dulce y suave de Virginia se había quebrado. «Perdóname, cariño. Estoy en Colombia. Un grupo de chicas con las que he estado trabajando fue secuestrada ayer por una de esas bandas armadas. Serán violadas y forzadas a convertirse en asesinas como ellos. Yo… no puedo dejar que eso ocurra. Puedo comprar su libertad con tu dinero. Ya sé que esto es un abuso de confianza imperdonable por mi parte, cariño, pero tú eres fuerte y ellas no. Por favor, perdóname y… y recuerda cuánto te quiero.»
Blue miraba sin ver el paisaje llano de Kansas. No se había sentido tan indefensa desde que era niña. El dinero que le había proporcionado la única seguridad que nunca antes había conocido se había convertido en el pago de un rescate. ¿Cómo podría empezar de nuevo con tan sólo dieciocho dólares en la cartera? Ni siquiera le llegaba para pagarse unos nuevos folletos publicitarios. Se sentiría mejor si pudiera desahogarse con Virginia y gritarle, pero su madre no tenía teléfono. Si necesitaba uno, sencillamente lo pedía prestado.
«Tú eres fuerte y ellas no.» Blue había crecido oyendo cosas como ésas. «Tú no tienes que vivir con miedo. Tú puedes hacer lo que quieras. Tú no tienes por qué preocuparte de que los soldados fuercen la entrada de tu casa y te lleven a prisión.»
Blue tampoco tenía que preocuparse de que los soldados le hicieran cosas mucho peores que ésa.
Nunca pensaba en lo que su madre había tenido que soportar en una prisión centroamericana. Su dulce y amable madre había sido víctima de lo indecible, pero se había negado a vivir con odio. Todas las noches rezaba por las almas de los hombres que la habían violado.
Blue miró a Dean desde el asiento del pasajero, un hombre para el que ser irresistible era una forma de vida. Lo necesitaba en ese momento, y puede que no haber caído directamente a sus pies fuera un elemento a su favor, aunque uno muy frágil. Todo lo que tenía que hacer era mantenerlo interesado, y al mismo tiempo no perder la ropa hasta llegar a Nashville.
En el área de descanso de una carretera al oeste de San Luis, Dean observaba cómo Blue llamaba por el móvil mientras se apoyaba en una mesa. Le había dicho que iba a llamar a su antigua compañera de universidad de Nashville para quedar con ella al día siguiente, pero acababa de patear una parrilla y luego había cerrado de golpe el teléfono antes de meterlo en el bolso. Se sintió animado. El juego no había acabado después de todo.
Algunas horas atrás había cometido el error de contestar la llamada de Ronde Frazier, un viejo compañero de equipo que vivía en San Luis. Ronde había insistido en que se reunieran esa noche con otros jugadores que vivían en esa zona. Como Ronde le había cubierto las espaldas durante cinco temporadas, no podía negarse a ir, aunque eso echara a perder sus planes con Blue. Pero parecía que las cosas no se estaban resolviendo de la manera que ella quería. Él se percató de su expresión malhumorada y de cómo volvía con renuencia hacia él.
– ¿Algún problema? -dijo él.
– No. Ninguno. -Agarró la manilla de la puerta y luego dejó caer la mano-. Bueno, puede, pero no tiene importancia. Nada que no pueda resolver.
– ¿Crees que has resuelto bien las cosas hasta ahora?
– Podrías apoyarme de vez en cuando. -Abrió con fuerza la puerta del coche y lo miró por encima del techo-. Tiene el teléfono desconectado. Al parecer, se mudó, pero no me lo dijo.
La vida le acababa de brindar una nueva oportunidad. Era asombroso lo que lo satisfacía tener a una mujer como Blue Bailey a su merced.
– Lamento oír eso -dijo él con aparente sinceridad-. ¿Qué vas a hacer ahora?
– Ya pensaré algo.
Cuando se incorporó a la interestatal, decidió que era una pena que la señora O'Hara no le respondiera al teléfono o podría haberle dicho que iba de camino a la granja y que llevaba consigo a su primer invitado.
– He estado considerando todos tus problemas, Blue. -Adelantó a toda velocidad a un descapotable rojo-. Esto es lo que he pensado…
4
April Robillard cerró su correo electrónico. ¿Qué diría Dean si conociera la verdadera identidad de su ama de llaves? Ni siquiera quería pensar en ello.
– Quieres que conectemos el horno, ¿no, Susan?
«No, tío, quiero que conectes los geranios y freír el jardín.»
– Sí, conéctalo tan pronto como puedas.
Pasó por encima de los restos del empapelado que los pintores habían quitado de las paredes de la cocina. Cody, que era más joven que su hijo, no era el único de los trabajadores que inventaba excusas para hablar con ella. Puede que tuviera cincuenta y dos años, pero los chicos no lo sabían y revoloteaban a su alrededor como si ella fuera un potente generador de vibraciones sexuales. Pobres chicos. ella ya no se entregaba con tanta facilidad.
Cogió su iPod para ahogar el ruido de las obras con rock, pero antes de poder ponerse los auriculares, Sam, el carpintero, asomó la cabeza por la puerta de la cocina.
– Susan, ven a revisar los cuartos de baño de la primera planta. Dime si te parece bien cómo quedan los extractores de aire.
Ya había revisado los extractores de aire esa misma mañana con él, pero aun así lo siguió por el vestíbulo, sorteando un compresor y un montón de telas. La casa se había edificado a principios del siglo XIX y la habían rehabilitado en los años setenta, época en la que habían hecho las instalaciones de fontanería, electricidad y aire acondicionado. Por desgracia esa modernización había incluido también un cuarto de baño con los azulejos en color verde aguacate y la pobre decoración de la cocina: parquet barato y suelos de vinilo en color dorado que ahora estaban sucios y agrietados por el uso. Durante los últimos dos meses, se había dedicado a modificar esos errores y a restaurar el lugar tal como debería ser, una granja tradicional lujosamente modernizada.
El brillante sol de primera hora de la tarde se filtraba a través de las nuevas vidrieras, iluminando las partículas de polvo que flotaban en el aire, pero lo peor de la reforma ya había terminado. Sus sandalias de tacón con pedrería repicaron en el suelo de madera del vestíbulo. Sus brazaletes tintinearon. Incluso en medio de toda esa suciedad y desorden, le gustaba vestir con elegancia.