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El «todos» debía de aludir a toda la gente del cielo, pensó Mon. Era inquietante pensar que alguien pudiera responsabilizar a todo el pueblo del cielo por la impertinencia de Husu.

—Eso no sería justo —dijo Mon. bGo rió entre dientes.

—Escucha, Bego, dice que no es justo… como si eso significara que no puede ocurrir.

—En lo más íntimo del corazón de todo hombre humano —susurró Bego—, la gente del cielo no es más que un hatajo de bestias impertinentes.

—Eso no es cierto —protestó Mon—. ¡Te equivocas! Bego lo miró divertido.

—Yo soy humano, ¿verdad? —preguntó Mon—. Y en lo más íntimo de mi corazón los ángeles son el pueblo más bello y más esplendoroso de todos.

Mon no había gritado, pero la intensidad de sus palabras había acallado otras voces. En el repentino silencio, comprendió que todos le habían oído. Vio la sorprendida expresión de su padre y se ruborizó.

—Tengo entendido —dijo Padre— que algunos miembros del consejo sólo pueden hablar si cuentan con el oído del rey. Mon se puso de pie, rojo de vergüenza.

—Perdóname, señor.

Padre sonrió.

—Creo que Aronha dijo que cuando te plantabas en tus trece siempre tenías razón. —Se volvió hacia Aronha—. ¿Aún sostienes lo que has dicho?

Titubeando, Aronha miró a su padre a los ojos y respondió que sí.

—Entonces es opinión de este consejo que los ángeles son el pueblo más bello y esplendoroso.

Y Padre alzó la copa hacia Husu.

Husu se levantó, hizo una reverencia y respondió al brindis. Ambos bebieron. Padre miró a Monush; éste se echó a reír, se puso de pie y también alzo la copa para beber.

—Las palabras de mi segundogénito han traído paz a esta mesa —dijo Padre—. Eso es sabiduría, a mi juicio. Venga, terminemos con esto. El consejo ha concluido y nada nos queda por hacer aquí, salvo comer… y reflexionar sobre el efecto que los sueños de las niñas, transmitidos por niños, pueden tener sobre los pies y las alas de los guerreros.

Edhadeya esperaba que su padre fuera a verla a su habitación para hablar con ella, como cada noche. Habitualmente le gustaba que lo hiciera, para decirle cómo le había ido en la escuela, para jactarse de su conocimiento de una nueva palabra o giro del idioma antiguo, para contarle alguna aventura, chisme o logro del día. Pero esa noche tenía miedo, y no sabía si prefería que Mon le hubiera contado el sueño a Padre o que no lo hubiera hecho. Si no se lo había contado, tendría que contárselo ella misma, y tal vez él le palmeara el hombro y le dijera que el sueño era extraño y maravilloso y luego lo ignorase, sin comprender que era un sueño verdadero.

Pero cuando él llegó a la puerta, Edhadeya supo que Mon se lo había contado. Los ojos de Padre eran penetrantes e inquisitivos. Guardó silencio, los brazos apoyados en la jamba. Al fin asintió con un gesto de la cabeza.

—Conque el espíritu de Luet está despierto en mi hija.

Edhadeya miró al suelo, sin saber si él estaba enfadado u orgulloso.

—Y el espíritu de Nafai en mi segundo hijo. Ah. Conque no estaba enfadado.

—No te molestes en explicarme por qué no podías contarme esto tú misma —dijo Padre—. Sé por qué, y me avergüenzo de ello. Luet nunca tuvo que valerse de subterfugios para obtener la atención de su esposo, ni Chveya tuvo que convencer a un hermano o esposo de que hablara en su nombre cuando tenía conocimientos que otros necesitaban compartir.

Se arrodilló ante ella y le cogió las manos.

—Esta noche miré el consejo del rey, mientras terminábamos la comida, pensando en el peligro y la guerra, en los zenifi esclavizados y necesitados de auxilio, y sólo podía pensar en algo… ¿por qué hemos olvidado lo que sabían nuestros antepasados? Al Guardián de la Tierra no le importa si habla con una mujer o con un hombre.

—¿Y si no es así? —susurró ella.

—¿Qué, ahora lo dudas? —preguntó Padre.

—Yo tuve el sueño, y era verdadero… pero fue Mon quien dijo que eran los zenifi. Yo no lo comprendí hasta que él lo dijo.

—Sigue hablando con Mon cuando tengas sueños verdaderos —dijo Padre—. Sé una cosa. Cuando Mon habló, sentí un fuego en el corazón y pensé, con palabras que acudieron a mi mente tan claramente como si alguien me las hubiera dicho al oído… pensé: Un hombre poderoso se yergue aquí con cuerpo de niño. Y luego supe que el sueño era tuyo, y una vez más la voz me habló en la mente: El hombre que escucha a Edhadeya será el verdadero mayordomo del Guardián de la Tierra.

—¿Era… el Guardián quien te hablaba? —preguntó Edhadeya.

—Quién sabe —dijo Padre—. Tal vez fuera orgullo paterno. Tal vez fuera una expresión de mis deseos. Tal vez fuera la voz del Guardián. Tal vez fuera la segunda copa de vino. —Se echó a reír—. Echo de menos a tu madre. Ella sabría mejor que yo qué hacer contigo.

—Yo hago todo lo posible —dijo Dudagu desde la puerta. Edhadeya jadeó sorprendida. Dudagu tenía la costumbre de moverse con sigilo para que nadie supiera cuándo estaba fisgoneando.

Padre se puso de pie.

—Nunca te he encomendado la educación de mi hija —dijo amablemente—. Así que no entiendo en qué haces lo posible. —Le sonrió a Dudagu y salió de la habitación de Edhadeya.

Dudagu miró a Edhadeya ceñuda.

—No creas que llegarás a ninguna parte con tus sueños, niña —dijo, y sonrió—. Siempre puedo desdecir en su lecho lo que tú le hayas dicho aquí.

Edhadeya sonrió a su madrastra. Luego abrió la boca y se metió el dedo en la garganta como si quisiera vomitar. Un instante después sonreía de nuevo.

Dudagu se encogió de hombros.

—Dentro de cuatro años podré buscarte marido —dijo—. Créeme, ya he ordenado a mis mujeres que busquen al hombre adecuado. Alguien que viva lejos de aquí.

Se alejó en silencio de la puerta y se marchó por el pasillo. Edhadeya se tumbó en la cama y murmuró:

—Me encantaría tener un sueño verdadero de Dudagu Dermo en un accidente con el bote. Si te encargas de esas cosas, querido Guardián de la Tierra, ten en cuenta que ella no sabe nadar pero es muy alta, así que las aguas deben ser profundas.

Al día siguiente sólo se hablaba de la expedición que iría a buscar a los zenifi. Y a la mañana siguiente, el altivo pueblo y los funcionarios de la ciudad despidieron a los soldados, mientras los espías revoloteaban por el cielo. Edhadeya pensó, mientras los miraba partir: «Conque esto puede lograr un sueño.» Y luego pensó: «Debería tener más sueños así.»

Al instante se avergonzó de sí misma. «Si alguna vez miento acerca de mis sueños y sostengo que uno es verdadero cuando no lo es, que el Guardián me arrebate todos los sueños.»

Dieciséis soldados humanos, con la protección aérea de docenas de espías, partieron de Darakemba. No era un ejército, ni siquiera una gran expedición, así que la partida sólo provocó una conmoción momentánea en la ciudad. Pero Mon miraba desde la azotea, en compañía de Aronha y Edhadeya.

—Tendrían que haberme dejado ir con ellos —dijo Aronha enfadado.

—¿Eres tan generoso que quieres que yo herede el reino? —preguntó Mon.

—Nadie resultará muerto —dijo Aronha.

Mon no se molestó en responder. Sabía que Aronha sabía que Padre tenía razón. Aquella expedición tenía un toque de locura. Era una partida de exploradores tratando de localizar un sueño. Padre sólo aceptó voluntarios, y sólo con gran renuencia permitió que el gran Monush los condujera. No estaba dispuesto a enviar a su heredero.

—Se pasarían el tiempo preocupándose más por tu seguridad que por la misión —había dicho Padre—. No te preocupes, Aronha. Me temo que pronto tendrás la oportunidad de participar en una batalla sangrienta. Si te enviara esta vez, tu madre se levantaría de la tumba para reprochármelo. —Mon había sentido un escozor de miedo al oír esto, hasta que vio que todos se lo tomaban a broma.