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—Y ayúdales a liberar a todas las mujeres de su cautiverio. Las mujeres del cielo, las mujeres del suelo y las mujeres medias.

Uss-Uss cloqueó, repitió la frase.

—Y piensa —dijo—. Algún día te casarás con un potentado de segunda, y yo habré muerto, y tú recordarás este día y te preguntarás quién era más esclava, si tú o yo.

Llevó a Edhadeya a la cama, donde Edhadeya se durmió profundamente y tuvo sueños descabellados sobre mujeres muertas de piel llameante a quienes nadie se había acordado de sepultar.

—Si no creyera que todo esto puede ser un error, me parecería gracioso —dijo el Alma Suprema.

—No tienes sentido del humor —dijo Shedemei—, y si pensaras que es un error no lo habrías hecho.

—Puedo tomar una decisión aunque dude en un ochenta por ciento de su resultado —dijo el Alma Suprema—. Es parte de mi programación; eso impide que vacile hasta el punto de la inacción.

—Creo que enviarle el mensaje a Motiak por medio del índice fue buena idea —dijo Shedemei—. Les impedirá enviar otra expedición. Obligará al Guardián a actuar.

—Para ti es fácil decidir, Shedemei. Tú no sientes compasión por ellos.

Shedemei sintió que aquellas palabras le desgarraban el corazón.

—¿Una máquina me dice que no tengo compasión?

—Yo tengo una especie de compasión virtual —dijo el Alma Suprema—. Tengo en cuenta el sufrimiento humano, aunque no el sufrimiento de los individuos, por lo general. Akmaro y Chebeya pertenecen a un grupo numeroso y, sí, siento compasión por ellos. Pero tú tienes la aptitud humana normal para deshumanizar a la gente a voluntad, sobre todo a los extraños, especialmente en grupos numerosos.

—Estás diciendo que soy un monstruo.

—Estoy diciendo que los humanos suelen sentir compasión por quienes consideran parte de sí mismos. Tú no conoces a esas personas, así que puedes usarlas como carnada para el Guardián de la Tierra. Sin embargo, si sólo torturasen a una persona, no lo harías, porque entonces, por empatía, no soportarías sus padecimientos.

Shedemei estaba tan agitada que se marchó de la biblioteca y fue a cuidar sus retoños en la sala de gran altitud, donde trataba de obtener una legumbre rica en proteínas que se pudiera cultivar en los valles de montaña más altos del Gornaya. Lo que había dicho el Alma Suprema era cruel, pero tenía sentido. A medida que los primates evolucionaban hacia una comunidad de supervivencia cooperativa, primero desarrollaban empatía por sus propios hijos, luego por los hijos de otros, luego por los padres adultos de esos hijos, pero la empatía se debilitaba a medida que se ensanchaba el círculo.

Al fin, los humanos tenían que desarrollar algo que no poseían otros primates: una identidad grupal tan poderosa como para absorber al menos una parte de la identidad individual. Los humanos no podían tener esta profunda y abnegada lealtad a más de una o dos comunidades al mismo tiempo. Así las comunidades estaban inevitablemente en conflicto, compitiendo por la lealtad de sus miembros. La tribu tenía que desbaratar la solidaridad familiar, la religión tenía que competir con la nación. Pero una vez que una comunidad obtenía esa lealtad, los miembros más fervientes morían gustosamente por ella. No por los demás individuos directamente, sino por los intereses generales del grupo, porque en la mente humana ese grupo era el yo, y el individuo podía considerarse como una mera iteración del diseño del todo. Los humanos, para elevarse por encima de los animales, habían aprendido a convertirse en órganos o miembros —incluso uñas y cabellos desechables— de un metafórico organismo mayor.

El Alma Suprema tiene razón. Si yo conociera a Chebeya y a los suyos como individuos, aun sin más criterio moral que un mandril, procuraría protegerlos. O si me considerase parte de ellos. Sometería mis intereses a las necesidades del grupo, y no soñaría con obligarlos a funcionar como carnada en un intento de servir al Guardián de la Tierra.

El Alma Suprema, en cambio, estaba concebida para satisfacer las necesidades de la humanidad en general. Los poderes que poseía eran tremendos, y sus programadores tenían que incorporarle un cierto grado de compasión. Pero era una compasión intelectual, una compasión histórica: cuanta más gente sufría, más prioritario era aplacar su dolor. El Alma Suprema podía pasar por alto los accidentes individuales, las muertes causadas por el curso normal de una enfermedad que asolaba una región, pero temía y procuraba evitar el sufrimiento grupal que se originaba en las guerras, sequías, inundaciones y epidemias. En esos casos, el Alma Suprema podía actuar, guiando a los individuos hacia actos que ayudaran a toda la población afectada, no para salvar vidas individuales, sino para reducir la escala del sufrimiento.

Pero a ninguna, pensó Shedemei, afectan los sufrimientos del pueblo de Chebeya. No i son suficientes para obligar al Alma Suprema a intervenir en su favor, aunque sí suficientes para incomodarla. Y yo, aislada en los confines de la atmósfera, no formo parte de ellos. Toda mi gente se ha ido, mi comunidad ha muerto. Como dicen las mujeres cavadoras, soy la Insepulta. Ésta es la única diferencia entre los difuntos y yo, pues una persona que no tiene una comunidad viviente está muerta. ¿No lo he visto en los ancianos? Han perdido a su cónyuge, sus amigos, su familia, salvo los descendientes más jóvenes, que apenas se acuerdan del viejo… y a quienes molesta descubrir que sigue con vida. ¿He llegado a ese punto?

Todavía no, pensó, moviendo los dedos para extraer un brote que debía trasplantar a una bandeja más grande. Mis plantas se han convertido en mi gente. Mis pequeños animales, que siguen generación tras generación mientras yo practico mis jueguecitos genéticos. Ellos son parte de mí misma.

¿Esto es bueno o malo? El Alma Suprema necesita recibir consejos del Guardián de la Tierra para aliviar el sufrimiento de la gente de Armonía. Para lograrlo, debemos inmiscuirnos en los planes del Guardián. El Guardián quiere rescatar a Chebeya y Akmaro, así que le dificultamos las cosas. No es un plan irracional. A fin de cuentas, será para beneficio de los millones de habitantes de Armonía.

Pero lo estamos haciendo a ciegas. No sabemos qué intenta lograr el Guardián. ¿Por qué trata de salvar a los akmari? Tal vez deberíamos haber tratado de entender sus propósitos antes de comenzar a ponerle obstáculos.

¿Pero cómo podemos comprender sus propósitos si no nos habla? Es un círculo vicioso.

(Sí, lo es.)

—No me hables mentalmente —le dijo al Alma Suprema—. Odio eso.

(Si no vas a donde yo tengo una voz cómoda, usaré una voz incómoda.)

—Yo no hablaba contigo, sólo pensaba. (Si no quieres que te oiga, no pienses.)

—Qué ocurrente —resopló Shedemei. (Pensemos qué motivos puede tener el Guardián para salvar al pueblo de Akma y Chebeya.)

—De paso, ¿por qué no pensar también en quién o qué es el Guardián de la Tierra?

(¿Crees que no he investigado esa cuestión? Te digo que es algo que se me oculta, o que jamás se incluyó en mi memoria, o que la gente que me construyó ignoraba.)

—Si no podemos encontrar al Guardián usando datos físicos ni archivos de memoria, tal vez debamos estudiar qué desea y qué hace, y buscar el mecanismo que le permite hacerlo, o la entidad que pueda beneficiarse con esos actos.

(¿Entonces crees que los motivos del Guardián pueden ser egoístas?)

—En absoluto. Tampoco yo me beneficiaré con la expansión del hábitat que lograrán estas legumbres, si llegan a ser nutritivas en un ámbito donde el oxígeno escasea, la temporada de cultivo es breve y las capas de suelo son delgadas. Pero alguien se beneficiará de ello. En consecuencia, si un extraño que no tuviera modo de descubrirme directamente quisiera saber algo sobre mí, podría partir del dato de que me interesa mejorar la capacidad de humanos, cavadores y ángeles para asentarse en nuevos hábitats con una nutrición mejorada. Incluso podría deducir que tengo un cuerpo que me permite identificarme con estas criaturas. Cuando menos, mis actos le permitirían deducir que para mí es importante protegerlas.