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– ¡Me has roto las gafas! -lloriqueó Monty, apretándose la cara con las manos.

– Pues prepárate. ¡Ahora toca tu cabeza! -Castora volvió a la carga.

Dean hizo una mueca de dolor, pero al final, Monty recordó que tenía un cromosoma Y en alguna parte y con ayuda de Sally se las arregló para empujar a Castora a un lado y ponerse en pie.

– ¡Voy a denunciarte! -gritó como un llorica-. Voy a conseguir que te arresten.

Dean no pudo soportarlo más y se acercó. Con los años, había visto suficientes grabaciones de sí mismo como para saber la impresión que causaba su caminar pausado, así que se irguió cuan alto era, exhibiendo su larga y ominosa figura, con el sol arrancándole destellos a su pelo dorado. Hasta los veintiocho años había llevado pendientes de diamantes en la oreja porque le gustaba chulearse, pero aquella etapa ya había pasado y ahora se conformaba con llevar sólo un reloj.

Incluso con las gafas rotas, Monty lo vio y se quedó pálido.

– Tú has sido testigo -lloriqueó el poetucho-. Has visto lo que me ha hecho.

– Lo único que he visto -dijo Dean con acento arrastrado-, fue otra razón más para que no te invitemos a nuestra boda. – Se situó al lado de Castora y, pasándole un brazo por los hombros, miró cariñosamente esos sorprendidos ojos violetas-. Voy a tener que pedirte perdón, cariño. Debería haberte creído cuando me dijiste que este William Shakespeare de pacotilla no merecía que le dieras explicaciones. Pero no, tuve que convencerte para venir a hablar a este pobre hijo de perra. La próxima vez, recuérdame que confié en ti. Sin embargo, estarás de acuerdo conmigo en que deberías haberte cambiado de ropa antes de venir, tal y como te sugerí. No creo que nuestra extravagante vida sexual sea de la incumbencia de nadie.

Castora no parecía el tipo de mujer a la que se podía sorprender con facilidad, pero al parecer él lo había logrado, y para ser un hombre que se ganaba la vida con las palabras, la verborrea de Monty parecía haber caído en dique seco. Sally apenas pudo emitir un graznido.

– ¿Vas a casarte con Blue?

– Nadie está más sorprendido que yo -dijo Dean encogiéndose de hombros con modestia-. ¿Quién podía imaginar que me aceptaría?

¿Y qué podían replicar ellos a eso?

Cuando Monty finalmente recuperó el habla, comenzó a lloriquearle a Blue sobre el CD de Bob Dylan, que Dean suponía que sería una más que probable copia pirata. Monty pareció venirse abajo tras oír eso, pero Dean no pudo resistirse a hurgar en la herida. Cuando el poetucho y Sally se subieron al coche, se giró hacia Castora y le dijo en un tono lo suficientemente alto como para que oyeran sus palabras:

– Vamos, cielito. Vayamos a la ciudad para comprar ese diamante de dos quilates que demostrará a todo el mundo que eres la dueña de mi corazón.

Hubiera jurado que oyó gemir a Monty.

El triunfo de Castora fue efímero. El Focus ni siquiera había abandonado el camino de entrada cuando la puerta de la casa se abrió de repente y salió al porche una corpulenta mujer con el pelo teñido de negro, las cejas pintadas y la cara muy maquillada.

– ¿Qué está pasando?

Castora miró la nube de polvo del camino y dejócaerlos hombros.

– Cosas nuestras.

La mujer cruzó los brazos sobre su amplio pecho.

– Supe en cuanto te vi que causarías problemas. No debería haber permitido que te quedaras. -Mientras le soltaba el rollo a Castora, Dean pudo captar lo suficiente para reconstruir los hechos. Al parecer, Monty había vivido en la casa de huéspedes hasta diez días antes, cuando se había largado con Sally. Castora había llegado justo un día después, había encontrado la carta donde le daba plantón y había optado por quedarse allí hasta decidir qué hacer.

Unas gotas de sudor perlaban la frente de la propietaria de la casa de huéspedes.

– No te quiero en mi casa.

Castora pareció recobrar su espíritu combativo.

– Me largaré a primera hora de la mañana.

– Será mejor que me pagues antes los ochenta y dos dólares que me debes.

– Por supuesto. -Castora irguió la cabeza con rapidez. Jurando entre dientes, pasó junto a la mujer y entró en la casa.

La mujer centró la atención en Dean y luego en el coche. Por lo general, todos los habitantes de Estados Unidos se ponían en fila para besarle el culo, pero parecía que ella no era aficionada al fútbol americano.

– ¿Eres traficante de drogas o algo así? Como lleves droga en el coche, llamaré al sheriff.

– Sólo llevo paracetamol. -Y algunos calmantes más fuertes que no pensaba mencionar.

– Así que eres un graciosillo. -La mujer le dirigió una mirada aviesa y entró en la casa. Dean lamentó su desaparición. Por lo visto, la diversión había terminado.

No lo ilusionaba volver a ponerse en camino, a pesar de que había decidido hacer ese viaje para aclarar sus ideas y comprender por qué parecía haberse acabado su buena suerte. Había sufrido bastantes golpes y magulladuras jugando al fútbol, pero habían sido cosas insignificantes. Ocho años en la NFL, la Liga Nacional de Fútbol Americano, y ni siquiera se había roto el tobillo, sufrido un esguince o dañado el talón de Aquiles. Nada más grave que un dedo roto.

Pero esa situación había llegado a su fin tres meses antes, en el partido de los playoffs de la AFC contra los Steelers. Se había dislocado el hombro y desgarrado el tendón. La cirugía había funcionado bastante bien. El hombro respondería durante algunas temporadas más, pero nunca a pleno rendimiento, y ése era el problema. Se había acostumbrado a considerarse alguien invencible. Eran los demás jugadores los que sufrían lesiones, no él, por lo menos hasta ese momento.

Su maravillosa vida también había llegado a su fin en otros aspectos. Había comenzado a pasar demasiado tiempo en los clubs. Luego, casi sin darse cuenta, tíos a los que apenas conocía dormían en su casa, y mujeres desnudas se bañaban en su bañera. Al final, había optado por hacer un largo viaje en solitario por carretera, pero cuando le faltaban ochenta kilómetros para llegar a Las Vegas, había llegado a la conclusión de que la Ciudad del Pecado no era el mejor lugar para poner orden en su cabeza, así que enfiló hacia el este atravesando Colorado.

Por desgracia, la soledad no le sentaba nada bien. En lugar de ver las cosas con mejor perspectiva, había terminado todavía más deprimido. La aventura con Castora había sido una gran distracción que, para su desdicha, había llegado a su fin.

Cuando se dirigía hacia el coche, llegaron hasta él los estridentes chillidos de una violenta discusión entre mujeres. Un segundo después, se abrió la puerta mosquitera de golpe y salió volando una maleta. Aterrizó en mitad del césped, abriéndose y derramando todo el contenido: vaqueros, camisetas, un sujetador morado y algunas bragas naranja. Después apareció una bolsa azul marino. Y luego Castora.

– ¡Aprovechada! -gritó la propietaria de la casa de huéspedes antes de dar un portazo.

Castora tuvo que sujetarse a un pilar para no caerse del porche. En cuanto recuperó el equilibrio, pareció perdida, así que se sentó en el último escalón y se sujetó la cabeza entre las patas.

Ella le había dicho que su coche no funcionaba, lo que le daba una excusa para posponer su aburrido viaje en solitario.

– ¿Quieres que te lleve? -gritó.

Cuando ella levantó la cabeza, pareció sorprendida de que él todavía estuviera allí. El que una mujer hubiera olvidado su existencia era algo tan inusual que despertó su interés. Ella vaciló, luego se puso de pie con torpeza.

– Vale.

La ayudó a recoger sus ropas, en concreto las prendas más delicadas que requerían mayor destreza manual. Como las bragas. Que, como verdadero experto en el tema, consideraba más de un WallMart que de una marca de ropa interior cara como Agent Provocateur, pero, a pesar de ello, tenía un bonito surtido de sujetadores de llamativos colores y provocativos estampados. Nada de lazos. Y, lo más desconcertante aún, nada de encajes. Algo extraño, ya que esa delicada cara angulosa de Castora -a pesar del sudor y el pelaje que la acompañaban- tenía cierto parecido a un personaje de los libros de Mamá Ganso, la pequeña pastorcilla Bo Peep vestida de lazos y encajes.