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Pero no había nadie en el fondo, y allí, por ser más bajo el terreno, maduraban varios frutos de temporada. Monush condujo a sus hombres hasta la cima de una colina que daba sobre el río que se alejaba de la lluvia perpetua del pie del peñasco. Ordenó a doce hombres que se quedaran vigilando, comiendo la fruta que encontraran, mientras él continuaba con Alekiam, Chem y un forzudo soldado llamado Lemech, que podía desnucar a un hombre de una bofetada.

Avanzaron con cautela siguiendo el río. Encontraron indicios de que en otro tiempo habían existido muchas colonias en aquellas tierras. Los lindes de los viejos campos aún eran visibles entre la maleza. Y pasaron por zonas desbrozadas y cubiertas de piedras para que los cavadores no pudieran avanzar bajo tierra y abrirse paso con sus túneles hasta los hogares de la gente.

—¿Dónde está la gente? —preguntó Chem, llegados a uno de esos lugares—. Construían bien, pero se han ido.

—No, no se han ido —dijo Lemech. Un humano joven y alto se erguía en el linde del bosque. No estaba allí hacía un instante.

—Hola, amigo —dijo Monush, puesto que ya no podía ocultarse.

A una señal del joven, unos treinta soldados subieron a la plataforma de piedra. ¿De dónde salían? ¿No habían rodeado el lugar antes de subir a él?

—Dejad vuestras armas —murmuró Monush con serenidad.

—Sólo en el corazón de un cavador —dijo Lemech.

—Nos tienen cercados —dijo Monush—. Si nos rendimos, tal vez vivamos el tiempo suficiente para que los demás nos encuentren.

—Es posible que ésta sea la gente que hemos venido a buscar —sugirió Chem—. No hay ningún cavador entre ellos.

Era cierto. Así que dejaron sus armas en el suelo de la plataforma de piedra.

Al instante los desconocidos se aproximaron, los apresaron, los ataron y los obligaron a correr por el bosque hasta llegar a un sitio donde se apiñaban veinte de aquellas plataformas. Sobre ellas se elevaban muchos edificios, casas en su mayoría, aunque no humildes; algunos edificios no eran casas, sino palacios, estadios y templos.

Una torre solitaria se erguía, más alta que los árboles, permitiendo otear toda la comarca y avistar a todos los enemigos que se acercaran.

Si los soldados no hubieran amordazado a Monush y a sus hombres, podría haberles preguntado si eran zenifi. Pero no pudo; los arrojaron a una habitación que debía de utilizarse como almacén de alimentos, pero que ahora sólo contenía a cuatro prisioneros maniatados.

En el sueño de Edhadeya, se preguntó Monush, ¿no pedían los zenifi que los rescataran?

Akma despertó temblando de miedo. Pero no se atrevía a hablar en voz alta; habían aprendido que los cavadores que los custodiaban de noche consideraban todo lo dicho en voz alta como una plegaria al Guardián, y Pabulog había decretado que toda plegaria al Guardián por parte de los adeptos de Akmaro era blasfemia y se castigaba con la muerte. No era que un grito en la noche provocara la muerte de un niño, pero los cavadores los sacaban a rastras de la tienda y los golpeaban, exigiendo que confesaran que uno de ellos estaba orando. Los niños habían aprendido a despertar en silencio, aunque tuvieran pesadillas.

Aun así, tenía que hablar del sueño mientras lo tuviera fresco. Quería despertar a su madre, quería que lo abrazara y lo consolara. Pero era demasiado mayor para eso, y lo sabía; se avergonzaría de necesitar aquel consuelo aun mientras lo recibía con gratitud.

Así que se acurrucó contra su padre, Akmaro, hasta que éste se volvió y susurró:

—¿Qué ocurre, Akma?

—He soñado.

—¿Un sueño verdadero?

—El Guardián enviaba hombres a rescatarnos. Pero una nube de oscuridad y una bruma acuosa les bloqueaban la visión y ellos se equivocaban de camino. Ahora nunca vendrán.

—¿Cómo sabes que los enviaba el Guardián?

—Simplemente lo sé.

—Muy bien —dijo Akmaro—. Pensaré en ello. Vuelve a dormir.

Akma supo que había hecho todo cuanto podía hacer. Ahora dependía de su padre. Tendría que haberse sentido satisfecho, pero no era así. Más aún, estaba furioso. No quería que su padre pensara en ello, quería que hablara de ello. Quería ayudar a interpretar el sueño. A fin de cuentas el sueño era suyo. Su padre lo había escuchado y se había tomado el sueño en serio, pero daba por supuesto que de él dependía decidir qué hacer, como si Akma fuera una máquina semejante al índice de las antiguas historias.

No soy una máquina, pensó Akma, y puedo pensar en lo que esto significa tanto como cualquiera.

Significa… significa…

Que el Guardián envió hombres a rescatarnos y se han perdido. ¿Qué otra cosa puede significar? ¿Cómo podría Padre interpretarlo de otra manera?

Tal vez Padre no esté pensando en la interpretación del sueño. Tal vez esté pensando qué hacer a continuación. Si el Guardián estuviera a punto de enviar otra partida de rescate, ¿por qué iba a mandar ese sueño? Debe de significar que no vendrá otra partida. Así que nuestra salvación depende de nosotros mismos.

Y Akma se durmió soñando con batallas donde empuñaba una espada para enfrentarse a sus torturadores. Se vio frente al cuerpo decapitado de Pabul; Udad gruñía con las tripas derramadas sobre las rodillas, sentado en el suelo, asombrado de los destrozos que el joven Akma había infligido a su cuerpo. En cuanto a Didul, Akma imaginaba una larga confrontación con él; Didul terminaba suplicando piedad, perdiendo las ínfulas, con las bellas mejillas surcadas de lágrimas. ¿Te dejaré vivir, cuando me has pegado y te has burlado de mí cada día durante semanas y semanas? Podría perdonar los insultos que he sufrido yo, ¿pero te dejaré vivir cuando has abofeteado tantas veces a mi hermana hasta hacerla llorar? ¿Te dejaré vivir cuando has llevado a los demás niños al borde del agotamiento, hasta que los más débiles se han desplomado al sol y tú te has reído mientras los cubrías con fango, como si estuvieran muertos? ¿Te dejaré vivir, cuando hacías todo esto frente a los padres de esos niños, sabiendo que estaban tan indefensos que no podían proteger a sus hijos? Eso ha sido lo más cruel, humillar a nuestros padres, debilitarlos frente a sus hijos. Y por eso, Didul… por eso, la hoja te cortará el pescuezo, tu cabeza dará vueltas en el aire, botará y rodará por el suelo antes de detenerse a los pies de tu propio padre. Que llore ese tirano cruel, que trate de ponerte la cabeza en su sitio y que recuperes esa sonrisita perversa. Pero no podrá hacerlo, ¿verdad? Es impotente para eso, ¿eh? Con el pequeño Muwu aferrándose a su pierna, me rogará que le deje al menos un hijo varón, al menos el último de ellos; pero no perdonaré a nadie, ya que tú a nadie perdonaste.

Con esas vividas imágenes, Akma se durmió de nuevo.

Dos hombres despertaron a Monush, cogiéndole por los brazos atados y sacándolo del húmedo almacén. Oyó que trataban a los demás del mismo modo, pero no veía nada, porque la luz del día lo cegaba. Aún no veía con claridad cuando lo arrastraron hasta la corte del rey.

Pues sin duda era el rey, aunque era el mismo hombre que se había presentado ante ellos el día de su captura. Entonces no parecía un rey, e incluso ahora Monush pensaba que era joven y que parecía inseguro. Se sentaba erguido en el trono, con cierto empaque y aplomo, pero… Monush no sabía qué era lo que no le convencía. Quizá que el hombre no parecía estar a gusto en su situación.

¿A qué se debía esa extraña renuencia? ¿No quería oficiar de juez de los intrusos? ¿O no quería ser rey?

—¿Entiendes mi idioma? —preguntó el rey.

—Sí —dijo Monush. El acento era un poco raro, pero no muy acusado. En Darakemba nadie lo habría confundido con un elemaki.

—Soy Ak-Ilihi, hijo de Nuab, que en otro tiempo fue Nuak, rey de los zenifi. Mi abuelo Zenifab condujo a nuestro pueblo fuera de la tierra de Darakemba para recobrar la tierra de Nafai, propiedad de los nafari, y la voz del pueblo lo nombró rey. Por ese mismo derecho hoy gobierno. Ahora cuéntame cómo has tenido el atrevimiento de aproximarte a las murallas de Zidom mientras yo estaba fuera de la ciudad con mis guardias. Ha sido por tu osadía y temeridad que no permití que mis guardias te ejecutaran de inmediato sin antes saber de tus propios labios cómo te atrevías a violar los tratados y desafiar nuestro poder dentro de los límites de este pequeño reino que nos han dejado los elemaki. El rey aguardó.