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—Me disculpo por eso.

—También deberías disculparte por llamarme «simple humano» —dijo Mon.

—También por eso me disculpo —dijo Bego a regañadientes—. El hecho de que seas un simple humano no significa que seas ajeno al afecto y la lealtad entre hermanos. No es culpa tuya que no puedas comprender los vínculos que nos unen con nuestro otro-yo.

—Ah, Bego, ahora entiendo a qué se refería Husu cuando dijo que eras el único hombre que conocía capaz de insultar más a alguien con sus disculpas que con sus agravios.

—¿Husu dijo eso? —preguntó Bego—. Y yo que creía que no me había comprendido.

—Háblame de ese asunto de estado —dijo Mon—. Dime, ¿con qué propósito vino Ilihiak a ver a Padre? Bego sonrió.

—Sabía que te vencería la curiosidad.

Mon aguardó. Como Bego no continuaba, gruñó de frustración y dio una vuelta corriendo alrededor del pupitre, como un niño cavador que corre alrededor de un árbol antes de trepar a él. Sabía que se ponía en ridículo, pero no soportaba aquellos jueguecitos maliciosos de Bego.

—Oh, siéntate —dijo Bego—. Ilihiak vino para entregar a tu padre veinticuatro planchas de oro.

—Oh —dijo Mon, decepcionado—. Sólo dinero.

—En absoluto. Hay textos escritos en esas planchas. Son veinticuatro planchas con escritos antiguos.

—¿Antiguos? ¿Quieres decir anteriores a los zenifi?

—Tal vez —dijo Bego con una vaga sonrisa—. Quizás anteriores a los nafari.

—¿Así que puede que hubiese un grupo de cavadores o de ángeles que supieran trabajar el metal, que supieran escribir?

Bego hizo ondear las alas con el gesto desdeñoso propio de los ángeles.

—No sé —dijo Bego—. No sé leer esa lengua.

—Pero tú hablas el idioma del cielo, el idioma de la mugre…

—El idioma del suelo —corrigió Bego—. A tu padre no le gusta que usemos esos términos despectivos para referirnos a la gente del suelo.

Mon puso los ojos en blanco.

—Es un idioma repulsivo que ni siquiera puede calificarse de lengua.

—Tu padre gobierna un reino algunos de cuyos ciudadanos son cavadores.

—No muchos. La mayoría son esclavos. Lo son por naturaleza. Aun entre los elemaki, los humanos suelen dominarlos.

—Habitualmente, pero no siempre —dijo Bego—. Y conviene recordar, cuando desprecias a los cavadores, que estos presuntos «esclavos naturales» lograron expulsar a nuestros antepasados de la tierra de Nafai.

Mon a punto estuvo de pasar a otra discusión, acerca de si el bisabuelo Motiab había conducido a su gente a Darakemba voluntariamente o porque corrían el peligro de ser destruidos en su antiguo terruño. Pero comprendió que eso era precisamente lo que buscaba Bego. Así que se armó de paciencia y esperó.

Bego cabeceó.

—Conque no te dejas distraer. Muy bien.

—Tú eres el profesor, tú eres el maestro, tú lo sabes todo, yo soy tu marioneta —salmodió.

Bego ya conocía esta letanía sarcástica.

—Y no lo olvides —le respondió como de costumbre—. Ahora bien, esos documentos fueron hallados por una partida que Ilihiak envió en busca de Darakemba. Los hombres siguieron el Issibek en vez de seguir el Tsidorek, y luego tuvieron la mala suerte de internarse en profundos valles hasta que salieron del Gornaya, muy al norte de aquí, en el desierto.

—Opustoshen —dijo Mon, instintivamente.

—Otro motivo para saber geografía —dijo Bego—. Pero descubrieron un sitio que nosotros desconocemos, ya que está muy al oeste de Bodika y nuestros espías no vuelan hasta allí. ¿Para qué iban a hacerlo? No hay agua… ningún enemigo puede invadirnos desde esos parajes.

—¿Encontraron el libro de oro en el desierto?

—No es un libro. Son hojas sin encuadernar. Pero no era un simple desierto. Fue escenario de una cruenta batalla. Había gran cantidad de esqueletos con armadura, y armas desparramadas a su alrededor. Miles y miles de soldados lucharon y murieron allí.

Bego hizo una pausa, aguardando algo. Mon hizo la asociación.

—Coriantumr —murmuró. Bego asintió dando su aprobación.

—El hombre legendario que vino a Darakemba como el primer humano que la gente del cielo había visto. Nosotros siempre supusimos que era el superviviente de una batalla entre un oscuro grupo de nafari o elemaki, de cuando los humanos se esparcían por el Gornaya. Era una época difícil, y perdimos el rastro de muchos grupos. Cuando la gente del cielo de Darakemba nos contó que él era el último superviviente de una gran guerra entre grandes naciones, pensamos que era una exageración. Lo único que se me grabó en la mollera, al menos, fue la inscripción.

Mon había visto la gran piedra redonda que se exhibía en el mercado de la ciudad. Nadie conocía el significado de la inscripción, y se suponía que era una imitación primitiva de la escritura que los ángeles de Darakemba habían hecho al enterarse de que los humanos podían escribir cosas y antes de que ellos aprendieran a hacerlo.

—¡Cuenta! —exigió Mon—. ¿El idioma de esas planchas es el mismo?

—Los darakembi decían que Coriantumr escribió en la tierra para mostrarles cómo tallar en piedra. Era un trabajo lento, y él murió antes de que lo concluyeran, pero esculpieron primero las palabras en arcilla para no olvidarse, mientras hacían el lento trabajo de tallarlas en la piedra. —Bego bajó del lugar donde se había posado y sacó varias cortezas enceradas de una caja—. He hecho una copia bastante aceptable aquí. ¿Qué te parece?

Mon miró la inscripción redonda, ruedas dentro de ruedas, todas con imágenes extrañas y sinuosas.

—Se parece a la piedra de Coriantumr —dijo.

—No, Mon. Esta es la piedra de Coriantumr. —Bego le entregó otra corteza, y esta vez la imagen tallada en la cera era idéntica a la de la piedra tal como él la recordaba.

—¿Y la otra qué es?

—Una inscripción circular de una de las planchas de oro.

Mon lanzó un chillido de admiración, y notó compungido que ya no podía chillar tan agudo como un ángel. Chillar con la voz grave de un hombre quedaba ridículo.

—Conque la respuesta a tu pregunta es sí, Mon. Ambos idiomas parecen ser el mismo. El problema es que no disponemos de ningún referente conocido para este sistema de escritura. No puede ser descifrado siguiendo ningún patrón que podamos concebir.

—Pero todas las lenguas humanas se basan en la lengua de los nafari, y todos los idiomas del cielo y del suelo se basan en fuentes comunes y…

—Y te repito que no guarda relación con ningún idioma conocido.

Mon reflexionó un instante.

—Entonces… ¿Padre ha usado el índice?

—El índice —dijo Bego— le explica a tu padre que nosotros debemos trabajar un tiempo con las planchas de oro.

Mon frunció el ceño.

—Pero el rey tiene el índice para leer todas las escrituras y comprender todos los idiomas.

—Sin embargo, al parecer el Guardián de la Tierra no quiere traducirnos esto.

—Si el Guardián no quiere que lo leamos, Bego, ¿por qué permitió que los espías de Ilihiak localizaran los documentos?

—No sólo se lo permitió. El Guardián los guió hacia allí por medio de sueños.

—¿Entonces por qué no permite que el índice explique a Padre qué dicen las inscripciones? ¡Qué tontería!

—¡Ah! Que un niño de tu edad juzgue al Guardián y lo considere tonto está muy bien; es excelente. Veo que la humildad es la virtud que más has cultivado.

Mon no quiso dejarse abrumar por el sarcasmo de Bego.

—¿Conque Padre te ha encomendado esta tarea? Bego asintió.

—Alguien tiene que hacerla, porque eso nos dijo el índice que hiciéramos. Tu padre no es un experto en idiomas… siempre ha tenido que depender del índice. Así que el acertijo es mío.