Udad rió.
—Si Akmaro se lleva tan bien con el Guardián de la Tierra, tal vez logre que ese viejo e invisible transmisor de sueños obre un milagro y convierta esos trozos en un niño. Otros dioses hacen milagros continuamente, ¿por qué no el Guardián?
Pabul ni siquiera se volvió hacia Udad. Era como si su hermano no existiera.
—¿No vas a rogar por tu vida? —murmuró—. ¿O al menos por tus dedos?
—Pídele que niegue por su pequeño grifo —sugirió Muwu.
Akma no respondió. Seguía pensando en la pesadumbre de sus padres, en el terror que debían de sentir, preguntándose adonde lo había llevado aquel niño. Su madre había intentado advertírselo enviando a Luet. Pero Didul era tan bello, tan afable, tan encantador… y ahora el precio que pagaba era esa manaza en la garganta. Bien, Akma podía soportarla en silencio. Hasta el rey gritó cuando lo torturaron, pero Akma aguantaría todo lo posible.
—Creo que ahora debes aceptar la invitación de mi hermano —dijo Pabul—. Come.
—No con vosotros —jadeó Akma.
—Es estúpido —dijo Pabul—. Tendremos que ayudarlo. Traedme comida, muchachos. Mucha comida. Tiene mucha, mucha hambre.
Pabul le obligó a abrir la boca y los otros lo atiborraron de comida, sin que Akma atinara a masticarla y tragarla. Cuando vieron que estaba respirando por la nariz, le metieron migajas en las fosas nasales, para que tuviera que respirar por la boca y se atragantara con la comida que le bajaba por el gaznate. Al fin Pabul le soltó el cuello y la mandíbula, pues Akma estaba tan inerme que podían hacer con él lo que quisieran; así que le rasgaron la ropa y le embadurnaron el cuerpo con fruta y comida.
Al fin terminó el suplicio. Pabul delegó en Didul, y Didul en su hermano Udad, la tarea de llevar al ingrato, traicionero y mal educado Akma al trabajo. Udad cogió las muñecas de Akma y tiró con tal fuerza que Akma no podía caminar, y terminó arrastrado por la hierba hasta la cima de la colina. Udad lo arrojó cuesta abajo, y Akma rodó mientras Udad lo celebraba con una risotada.
El capataz no permitió que los humanos interrumpieran su labor para ayudarlo. Avergonzado, herido, humillado y furioso, Akma se puso de pie y trató de limpiarse la suciedad de la nariz y los ojos.
—A trabajar —ordenó el capataz. Udad gritó desde la cima de la colina:
—¡Quizá la próxima vez invitemos a comer a tu hermana!
La amenaza hizo tiritar a Akma, pero aparentó no haberla oído. La única forma de resistencia que le quedaba, igual que a los adultos, era ese empecinado silencio.
Akma volvió a su puesto y trabajó el resto del día. Sólo cuando comenzó a anochecer y el capataz los dejó marchar, pudo contar a sus padres lo que había sucedido.
Hablaban en la oscuridad, cuchicheando, pues los cavadores patrullaban la aldea de noche, atentos a cualquier conspiración o reunión, y aun a las plegarias dirigidas al Guardián de la Tierra, pues Pabulog había declarado que era una traición punible con la muerte, ya que toda plegaria de un adepto del sacerdote renegado Akmaro era una afrenta a todos los dioses. Mientras su madre le limpiaba el cuerpo, sollozando, Akma refirió a su padre lo que había sucedido y lo que le habían contado.
—Conque así murió Nuak —dijo su padre—. En otros tiempos fue buen rey, pero nunca fue buen hombre. Y cuando le servía, tampoco yo era buen hombre.
—Tú nunca has sido uno de ellos —dijo su madre.
Akma quería preguntar a su padre si todo lo que decían los hijos de Pabulog era verdad, pero no se atrevía, pues no habría sabido qué hacer con la respuesta. Si tenían razón, su padre era un perjuro, ¿y cómo podía entonces confiar en su palabra?
—No puedes dejar a Akma así —murmuró su madre—. ¿No sabes cuánto lo han alejado de ti?
—Creo que Akma tiene edad suficiente para saber que no puede fiarse de un embustero.
—Pero ellos le dijeron que tú eras el embustero, Kmaro. ¿Cómo puede creerte?
A Akma le asombraba que su madre entendiera lo que pensaba mejor que él mismo. Pero también sabía que era vergonzoso dudar de su padre, y se estremeció al ver el semblante de Akmaro.
—Conque me han robado tu corazón, ¿verdad, Kmadis? —Lo llamaba dis, hijo bienamado, no ha, heredero honorable, la designación que usaba cuando sentía orgullo de Akma. Kmaha era el nombre que quería oír de labios de su padre, pero él no lo pronunció. Ha-Akma. Honor, no piedad.
—Él opuso resistencia —le recordó su madre—. Y sufrió por ello, y fue valiente.
—Pero sembraron la semilla de la duda en tu corazón, ¿verdad, Kmadis?
Akma no pudo contenerse. Era demasiado, y rompió a llorar.
—Tranquiliza su espíritu, Kmaro —dijo su madre.
—¿Y cómo, Chebeya? —preguntó su padre—. Nunca he roto mi juramento al rey, pero cuando me expulsaron y trataron de matarme, comprendí que Binaro tenía razón, que el único motivo para impedir que la gente corriente aprendiera a leer, escribir y hablar el idioma antiguo era que los sacerdotes conservaran el monopolio del poder. Si todos pudieran leer el calendario, si todos pudieran leer los documentos antiguos y las leyes, ¿para qué necesitarían someterse al poder de los sacerdotes? Así que rompí el juramento y enseñé a leer y escribir a todos los que acudían a mí. Les revelé el calendario. Pero no está mal romper un mal juramento. —Padre se volvió hacia Madre—. Creo que él no lo entiende, Chebeya.
—Silencio —dijo ella.
Guardaron silencio; sólo se oía el sonido de su respiración. Entonces oyeron el correteo de un cavador por la aldea.
—¿Cuál crees que es su misión? —susurró Madre. Padre le puso un dedo sobre los labios.
—Duerme —murmuró—. Ahora todos debemos dormir.
Su madre se recostó en la estera, junto a Luet, que ya se había dormido hacía un rato. Su padre se tendió junto a Madre, y Akma se puso al otro lado. Pero no quería que su padre lo abrazara. Quería dormir solo, asimilar su vergüenza. La peor humillación no había sido el sofoco y la asfixia, ni que lo embadurnaran de fruta, ni rodar colina abajo, ni enfrentarse harapiento y mugriento a todos. La peor humillación era que su padre fuera un perjuro, y que él hubiera tenido que enterarse por los hijos de Pabulog.
Todos sabían que un perjuro era la peor clase de persona. Decía una cosa y hacía otra, así que era indigno de confianza. ¿Acaso sus padres no le habían enseñado desde su más tierna infancia a cumplir su palabra, pues de lo contrario no tendría honor ni sería de fiar?
Akma trató de pensar en lo que había dicho su padre, que romper un mal juramento era bueno. Pero si era un mal juramento, ¿por qué lo había prestado? Akma no lo comprendía. ¿Su padre había sido malo cuando prestó el juramento, y luego dejó de serlo? ¿Cómo era posible dejar de ser malo? ¿Y quién decidía qué era el mal?
Ese soldado del que le había hablado Didul, Teonig, estaba en lo cierto. Matas a tu enemigo. No lo asaltas por la espalda, rompiendo promesas. Los niños no toleraban esa actitud esquiva. Si se peleaban, gritaban o luchaban hasta someter al otro. Uno podía enfrentarse con un amigo y conservar su amistad. Pero quien actuaba a sus espaldas, no era un amigo sino un traidor.
No le extrañaba que Pabulog estuviera enojado con su padre. Eso fue lo que nos provocó todo este sufrimiento. Padre actuó como un cobarde al ocultarse en el desierto y romper las promesas.
Akma se puso a llorar. Esos pensamientos eran terribles, y los odiaba. Su padre era bondadoso, y todos lo amaban. ¿Cómo podía ser un cobarde traidor? Los hijos de Pabulog sin duda mentían. Ellos eran los malvados, ellos eran quienes lo habían atormentado y humillado. Ellos eran los embusteros.
Pero su padre admitía que decían la verdad. ¿Cómo era posible que la gente mala dijera la verdad y que la gente buena rompiera un juramento? Tales ideas seguían rondando la cabeza de Akma cuando éste logró conciliar el sueño.