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(¿Pero alguno de esos razonamientos lo instaría a mirar el cielo?)

—Ni idea —dijo fatigosamente Shedemei—. Pero sé que si alguien quisiera llamar mi atención, sólo tendría que pisotear mis jardines en la Tierra. Entonces repararía en él.

(Conque eso hacemos. Pisotear los jardines del Guardián de la Tierra.)

—Espero que no seamos tan destructivas.

(Sí, y eso deben de esperar Chebeya y Akmaro y su gente.)

—Si sigues fastidiándome así, terminarás por interesarme tanto en ellos que dejaré de preocuparme por la gente de Armonía. ¿Eso es lo que quieres?

(No.)

—Basílica fue destruida hace medio milenio. Toda mi gente ha muerto. Mi país natal es irrecuperable. Todo lo que consideraba parte de mí ha muerto, salvo mis jardines. ¿De veras quieres que me convierta en parte de Akmaro y Chebeya, que comience a sentir por ellos lo que sentí por Rasa y su casa, por mis amigas, por mi esposo y mis hijos? (No.)

—Entonces déjame en paz.

(No puedo. Eres la capitana. Mi programa me exige mantener tu salud.)

—¡Salud! ¿Qué tiene que ver todo esto con la salud?

(No es bueno que estés sola.)

Shedemei se estremeció. No quería que el Alma Suprema se inmiscuyera de esa manera. Se encontraba bien a solas. Zdorab había muerto, sus hijos habían muerto, y ella estaba bien. Tenía trabajo que hacer, no necesitaba distracciones. ¡Al cuerno con la salud!

Akma se sentó en la cima de la colina, agotado tras un día de trabajo, pero tan furioso que no podía acostarse a descansar. Y si se acostaba no podría ver a su padre predicando, con los ruines hijos de Pabulog sentados en primera fila. Después de todo lo que le habían hecho, Padre les permitía ocupar aquel sitio de honor. Claro que Padre y Madre insistieron en que él se sentara en el centro de la primera fila, donde se sentaba siempre. Pero estar al lado del embustero Didul, del arrogante Pabul, del brutal Udad, del patético y rastrero Muwu… Padre tenía que saber que no podía soportar esa vergüenza.

Así que ahí estaba, sentado en la cima de la colina mirando las fogatas de los guardias cavadores, ahora presentes en la reunión de la gente de Akma. Ya no puedo distinguir entre amigos y enemigos. Los cavadores sólo hirieron mi cuerpo, pero los pabulogi han herido mi orgullo, y mi propio padre me ha dicho que no soy nada para él, nada comparado con los hijos de su enemigo.

Tus enemigos eran mis enemigos, Padre. Por ti, por lealtad a ti, soporté lo que me hacían y lo hice con orgullo, porque era por ti. Y luego recibes a mis verdugos y les hablas como si también fueran hijos tuyos. Incluso los llamas hijos. ¡Te atreviste a llamar así a ese hipócrita engendro del recto de una mofeta! ¡«Diduldis»! ¡Hijo bienamado! ¿Hijo de quién? Hijo del hombre que trató de matarte, Padre, que te desterró. Hijo del hombre que por ti he odiado. Y ahora le has dado un nombre que jamás debiste darle a nadie salvo a mí. Yo soy Akmadis, pero no si él recibe el nombre Diduldis de tus labios. Si él es tu hijo, yo no lo soy.

De nuevo, como tantas otras veces, las lágrimas acudieron a los ojos de Akma. Pero las combatió. Estaba cultivando el arte de ocultar sus sentimientos, aunque su solitario distancia-miento evidenciaba claramente que estaba disconforme con algo.

Madre subía por la colina. ¿Aún no desistía?

Oh, sí, había desistido. Luet la acompañaba; Madre se detuvo y Luet siguió adelante. Naturalmente. Padre no puede hacer nada con el díscolo Akma, y Madre no consigue llegar a él. Así que mandemos a la pequeña Luet, a ver qué logra ella.

—¡Kmada! —exclamó ella, cuando estuvo cerca.

—¿Por qué no vas a escuchar a Padre? —dijo Akma con frialdad. Pero el titubeo que vio en los ojos de su hermana lo calmó. ¿Qué sabía ella de esos asuntos? Ella era inocente, y no quería ser injusto—. Ven aquí, Lutya, Ludayet.

—Oh, Kmada, ese nombre es muy feo.

—Yo encuentro que Ludayet es bonito.

—Pero Lutya es el nombre del Héroe.

—De la esposa del Héroe —dijo Akma.

—Padre dice que las mujeres de los antiguos eran tan Héroes como los hombres.

—Sí, bien, es la opinión de Padre. Padre cree que los cavadores son personas.

—Y lo son. Porque tienen un idioma. Y hay cavadores buenos y cavadores malos.

—Sí, lo sé. Porque la mayoría de los cavadores están muertos. Ésos son los buenos.

—¿Estás tan enfadado conmigo como con Padre?

—Nunca estoy enfadado contigo.

—¿Entonces por qué me haces sentar con ese puerco de niño?

Akma rió por el tratamiento que daba a Muwu.

—No ha sido idea mía.

—Es idea tuya venir aquí arriba y dejarme sola.

—Luet, te quiero. Pero no me sentaré con los hijos de Pabulog, incluido Muwu. Luet asintió gravemente.

—De acuerdo. Eso dijo Padre. Dijo que no estabas preparado.

—¡Preparado! Nunca estaré preparado.

—Así que Madre dijo que yo podía venir aquí a aprender de ti.

Disimuladamente, cogido por sorpresa, Akma miró a su madre, que estaba al pie de la colina, observándolos. Debía de haber intuido o adivinado el giro que tomaba la conversación, pues cabeceó y echó a andar hacia el grupo que escuchaba las prédicas de Akmaro.

—Yo no soy un maestro —dijo Akma.

—Sabes más que yo —dijo Luet.

Akma conocía la intención de Madre. Y debía de actuar con el consentimiento de Padre, así que aquello también era obra de él. Si Akma no quiere participar escuchando al gran maestro Akmaro —¿o sería mejor llamarlo Akmadi el traidor, como lo llamaba Pabulog?— le haremos participar enseñando a Luet. No se atreverá a tratarla mal, y no tendrá la deshonestidad de enseñarle falsedades ni de dar salida a su furia contra su padre.

Si le enseñara a Luet que Padre me traicionó, que nos ha traicionado continuamente, se lo tendrían merecido. Padre decide creer en ese chiflado de Binadi y termina por obligarnos a huir de la ciudad, a vivir en el desierto. Y luego, mientras nos azotan los cavadores y nos atormentan los malvados hijos de Pabulog, Padre nos enseña que el Guardián quiere que consideremos a los cavadores y ángeles como hermanos, que consideremos a las mujeres como nuestras iguales, cuando cualquiera puede ver que las mujeres son más menudas y débiles que los hombres, y que los cavadores y ángeles ni siquiera son de la misma especie. También podríamos decir que somos hermanos de los árboles y tíos de las termitas. También podríamos decir que los gusanos son nuestros padres y los escarabajos nuestros hijos.

Pero no le dijo nada de esto a Luet. Cogió una rama, removió la hierba para tener un trozo de tierra donde escribir, y se puso a escribir palabras y a hacer preguntas. Daría clases a su hermana. Sería mejor que estar solo, ardiendo de rabia. Y no usaría a Luet como arma para atacar a Padre. Ésa era otra cuestión, y la zanjaría en el momento oportuno. Un momento en que Didul no estuviera sentado allí, burlándose de cada palabra de Akma. Un momento en que no tuviera que soportar el olor almizclado que Pabul despedía como un ciervo en celo. Un momento en que él y Padre pudieran mirarse a los ojos y decir la verdad.

No descansaré hasta que Padre admita su deslealtad. Hasta que reconozca que los ama más que a mí, y que está mal que haya cometido el acto antinatural de perdonarlos sin consultarme antes, sin pedirme que lo perdonara a él. ¿Cómo pudo actuar como si perdonarlos fuera lo más natural del mundo? ¿Y qué derecho tenía a perdonarlos, cuando Akma aún no lo había hecho? Akma había soportado los peores tormentos. Todos lo sabían. Y frente a todos, Padre los perdonaba y los llevaba por el agua para hacer de ellos hombres nuevos. Claro que les hizo decir esas estúpidas palabras de disculpa. Lo lamentamos, Akma. Lo lamentamos, Luet. Lo lamentamos, todos. Ya no somos los hombres malvados que hicieron eso. Ahora somos hombres nuevos y creyentes.