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—En cuanto llegué al poder, envié a un grupo de hombres a Darakemba para averiguar el camino de regreso. Mi abuelo destruyó deliberadamente toda la documentación sobre la ruta que él siguió para conducir a nuestro pueblo hasta aquí, y se negaba a permitir que se revelara. Decía que esa información era inútil, ya que nunca regresaríamos. —Ilihiak sonrió de mala gana—. Sabíamos que habíamos venido siguiendo el Tsidorek, evidentemente, pero mis hombres no pueden pedir instrucciones a los elemaki. Ya teníamos bastantes problemas sin que ellos se enterasen de que enviábamos partidas de exploración. Descubrimos un río probable y lo seguimos. Era un río muy extraño, Monush… lo siguieron hasta llegar a un sitio donde las aguas eran muy turbulentas. Luego el río continuaba en línea recta… ¡pero las aguas fluían en sentido contrario!

—He oído hablar de ese sitio —dijo Monush—. Encontraron el Issibek. Es el próximo río. En realidad se trata de dos ríos que confluyen. En la confluencia hay un túnel que atraviesa la roca viva durante muchos kilómetros, hasta que el río salta de la roca y forma un nuevo curso que desemboca en el mar.

—Eso lo explica. Para mis hombres era como un milagro. Pensaron que era un signo de que seguían el camino correcto.

—¿Allí encontraron estos escritos?

—No. Siguieron el río hasta la fuente septentrional, y luego atravesaron valles cada vez más bajos, hasta salir del Gornaya. Era una tierra seca y tórrida, y descubrieron con horror que estaba cubierta de huesos humanos. Como si se hubiera librado una terrible batalla. Miles y miles de humanos perecieron, Monush… eran incontables. Y todos los muertos eran humanos. No había un solo cavador ni ángel entre ellos.

—Nunca he oído hablar de semejante lugar, aunque el desierto sin duda existe. Lo llamamos Opustoshen…, el lugar de la desolación.

—Pues es el nombre indicado. Mis hombres estaban seguros de haber descubierto qué había sucedido con la gente de Darakemba, y por qué no habían encontrado la ciudad siguiendo el río.

—¿Creyeron que los humanos muertos éramos nosotros?

—-Sí. ¿Quién puede saber, en un desierto, cuánto hace que algo ha muerto? Eso me dijeron. Pero mientras buscaban entre los cuerpos, encontraron esto.

—¿En el suelo, y nadie se lo había llevado?

—Escondido en una hendidura de la roca —dijo Ilihiak—. En un sitio que parecía demasiado pequeño para esconder nada. Uno de los hombres tuvo un sueño la noche anterior, y en el sueño encontraba algo maravilloso en una hendidura en la roca que, según él, era como la que encontró cerca del campo de batalla. Así que metió la mano…

—¡Imprudente! ¿No sabe que hay serpientes mortales en el desierto? Se ocultan en grietas así durante el día.

—Ahí dentro había muchas serpientes de ésas, de las que hacen música con la cola…

—¡Letales!

—Pero eran inofensivas como lombrices. Así supieron mis hombres que el Guardián quería que obtuvieran estas planchas. Y aquí están. Los elemaki las fundirían y las convertirían en adornos. Pero yo esperaba que Motiak…

Monush asintió.

—Motiak tiene el índice. —Miró a Ilihiak a los ojos—. Eso también es un secreto, aunque la gente ya sospecha que lo tiene. Pero es mejor que no lo sepan con seguridad, así no se molestarán en encontrarlo para verlo o, peor aún, para robarlo. El índice conoce todas las lenguas. Motiak puede traducir estos documentos, si alguien puede hacerlo en esta Tierra.

—Entonces se los daré —dijo Ilihiak, envolviendo las planchas de oro—. No me atrevía a preguntarte si el índice seguía en manos de los reyes nafari.

—Pues así es. Y aunque el índice guardó silencio durante muchas generaciones, despertó en tiempos del abuelo de Motiak, Motiab, y le dijo que fuera a Darakemba.

—Sí —dijo Ilihiak—. Y mi abuelo rechazó esa decisión.

—No es aconsejable oponerse al índice —sentenció Monush.

—Todos los mensajeros del Guardián son sagrados —dijo Ilihiak con unción.

—La sangre de Binaro no pesa sobre tu cabeza —puntualizó Monush.

—Pesa sobre la cabeza de mi pueblo, y en consecuencia sobre la mía. Tú no estabas aquí, Monush. La turba aplaudía con aprobación mientras Binadi gritaba de dolor. Los que repudiaron ese acto están con Akmaro, dondequiera que se encuentre.

—Entonces es hora de enseñarles qué significa el juramento, y permitirles decidir si quieren ir a Darakemba. Ilihiak volvió a ocultar el escondrijo con la estera.

—Pero no sé cómo conseguiremos irnos de aquí sin una guerra cruenta.

Monush le ayudó a dejar el lecho tal como estaba antes.

—Cuando hayan aceptado el juramento, Ilihiak, el Guardián nos indicará cómo escapar. Ilihiak sonrió.

—Mientras yo no tenga que resolver el problema, me doy por satisfecho.

Monush lo miró intensamente. ¿Hablaba en serio?

—Nunca he querido ser rey —dijo Ilihiak—. Renunciaría con gusto al trono y sus privilegios si con ello pudiera librarme del lastre de mi cargo.

—¿Un hombre que renunciaría de buena gana al trono? Nunca había oído nada semejante —dijo Monush.

—Si supieras todas las penas que me ha causado mi reinado —dijo Ilihiak—, me llamarías necio por seguir en el cargo durante tanto tiempo.

—Ilihiak —dijo Monush—, nunca te llamaría necio, ni permitiría que otro hombre lo hiciera en mi presencia. Ilihiak sonrió.

—¿Entonces puedo abrigar la esperanza, Monush, de contar con el honor de tu amistad cuando ya no sea rey?

Monush cogió las manos de Ilihiak y se las apoyó en las mejillas.

—Mi vida está por siempre en tus manos, amigo mío —declaró.

Ilihiak cogió las manos de Monush y repitió el gesto.

—Mi vida era indigna hasta que el Guardián te trajo a mí. Tú despertaste en mí la esperanza. Sé que viniste aquí únicamente en cumplimiento de tu deber hacia tu rey. Pero un hombre puede ver la valía de otro hombre, independientemente del rango o la misión de éste. Mi vida está para siempre en tus manos.

Se abrazaron y se besaron en los labios en señal de amistad. Sonriendo, sin avergonzarse de tener los ojos llenos de lágrimas, Ilihiak desatrancó la puerta y regresó al diminuto mundo donde no era amigo de nadie, porque tenía que ser rey de todos.

Cuando Mon falló el blanco por tercera vez, Husu voló hacia él y lo detuvo. Los demás —jóvenes ángeles en las primeras etapas de entrenamiento para el ejército de espías volantes— continuaron practicando, con la boca llena de flechas que disparaban rápidamente sosteniendo la cerbatana en una mano. Algún día aprenderían a disparar con precisión mientras batían las alas en el aire, sosteniendo la cerbatana con un pie, y llevando carga en el otro. Pero por el momento, practicaban apoyados en un pie. Mon se enfurecía consigo mismo cuando fallaba. A fin de cuentas, él podía empuñar la cerbatana con las dos manos, podía apuntar apoyándose en los dos pies. Pero hoy no le interesaba.

—Mon, joven amigo, creo que estás cansado —dijo Husu. Mon se encogió de hombros.

—¿No has dormido bien?

Mon sacudió la cabeza. Detestaba dar explicaciones. Habitualmente tenía mejor puntería y se enorgullecía de ello.

—Habitualmente tienes mejor puntería —dijo Husu—. Si tuvieras alas, ya te habría ascendido.

Husu no podría haber dicho palabras más hirientes, pero no lo sabía.

—Supe que no aceitaría en el momento de disparar.

—Y sin embargo disparaste.

Mon volvió a encogerse de hombros.

—Los niños se encogen de hombros —dijo Husu—. Los soldados analizan.

—He disparado porque no me importaba —dijo Mon.

—Ah —dijo Husu—. Si el blanco hubiera sido un soldado elemaki, dispuesto a degollar a jóvenes ángeles en su nido, ¿te habría importado?