—Bromeábamos —respondió Edhadeya.
—No es bueno que los criados se tomen tantas confianzas, sean cavadores o no.
—Eso me permite apreciar que tengo una amiga inteligente en el mundo —dijo Edhadeya—. Aunque quizás al rey no le parece bien.
—No seas atrevida, Edhadeya. Yo no he creado las reglas, sino que las heredé.
—Y no has hecho nada para cambiarlas.
—Envié un ejército cuando contaste tu sueño.
—Dieciséis hombres. Y los enviaste porque Mon dijo que era un sueño verdadero.
—Vaya, ¿me condenas porque el Guardián te dio un testigo para respaldar tu afirmación?
—Padre, nunca te condenaré. Pero Akmaro y su familia deben venir aquí. ¿No lo entiendes? Las cosas que enseña Akmaro… la igualdad entre hombres y mujeres, que una familia debe regocijarse por el nacimiento de una hija tanto como por el de un hijo varón…
—¿Cómo sabes lo que enseña? —preguntó Padre.
—Los vi, ¿verdad? —dijo Edhadeya desafiante—. Y apuesto a que el nombre de la hija es Luet, y que el hijo tiene el mismo nombre que su padre. Salvo por el honorífico, claro.
Motiak frunció el ceño, y al verlo, ella supo que estaba en lo cierto, que había acertado los nombres.
—¿Estás usando el don del Guardián para jactarte? —dijo Padre con severidad—. ¿Para obligarme a hacer tu voluntad?
—Padre, ¿por qué tienes que decirlo de ese modo? ¿Por qué no puedes decir que es maravilloso que el Guardián me diga tantas cosas? ¿Que es maravilloso que el Guardián esté vivo en mí?
—Maravilloso. Y engorroso. Khideo está furioso. Se siente humillado porque he consentido que una niña hablara con tanto atrevimiento en su presencia.
—Pobre hombre. Que vuelva con los elemaki.
—Es un auténtico héroe, Edhadeya, un hombre de mucho honor, y alguien a quien no quiero tener como enemigo.
—También está cargado de prejuicios, y lo sabes. Tendrás que lograr que esa gente se establezca en un sitio apartado o habrá problemas.
—Lo sé. Ellos también lo saben. Hay tierras en el valle del Jatvarek, después del límite del Gornaya pero antes de la selva. Allí no viven ángeles, porque los jaguares y otros felinos merodean por allí durante la estación de las lluvias. Así que serán apropiadas.
—A donde vayan los humanos, los ángeles vivirán sin problemas —dijo Edhadeya. Lo provocaba citándole su propia ley, pero él no mordió el anzuelo.
—Un buen rey puede tolerar diferencias razonables entre sus súbditos. A la gente del cielo no le cuesta nada tratar de no establecerse entre los zenifi, mientras los zenifi les den salvoconducto y respeten su derecho al comercio. Dentro de unas cuantas generaciones…
—Lo sé. Sé que es una sabia elección.
—Pero estás de ánimo para discutir conmigo acerca de todo.
—Porque creo que nada de esto tiene relación con la gente que vi en mi sueño. ¿Qué hay de ellos, padre?
—No puedo enviar otra partida en busca de Akmaro.
—No quieres, mejor dicho.
—No quiero, pues. Pero por buenos motivos.
—Porque quien te lo pide es una mujer.
—Todavía no eres una mujer. En este momento la empresa que acabamos de concluir se considera un gran éxito. Pero si envío otro ejército, parecerá que el primer intento fue un fracaso.
—Y lo fue.
—De ninguna manera —dijo Motiak—. ¿Crees ser la única que oye la voz del Guardián? Edhadeya jadeó y se ruborizó.
—¡Oh, Padre! ¿El Guardián te ha enviado un sueño?
—Tengo el índice del Alma Suprema, Dedaya. Lo estaba consultando por otra razón, pero cuando lo sostenía en mis manos, oí una voz que me hablaba claramente. Déjame llevar a Akmaro a casa, dijo la voz.
—¡Oh, Padre! ¡El índice todavía está vivo, después de tantos años!
—No creo que tenga más vida que una piedra —dijo Motiak—. Pero el Guardián está vivo.
—El Alma Suprema, querrás decir —dijo Edhadeya—. Es el índice del Alma Suprema.
—Sé que los antiguos documentos distinguen entre ambos, pero nunca lo he comprendido del todo.
—¿Conque el Guardián traerá a Chebeya y su familia a Darakemba? ¿Crees que ella lo hará?
Motiak entornó los ojos, fingiendo que se enfadaba.
—¿Crees que no me doy cuenta de lo que haces?
—¿Qué hago? —preguntó Edhadeya, toda inocencia.
—No dices «Akmaro y su gente…» no, dices «Chebeya y su familia».
Edhadeya se encogió de hombros.
—¡Y esa insistencia de las mujeres en llamar «ella» al Guardián! Sabes que los sacerdotes siempre me fastidian, insistiendo en que prohíba eso, al menos frente a los hombres. Yo siempre les digo que cuando los antiguos documentos nos dejen de mostrar a Luet, Rasa, Chveya y Hushidh hablando del Alma Suprema y el Guardián como «ella», entonces prohibiré a las mujeres hacer lo que hacían los antiguos. Con eso se callan… aunque apuesto a que muchos ponen en duda mi seriedad, y se preguntan si podrán alterar los antiguos documentos sin que yo lo note.
—¡No se atreverían!
—En efecto, no se atreverían —convino Motiak.
—Y podrías preguntar a esos sacerdotes en qué croquis anatómico el Guardián aparece con una…
—Mide tus palabras. Soy tu padre, y soy el rey. Hay cierta dignidad en ambas funciones. Y no estoy dispuesto a convencer a los sacerdotes de que me he puesto contra la vieja religión.
—Un hatajo de viejos…
—Hay cosas que yo no debo oír, como jefe del culto de los hombres.
—Culto de los hombres, en efecto —murmuró Edhadeya.
—¿Qué has dicho? —preguntó Motiak.
—Nada.
—¿Culto de los hombres, dices? ¿A qué…? Ah, entiendo. Bien. Piensa lo que quieras. Sólo recuerda que no siempre seré rey, y no puedes saber si mi sucesor será tan tolerante con tus subversivos ataques contra la religión de los hombres. Me conformo con permitir que las mujeres adoren a su gusto, y lo mismo hizo mi padre, y el padre de mi padre. Pero siempre hay afán de cambiar las cosas, de impedir las herejías de las mujeres. Toda esposa que golpea a su esposo o lo reprende en público se toma como otra prueba de que las mujeres se vuelven irrespetuosas y destructivas cuando se les permite que tengan su propia religión.
—¿Qué diferencia hay entre guardar silencio porque los sacerdotes nos obligan o porque temes que ellos puedan obligarnos?
—Si no ves la diferencia, no eres tan brillante como pensaba.
—¿De veras crees que soy inteligente, Padre?
—¿Qué? ¿Estás buscando más elogios de los que ya te he brindado?
—Sólo quiero creerte.
—Empiezas a hartarme si ahora piensas dudar de mi palabra.
El rey se levantó y se dirigió hacia la puerta.
—¡No dudo de tu franqueza, Padre! —exclamó Edhadeya—. Sé que crees que soy inteligente. Pero creo que en el fondo siempre tienes otra pequeña frase: «Es inteligente, para ser mujer. Es sabia, para ser mujer.»
—Te aseguro que la frase «para ser mujer» nunca acude a mi mente cuando a ti me refiero. Pero la frase «para ser una chiquilla» sí… y con frecuencia.
Edhadeya se sintió como si él la hubiera abofeteado.
—Pues pensaba hacerlo —dijo Padre.
Edhadeya comprendió que había expresado lo que sentía en voz alta.
—Respeto tu inteligencia —dijo Padre—, pero creo que una bofetada verbal es más aleccionadora que una física. Ahora confía en que el Guardián traiga a Akmaro… sí, y Chebeya… a Darakemba. Entretanto, no esperes que cambie las tradiciones. Un rey no puede ir más deprisa y más lejos de lo que su pueblo le permite.
—¿Y si el pueblo insiste en actuar de forma equivocada?
—preguntó Edhadeya.
—¿Qué, estoy en el aula, y mis preceptores me acribillan con preguntas hipotéticas?