Los cavadores se llamaban a sí mismos gente del suelo y abrían túneles subterráneos que desembocaban en troncos de árboles ahuecados. Los ángeles eran la gente del cielo, y construían nidos en los árboles y se colgaban de las ramas cabeza abajo para dormir, para deliberar y para enseñar. Los humanos eran la gente media, pues vivían en casas sobre la superficie del terreno.
No había ciudades cavadoras sin casas humanas encima, ni aldeas de ángeles sin las cámaras amuralladas de las cuevas artificiales de la gente media debajo. Los extensos conocimientos que los humanos habían traído consigo desde el planeta Armonía eran ínfimos en comparación con los que sus antepasados habían reunido en la Tierra antes de su exilio, hacía cuarenta millones de años. Ahora, incluso eso se había perdido, pero lo que quedaba era tan superior a los conocimientos de la gente del suelo y la gente del cielo que la gente media, dondequiera que viviese, gozaba de gran poder y ascendencia.
En el cielo, el ordenador de la nave Basílica no olvidaba nada, y se valía de los satélites que había puesto en órbita alrededor de la Tierra para observar, reunir datos y memorizar todo lo que aprendía.
Y no estaba solo en su tarea. En la nave vivía una mujer llegada a la Tierra con los primeros colonos, pero que luego, vestida con el manto de capitana, había regresado al cielo, para dormir durante muchos años y despertar de vez en cuando. El manto mantenía la salud de su cuerpo, así que la muerte tardaría en visitarla, si alguna vez llegaba a sorprenderla. Ella recordaba todo cuanto le importaba; recordaba a gente que había vivido y muerto hacía tiempo. Nacimiento, vida y muerte: lo había visto tantas veces que apenas reparaba en ello. Para ella sólo existían las generaciones, las estaciones de su jardín, árboles y hierba y gente que se levantaba y caía, se levantaba y caía.
En la Tierra quedaban pocos recuerdos. Desde el retorno de los humanos se habían salvaguardado dos libros, escritos en delgadas planchas de metal. Uno estaba en manos del rey de los nafari, y se legaba de rey en rey. El otro, menos voluminoso, se había legado al hermano del primer rey, y de él a sus hijos, que no eran reyes, ni siquiera hombres famosos, hasta que al fin, el último de ese linaje, ya incapaz de leer la antigua escritura, entregó el libro de metal más pequeño al hombre que era rey en sus tiempos. Sólo en las páginas de esos libros constaba un recuerdo que perduraba inmutable, de año en año.
En el corazón de aquellos libros, en las profundidades de los archivos de la nave y en la memoria de esa mujer, el principal recuerdo era que los seres humanos habían regresado a la Tierra, convocados por una entidad que no comprendían y que llamaban Guardián de la Tierra. La voz del Guardián no era clara, ni el Guardián resultaba tan inteligible como el ordenador de la nave en los tiempos en que lo llamaban Alma Suprema y la gente lo adoraba como a un dios, El Guardián hablaba por medio de sueños, y aunque muchos captaban aquellos sueños, y muchos creían que significaban algo, sólo unos cuantos sabían quién los había enviado, o lo que el Guardián deseaba de la gente de la Tierra.
1. CAUTIVERIO
Akma nació en casa de un hombre rico. Tenía pocos recuerdos de esa época. Recordaba que Akmaro, su padre, lo había llevado a una torre alta y lo había entregado a otro hombre, que lo sostuvo sobre el parapeto de la torre hasta que él gritó de terror. El hombre que lo sostenía rió hasta que su padre recobró a Akma y lo abrazó. Luego Madre contó a Akma que el hombre que lo había atormentado en la torre era Nuak, rey de la tierra de Nafai.
—Era muy mal hombre —dijo Madre—. A la gente no le importaba mientras fuera buen rey, pero cuando llegaron los elemaki y conquistaron la tierra de Nafai, el pueblo odió tanto a Nuak que lo quemó en la hoguera.
Cuando ella le contó esa historia, el recuerdo de Akma cambió; ahora, al soñar con el hombre que lo sostenía riendo en lo alto de la torre,' se lo imaginaba envuelto en llamas. La torre ardía y Akmaro, en vez de rescatar al niño, saltaba y caía al abismo, y Akma no sabía qué hacer, si quedarse en la torre y arder o saltar con su padre. Despertaba de aquel sueño gritando aterrorizado.
También recordaba a Padre irrumpiendo en casa mediado el día, mientras Madre supervisaba el trabajo de dos cavadoras que preparaban una fiesta para esa noche. Akmaro tenía un aspecto desastroso, y aunque hablaba en susurros y Akma no sabía lo que decía, evidentemente algo malo sucedía y le daba miedo. Padre se marchó al instante, y Madre ordenó a las cavadoras que interrumpieran la preparación de la fiesta y reunieran provisiones para un viaje. Al cabo de un momento, cuatro humanos armados con espadas entraron por la puerta y exigieron ver al traidor Akmaro. Madre fingió que Padre estaba al fondo de la casa y trató de impedir que entraran. El hombre más corpulento la derribó y le apoyó una espada en la garganta mientras los demás registraban la casa. El pequeño Akma se enfureció y atacó al hombre que amenazaba a su madre. El hombre se rió de él cuando Akma se cortó con una de las piedras de su espada, pero su madre no se rió.
—¿De qué te ríes? —dijo—. Este chiquillo ha tenido agallas para atacar a un hombre armado con espada, mientras que tú sólo tienes coraje para atacar a una mujer desarmada.
El hombre se enfadó, pero cuando los demás regresaron sin haber hallado a Padre, todos se marcharon.
Y además estaba la comida. Akma estaba seguro de que en otra época abundaban los alimentos, preparados por esclavos cavadores. Pero ahora, de tan hambriento, no lograba recordarla. No recordaba haberse sentido saciado. En los maizales, bajo el tórrido sol, no recordaba un tiempo en que no tuviera sed, en que no sintiera el dolor de la fatiga en los brazos, la espalda, las piernas, y esa palpitación detrás de los ojos. Quería llorar, pero sabía que avergonzaría a su familia. Quería gritarle al capataz cavador que necesitaba beber, descansar y comer, y que era estúpido hacerlos trabajar sin comida porque los agotarían. El viejo Tiwiak había muerto el día anterior; de repente se había desplomado sobre el maíz sin ni siquiera susurrarle un adiós a su esposa; ella se había arrodillado llorando en silencio frente al cuerpo, pero el capataz la había azotado por interrumpir el trabajo. ¡Y se trataba de su esposo!
Akma odiaba a los cavadores. Sus padres habían cometido un error al conservarlos como criados en la tierra de Nafai. Habría sido mejor exterminarlos, sin permitir jamás que se acercaran a las verdaderas personas. Su padre alegaba que los cavadores se desquitaban por el prolongado y cruel gobierno de Nuak. De noche susurraba que el Guardián de la Tierra no quería que la gente del suelo, la gente del cielo y la gente medía fueran enemigos. Pero Akma sabía la verdad. No habría seguridad en el mundo mientras no hubieran muerto todos los cavadores.
Cuando llegaron los cavadores, su padre impidió que su gente opusiera resistencia.
—No me seguisteis al desierto para convertiros en asesinos, ¿verdad? —dijo—. Recordad al Guardián. Él no desea la muerte de sus hijos.
La única protesta que oyó Akma fue el susurro de su madre:
—Ella.
Como si importara que el Guardián tuviera un arado o una argolla entre las piernas. Las mujeres insistían en llamarle ella, pero Akma ni siquiera se lo planteaba. El Guardián —fuera masculino o femenino— era un dios lamentable si no podía impedir que sus adeptos fueran esclavizados por roñosos, bestiales, estúpidos y crueles cavadores.