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Aun así, esa noche Monush se durmió tan profundamente como para soñar, y cuando despertó conocía el camino que debía escoger para encontrar a los zenifi. Ese sendero alto se ensancharía y descendería, pero en cierto lugar, si trepaba, llegaría a un paso de montaña que conducía a otro valle. Allí vería un gran lago, y siguiendo el valle del río que nacía en él llegaría al sitio con el cual había soñado Edhadeya.

Despertó del sueño cuando comenzaba a clarear. Extrajo con cuidado las estacas que había clavado en la piedra y se las guardó en el saco. Masticó la torta de maíz fría que sería su única comida del día, a menos que encontraran alimentos en algún tramo de la jornada, algo improbable en aquellos peñascos escarpados y a semejante altitud. Se encontraban en la región conocida como la Corona del Gornaya, la región más alta del gran macizo de cordilleras que durante mucho tiempo había albergado gente del suelo, gente media y gente del cielo. Allí se habían formado los siete lagos, todos ellos sagrados, pero ninguno más sagrado que el Sidonod, fuente pura del Tsidorek, el río sagrado que atravesaba el corazón de Darakemba. Algunos hombres abrigaban la esperanza de ver el Sidonod, pero Monush sabía que no sería así. El paso aparecería antes. A una hora de marcha.

Sin una palabra —pues los ruidos resonaban en el seco aire de montaña— Monush dio la señal de emprender la marcha. Todos los hombres estaban ya despiertos, y echaron a andar despacio y con precaución por el angosto reborde de roca.

Dos veces llegaron a lugares donde el saliente se interrumpía y tuvieron que trepar o descender hasta otro saliente que les permitiera seguir avanzando.

Llegaron a un sitio donde el saliente se ensanchaba y conducía a un lugar que permitía pasar más cómodamente. Monush reconoció el lugar de inmediato y pensó…

¿Pensó qué? No podía recordarlo. Algo sobre aquel sitio.

—¿Qué es? —susurró Chem, su segundo.

Monush sacudió la cabeza. Lo tenía en la punta de la lengua. Una palabra, una idea, pero no recordaba por qué. ¡Ah! ¡Un sueño!

Pero el sueño se había esfumado. No podía recordar el sueño ni su significado.

Qué estúpido he sido, pensó Monush. Qué tonto al pensar que mis sueños me indicarían cosas verdaderas, como los de Edhadeya.

Indicó a sus hombres que lo siguieran por el sendero cada vez más ancho. A la media hora doblaron un recodo y vieron algo con lo que muchos hombres habían soñado sin esperanza de verlo: el sagrado Sidonod, brillando bajo las primeras luces.

Allí abajo, a orillas del lago, había aldeas con fogatas. Sólo los humanos podían vivir en esas chozas y casas; los cavadores vivían en árboles huecos y en los túneles subterráneos de las inmediaciones.

La escena tenía un aspecto apacible, pero si aquellos hombres, cavadores o humanos, se enteraban de que los nafari recorrían esa angosta lengua de tierra, pronto habría un alboroto y grupos de guerreros escalarían las paredes del peñasco. Esto no significaba una muerta segura, aunque los superasen en número. Aun los cavadores, nacidos para trepar, tendrían dificultades para escalar la roca. Pero con el tiempo los elemaki llegarían al saliente y los obligarían a pelear hasta el último hombre, o bien los nafari tendrían que subir a mayor altura, hasta alcanzar altitudes donde los hombres se congelaban, se desmayaban o enloquecían.

Así que continuaron recorriendo en silencio la roca, con las túnicas y los pantalones color tierra, las mantas color tierra sobre los hombros, y la cara y el cabello embadurnados de tierra para confundirse con el pedregoso peñasco.

Ojalá hubiera un modo de escalar aquellas montañas y sortear las pobladas costas, pensó Monush. Y entonces un pensamiento estalló en su mente. ¡Claro que podemos! Allí detrás hay un… un… no podía recordarlo. ¿En qué estaba pensando? ¿En algo que habían dejado atrás? ¿Por qué? No había perseguidores. ¿Se había olvidado de alguno de sus hombres? Se detuvo para contarlos rápidamente. No faltaba ninguno y, como se habían detenido, la mayoría miraban boquiabiertos el lago sagrado.

Monush les indicó que continuaran. El saliente se elevó de nuevo. Pasaron junto al largo lago, y sólo durmieron dos noches con las aguas a la vista.

Pasado el lago, entraron en un territorio menos escabroso, aunque más peligroso. Era una vasta región de montañas bajas, verdes hasta la cumbre, y en cada valle vivían por lo menos algunas personas, habitualmente cavadores, a menudo humanos; de vez en cuando, daban con un asentamiento aislado de ángeles, aunque la mayoría de ellos eran esclavos de una aldea de elemaki cercana o eran «libres» pero vasallos de un reyezuelo elemaki.

Varias veces fueron localizados por ángeles que los sobrevolaban, pero los ángeles continuaban su vuelo en vez de lanzar una advertencia. Uno de ellos se posó en una rama cercana, señaló el risco que seguían Monush y sus hombres y sacudió la cabeza. No vayáis por aquí, les decía. Monush asintió, saludó con una reverencia amistosa y el ángel se remontó en el aire y se alejó.

A nosotros nos favorece, pensó Monush, que los elemaki sean tan crueles con los pocos ángeles obligados a vivir entre ellos. Nos crea amigos dondequiera que vamos. Amigos débiles, es verdad, pero todos los amigos son bienvenidos en la tierra de nuestros enemigos.

El cuadragésimo día de la expedición llegaron a un lugar donde cuatro arroyos confluían a pocos metros de distancia. Las aguas eran turbulentas, pero en las inmediaciones no vivían cavadores, humanos ni ángeles.

—¿Un lugar sagrado como éste… —susurró Chem—, y nadie vive aquí para recibir el don? Monush asintió, sonriendo.

—Tal vez reciben el don corriente abajo.

Los condujo hacia allí, y mientras avanzaban río abajo notaron que no surgían nuevos cerros. El terreno estaba a punto de cambiar.

De pronto lo comprendieron. El terreno descendía frente a ellos. Las aguas del río se precipitaban como una flecha en el aire y se despeñaban humedeciendo el valle con una lluvia perpetua. Era un lugar de poder, el único lugar, por lo que Monush sabía, donde el agua de un río se convertía en lluvia sin antes subir al cielo en forma de nube.

—¿Hay un camino de descenso? —preguntó Chem.

—Como tú has dicho —respondió Monush—, es un lugar sagrado. ¿Ves? Muchos pies han subido por este risco.

Era casi una escalera, un descenso artificiaclass="underline" escalones tallados en la piedra, tierra apisonada con tablones.

—Un tullido podría subir por aquí —comentó Alekiam, el que hablaba el dialecto de idioma cavador más difundido entre los elemaki.

No era probable toparse con muchos cavadores que no hubieran adoptado el torg, una lengua comercial basada en el idioma humano original, con una pronunciación adaptada a la boca de cavadores y ángeles y miles de palabras de ambos pueblos añadidas. Pero era posible hacerlo en aquellas montañas, donde se decía que cavadores y ángeles cohabitaban en valles remotos a la antigua usanza, los cavadores robando estatuas hechas por los ángeles y llevándolas a los túneles para adorarlas como a dioses, y enviando expediciones guerreras para secuestrar a los hijos de los ángeles y devorarlos. Nadie recordaba haber recorrido semejante lugar, pero pocos dudaban de que pudiera seguir habiendo gente así, cavadores que llamaran a los ángeles «reses del cielo» y ángeles que llamaran a los cavadores «diablos», ambos por buenas razones.

—Silencio —dijo Monush—. Mucha gente recorre estos parajes. Quién sabe qué encontraremos en el fondo.