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—Nafai era un Héroe —dijo un anciano—. A nosotros el Guardián no nos habla.

—El Guardián le habló a Binaro —intervino Ilihiak.

—Binadi —murmuró otro hombre. Khideo sacudió la cabeza.

—El Guardián también envió el sueño que nos ha traído a Monush. Confiaremos en que el Guardián nos proteja en cuanto hayamos hecho todo lo que está en nuestra mano. Pero mi plan no consiste en rezar al Guardián y esperar una respuesta a nuestras oraciones. Todos sabéis que nos está prohibido fermentar cebada, aunque eso potabiliza el agua. ¿Por qué?

—Porque la cerveza enloquece a los cavadores —dijo un anciano.

—Los idiotiza —dijo Khideo—. Los embriaga. Se ponen alegres y bullangueros… y luego se desmayan. Por eso nos prohíben fermentarla… porque descontrola a los comedores de tierra.

—Si les ofrecemos cerveza —dijo Ilihiak—, suponiendo que podamos encontrarla…

Varios hombres rieron. Al parecer la destilación clandestina no era algo inaudito.

—¿… qué les impedirá arrestar y encarcelar a quien se la ofrezca?

Khideo asintió mirando al rey.

No, no al rey. A la esposa del rey, Wissedwa. Ella apartó el rostro, para no mirar directamente a ningún hombre, pero habló con firmeza para que todos la oyeran.

—Sabemos que para los cavadores todas las mujeres son sagradas. Aunque rechacen la cerveza, no nos pondrán la mano encima. Así que la ofreceremos como parte del tributo que corresponde por la cosecha. Sabrán que no pueden entregarla legalmente a sus superiores sin entregar a los delincuentes que se la dieron. No tendrán más remedio que bebérsela.

—Mi plan ha sido expuesto por boca de la reina —dijo Khideo.

Monush pensó que Khideo soportaba la vergüenza de presentar sus respetos a una mujer en el consejo con suma dignidad. Luego tendría que preguntar por qué se oía la voz de una mujer. Entretanto, era evidente que esa mujer no era tonta y que había seguido atentamente las deliberaciones. Monush trató de imaginar a una mujer en el consejo de Motiak. ¿Quién sería? Dudagu no, eso seguro. ¿Alguna vez había dicho una palabra inteligente? Y Toeledwa, antes de morir, siempre había sido recatada, y se negaba a hacer preguntas sobre asuntos que no se relacionaran con la crianza de sus hijos y los problemas domésticos. Pero Edhadeya, en cambio… Monush la imaginaba hablando con desenvoltura en el consejo. Nadie se atrevería a silenciarla una vez que obtuviera el derecho de hablar. Estaba claro que jamás debía sugerir esta idea a Motiak; amaba tanto a Edhadeya que quizá le otorgara el privilegio de hablar, y eso sería el fin de la dignidad para el consejo del rey. No soy tan humilde como este Khideo, pensó Monush.

—Ahora debemos saber —dijo Khideo— si Monush conoce otro camino de regreso a Darakemba que no pase por el corazón de la tierra de Nafai.

Monush habló de inmediato.

—Motiak y yo consultamos todos los mapas antes de mi partida. No tuvimos más opción que venir por la margen del Tsidorek, porque era la ruta que cogió vuestro gran rey Zenifab cuando partieron vuestros antepasados. Pero en cuanto al regreso, si conocéis el camino hacia el río Mebberek…

—Se llama Mebbereg por estos lares —dijo un anciano—, siempre que hablemos del mismo río.

—¿Tiene un afluente con una fuente pura? —preguntó Monush.

—El mayor afluente del Mebbereg es el Ureg. Nace en un lago llamado Uprod, que es una fuente pura —manifestó el anciano.

—Ése es —señaló Monush—. Encima del Uprod hay un antiguo paso que conduce a las tierras del norte. Creo que podré encontrarlo, si la comarca no ha cambiado demasiado desde que trazamos nuestros mapas. Empieza cerca de un recodo del Padurek, que es el gran afluente de fuente pura del Tsidorek. Apenas salgamos de ese paso, estaremos en tierras gobernadas por Motiak.

Khideo asintió.

—Entonces nos iremos por detrás de la ciudad, por el lado contrario al río. Y sólo necesitaremos dar cerveza a los guardias elemaki que están apostados en la ciudad. Los guardias que hay río abajo y río arriba no nos oirán, ni tampoco los que están en la otra margen. Y cuando los centinelas descubran que nos hemos marchado, no se atreverán a presentarse ante su rey para dar parte, porque saben que los ejecutarían por su descuido. Así que ellos también huirán al bosque y se convertirán en forajidos vagabundos, y pasarán muchos días antes de que el rey elemaki se entere de lo que hemos hecho. Éste es mi plan, oh rey, y ahora te devuelvo la voz.

—Recibo mi voz —dijo Ilihiak—. Y declaro que en verdad fue mi voz, y Khideo es ahora mis manos y mis pies para conducir esta nación hacia su libertad. Él fijará el día, y todos le obedeceremos como si fuera rey hasta que estemos en las márgenes del Mebbereg.

Los hombres del consejo se arrodillaron y apoyaron las palmas en el suelo, ofreciendo su lealtad a Khideo. Monush lo saludó con un gesto de la cabeza, como convenía a la dignidad del emisario de Motiak. Khideo enarcó las cejas, pero Monush no modificó su expresión benévola. Al cabo de un instante, Khideo optó por conformarse con el cabeceo de Monush; alzó las manos para liberar a los demás y se arrodilló ante el rey, poniendo el rostro entre las rodillas del rey y las manos sobre los pies del rey.

—Todo lo que haga en tu nombre te traerá honra, oh rey, hasta el día en que te devuelva las manos y los pies.

Era interesante, pensó Monush, que aquellos ritos hubieran surgido tan pronto, al cabo de sólo tres generaciones de distancia de Darakemba. Luego cayó en la cuenta de que los ritos podían ser mucho más antiguos, aprendidos de los elemaki durante los años de permanencia de los zenifi en aquel lugar. Era irónico que los zenifi se hubieran ido para ser los nafari más puros y hubieran terminado por adoptar costumbres elemaki.

Ilihiak apoyó las manos sobre la cabeza de Khideo. Al parecer así terminaba el ritual, y Khideo se levantó y regresó a su asiento. Ilihiak sonrió.

—Obrad con coraje, amigos míos, pues se aproxima el momento en que el Guardián nos liberará.

Al anochecer, para asombro de Monush, todo el pueblo estaba al tanto. Habían reunido los rebaños necesarios y los guardias apostados en la ciudad estaban ebrios como cubas. Horas antes del alba, bajo un brillante claro de luna, la gente abandonó la ciudad con asombrosa celeridad, frente a los cavadores adormecidos, y se internó en el bosque. Khideo y sus exploradores eran guías excelentes, y al cabo de tres días llegaron a las márgenes del Mebbereg. Desde allí, Ilihiak, nuevamente monarca de los zenifi, usó los servicios de Monush como explorador y guía, pero Monush no pidió, ni Ilihiak ofreció, la clase de autoridad que se le había conferido a Khideo. Cuando vea a Motiak, pensó Monush, le contaré que conviene tratar con respeto a esta gente, pues aun en su pequeño y oprimido reino encontraron a unos cuantos que son dignos de la autoridad y saben usarla.

En medio de las mujeres, Edhadeya miraba a los zenifi que cruzaban el río y salían como personas nuevas. Notó que se alejaban de la gente del cielo que observaba, y la entristeció comprobar que conservaban sus prejuicios a pesar de haberse purificado en las aguas del Tsidorek. Podemos lavar a la gente en las aguas, pensó, pero nunca podemos lavar de su corazón aquello que les han inculcado sus padres.

No esperaba un cambio real en aquellas personas, claro. Sabía que los rituales estaban destinados a señalar el camino, que no lograban nada por sí mismos. Eran un hito en la vida de la gente, constituían un recuerdo público. Algún día los hijos o nietos de los zenifi dirían: El día en que nuestros antepasados cruzaron las aguas emergieron como un pueblo nuevo, y desde ese día recibimos a los ángeles como hermanos, hijos como nosotros del Guardián de la Tierra. Pero la verdad sería muy diferente, pues lo más probable era que los hijos o nietos fueran los primeros en admitir la hermandad de ángeles y humanos. Pero sus padres no negarían todo lo que creían sus hijos: el ritual era el hito, y al cabo se convertiría en la verdad, aunque hubiera comenzado de manera muy distinta.