—Estás pensando que tal vez el Guardián no sabía qué decía el documento hasta que ha sido traducido.
—Yo no podría pensar semejante cosa —dijo Bego, y su tono glacial confirmó a Motiak que su conjetura era acertada.
—Tal vez estás pensando que el Alma Suprema, tal como implican los antiguos documentos, es sólo una máquina que realiza operaciones tan complejas que parece un sutil pensamiento viviente. O piensas quizá que el Alma Suprema sintió curiosidad por lo que decían estos documentos, pero no pudo descifrar el idioma hasta que la intuición de Mon y tu arduo trabajo se combinaron para darle los elementos necesarios. Tal vez estás pensando que nada de esto nos exige creer en el Guardián de la Tierra, sólo en la antigua maquinaria del Alma Suprema.
Bego sonrió sombríamente.
—No has leído esto en mis pensamientos, Motiak. Lo has descubierto porque tú mismo lo piensas.
—Así es —dijo Motiak—. Pero he recordado otra cosa. Los Héroes que conocieron íntimamente al Alma Suprema creían en el Guardián de la Tierra. Y de todos modos, Bego, ¿cómo explicas la capacidad de Mon para intuir la verdad? ¿Cómo explicas los sueños de Edhadeya?
—No tengo que creer en el Guardián de la Tierra para creer en la gran capacidad intuitiva de tus hijos. Motiak lo miró gravemente.
—Fíjate con quién comentas tales ideas.
—Sé que existen leyes concernientes a la herejía y la tradición. Pero si lo piensas, Motiak, dichas leyes no habrían sido necesarias de no haber tenido la gente estos pensamientos y haberlos expresado en voz alta.
—No debemos preguntarnos si existe el Guardián de la Tierra. Debemos preguntarnos qué trataba de lograr el Guardián de la Tierra al traer a mis antepasados a este mundo y ponerlos en medio de tu pueblo y el pueblo del suelo. ¿Qué trata de construir el Guardián, cómo podemos ayudar?
—Yo prefiero pensar en lo que intenta hacer mi rey, y en cómo puedo ayudarle a él.
Motiak cabeceó, entornando los ojos.
—Si no puedo ser tu hermano en nuestra creencia en el Guardián, tendré que conformarme con tu lealtad de súbdito.
—En eso puedes confiar plenamente —dijo Bego.
—Lo sé.
—Te ruego que no me impidas ser el maestro de tus hijos. Motiak cerró los ojos.
—Estoy agotado, Bego. Necesito dormir para pensar mejor en estas cosas. Al marcharte, por favor, pide a los criados que vengan y se lleven a mis hijos a la cama.
—No será necesario —dijo Bego—. Ambos están despiertos.
Motiak miró a Mon y Edhadeya, que seguían con la cabeza apoyada en el brazo y no se habían movido; pero ahora, tímidamente, ambos la irguieron.
—No quería interrumpir —dijo Mon.
—No, ya me lo imagino —respondió Motiak con sorna—. Bien, podemos ahorrar a los criados la pesada faena de llevaros. A la cama, ambos. Os habéis ganado el derecho de presenciar la traducción, pero no de escuchar una conversación privada con mi amigo.
—Perdóname —susurró Edhadeya.
—¿Perdonarte? —dijo Motiak—. Ya te he perdonado. Ahora ve a la cama.
Ambos siguieron a Bego en silencio.
Motiak se quedó a solas en la biblioteca, acariciando las planchas de oro, el índice.
Al cabo de un rato, apareció el jefe de copistas para llevarse las cortezas enceradas sobre las que Bego había escrito.
Motiak envolvió el índice y, cuando el copista se marchó, llevó el índice y las planchas de oro a la cámara del tesoro más recóndita, en el vientre de la casa.
Mientras caminaba, le habló al Guardián mentalmente, haciendo preguntas, implorando respuestas, pero al fin pidiendo sólo esto: Ayúdame. Mis sacerdotes responderán como de costumbre, interpretando los viejos textos de la misma manera que decidieron hacer sus predecesores. Esta nueva historia ni siquiera los despertará de su sueño intelectual. Ellos creen comprenderlo todo, pero ahora veo que no entienden nada. Dame una guía, alguien que pueda compartir este peso conmigo, alguien a quien pueda contar mis miedos y preocupaciones, que pueda ayudarme a saber qué deseas de mí.
Entonces, de pie en la puerta de la cámara del tesoro, mientras los diez guardias alineados en la entrada lo miraban intensamente, Motiak tuvo una repentina visión. Tan claramente como si lo tuviera delante, Motiak vio al hombre que Edhadeya había visto en sueños: Akmaro, el sacerdote rebelde de Nuab.
La visión se esfumó tan pronto como había venido.
—¿Te encuentras bien? —preguntó el guardia que tenía más cerca.
—Sí —respondió Motiak. Se alejó, subiendo la escalera hacia sus aposentos.
Nunca había tenido una visión de Akmaro, pero sabía que el hombre que había visto por un instante era él. Sin duda el Guardián le había mostrado aquel rostro porque quería decirle que Akmaro era el amigo que Motiak pedía. Y si Akmaro era ese amigo, el Guardián debía planear llevarlo a Darakemba.
Mientras iba hacia su dormitorio, pasó frente a la habitación de Dudagu. Normalmente ella dormía a aquellas horas de la mañana, pero se acercó a la puerta cuando él pasó.
—¿Dónde has estado toda la noche, Tidaka?
—Trabajando. Que no me despierten hasta el mediodía.
—¿Qué? ¿Debo buscar a todos los sirvientes y decirles cuál es tu horario? ¿En qué te he ofendido para que de repente me trates como a una vulgar…?
La voz se apagó cuando el rey corrió la cortina de la puerta que conducía a su cámara.
—Envíame un amigo y consejero, Guardián —susurró Motiak—. Si soy tu digno servidor, envíame a Akmaro.
Motiak se durmió al instante, se durmió y no soñó.
De camino hacia los dormitorios de la casa del rey, Mon y Edhadeya hablaban. Mejor dicho, al principio hablaba Mon.
—El índice ha hecho la traducción, ¿no? Padre sólo repetía lo que aparecía delante de él. Bego sólo escribía lo que decía Padre. Así pues, ¿quién es la máquina?
Edhadeya murmuró soñolienta:
—El índice es la máquina.
—Eso nos dicen. Pero antes de esta noche, Bego ha estado estudiando el idioma de las veinticuatro planchas. Luego ha probado sus conclusiones conmigo como si repasara la tabla de multiplicar. ¿Esto es correcto, Mon? ¿Sí o no, Mon? Yo sólo podía decir sí o no. Ni siquiera tenía que entenderlo. Sí. No. Sí, no. ¿Quién es la máquina?
—Una máquina que dice tonterías en vez de dejarte dormir —dijo Edhadeya—. Todos querrán una.
Pero Mon no le escuchaba. Ya seguía otra dirección. Se sabía disconforme con algo de lo sucedido aquella noche. Si se preguntaba varias veces qué era, acabaría por dar con ello.
—Dedaya, ¿tú quieres tus sueños? ¿Los verdaderos? ¿No preferirías no tenerlos?
A su pesar, Edhadeya se despejó un poco. Nunca se le había ocurrido cuestionar su don.
—Si yo no hubiera soñado, Mon, no sabríamos qué había en el libro.
—Aún no lo sabemos. Nos quedamos dormidos. Totalmente despejada, Edhadeya continuó:
—Y no quisiera que otra persona hubiera tenido el sueño. Yo lo quería. Estoy contenta de él. Me hace formar parte de algo importante.
—¿Parte de algo? ¿Un pedazo de algo? Yo quiero ser entero, ser yo mismo. No quiero ser parte de nada que no sea yo.
—Qué tontería, Mon. Te has pasado la vida deseando ser otra cosa. ¿De repente quieres ser tú?
—Ojalá fuera mejor de lo que soy, sí. Ojalá pudiera volar, sí.
Edhadeya estaba acostumbrada a esto. Los varones siempre discutían como si la lógica estuviera de su parte, aunque se comportaran de un modo totalmente irracional. Incluso cuando su «lógica» iba contra la evidencia.
—Deseas tomar parte en los juegos, en las danzas aéreas de los jóvenes ángeles. Ser uno de ellos. Y ser parte de esa canción nocturna. No puedes hacer nada de eso por tu cuenta, tú solo.