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—No estoy habituado a ser deferente.

—No lo seas —dijo ella con severidad, en un tono de voz que Shedemei le había enseñado inadvertidamente—. Limítate a guardar silencio.

En los días siguientes Edhadeya observó desde lejos, pero con cautela. Algunas maestras estaban disgustadas por la presencia de aquel hombre, pero Khideo no era insensible y pronto dejó de asistir a sus clases. Las niñas se habituaron a él, y aunque en clase lo ignoraban, gradual y tímidamente lo incluyeron en sus comidas y sus juegos. Le pedían que les alcanzara algún objeto que estaba en un estante alto. Algunas chiquillas se le subían encima cuando estaba apoyado contra un árbol para llegar a las ramas más altas. Lo llamaban Lissimts, «escalera». A él parecía gustarle el nombre.

Edhadeya aprendió a valorarlo, pero siempre tenía dos cosas en mente. Pensaba que aun un hombre como él, un racista declarado, podía ocultar en su interior cierta decencia fundamental. Su conducta externa no reflejaba necesariamente lo que había dentro de él. Se requerían hechos terribles para sacudirlo y despertarlo, para que abandonara su apariencia externa y dejase aflorar su interior. Pero esa decencia existía.

La otra cosa que hacía reflexionar a Edhadeya era lo que él había dicho sobre sus hermanos. Los No Guardados habían celebrado reuniones durante trece años y no habían llegado a nada. Luego Akma logró convencer a los hijos del rey de que rechazaran la creencia en el Guardián y la obediencia a la religión de Akmaro. Y desde entonces, los hombres más inicuos se consideraron libres de cometer sus actos tenebrosos.

No puede ser esto lo que se proponía Akma. Si él lo entendía a la manera de Khideo, ¿no se detendría?

Debo hablar con Mon, no con Akma, se dijo, inconsciente de que, sin darse cuenta, había decidido hablar con Akma. Si logro que se distancie de los demás… pero no, sabía que eso era imposible. Ninguno de los hermanos traicionaría a los demás. Así era como ellos lo verían. No, tenía que ser Akma. Si él cambiaba de parecer, ellos también cambiarían. Él los persuadiría.

Seguía oyendo la voz angustiada de Luet: «No queda nada en él, Edhadeya, nada más que odio.» Si eso era verdad, hablar con Akma sería una pérdida de tiempo. Pero Luet no podía ver en su corazón. Si Khideo conservaba una chispa de decencia, ¿por qué no Akma? Aún era joven. En su infancia había sufrido mucho más que Khideo. El mundo lo había ido deformando desde entonces. Si veía la verdad, ¿no podía escoger un camino diferente en un mundo muy diferente?

Estos eran los pensamientos que la impulsaban cuando una noche cerró la escuela, dejando a cargo de ella a Khideo… no, Lissinits. Antorcha en mano, caminó en la oscuridad otoñal hacia la casa de su padre. En el camino pensaba en su seguridad. Si yo fuera una cavadora, no me atrevería a caminar en la oscuridad, por temor a que me atacaran hombres crueles que me odian, y no porque les haya hecho algo, sino por la forma de mi cuerpo. Para esas personas estas calles están llenas de terror, mientras que yo he caminado toda mi vida sin miedo, tanto de día como de noche. ¿Pueden ser auténticos ciudadanos cuando no son libres de caminar por la ciudad?

Como esperaba, Akma estaba en casa del rey, en el ala de la biblioteca, donde ahora pasaba casi todas las noches. No dormía. Estaba despierto, leyendo, estudiando, tomando apuntes en una corteza, una entre muchas cortezas llenas de garabatos.

—¿Escribiendo un libro? —preguntó Edhadeya.

—No soy un hombre santo —dijo él—. No escribo libros. Escribo discursos.

Apartó las cortezas. A Edhadeya le agradó el modo en que la miraba, como si se alegrara de que estuviera allí. Contaba con toda su atención, y él no miraba su cuerpo, como hacía la mayoría de los hombres: la miraba a los ojos. Edhadeya sintió el deseo de decir algo muy inteligente o muy sabio que justificara tanto interés en ella.

No, se dijo con severidad. Es sólo uno de sus trucos. Uno de sus recursos para conquistar a la gente. Y no estoy aquí para dejarme conquistar. He venido a enseñar, no a aprender.

Si siempre me miraba de esa manera, con razón una vez lo amé.

Para su asombro, lo que dijo no tenía nada que ver con lo que se proponía decir.

—En otro tiempo te amé —dijo.

Una triste sonrisa cruzó el rostro de Akma.

—En otro tiempo —susurró—. ¿Antes de que discrepáramos en nuestras creencias?

—¿Se trata de eso, Akma? —preguntó.

—Para que dos personas se amen, tienen que encontrarse, ¿verdad? Y dos personas que viven en mundos totalmente diferentes no pueden encontrarse.

Ella sabía a qué se refería, pues ya habían tenido antes aquella conversación; él insistía en que Edhadeya vivía en un mundo imaginario donde el Guardián de la Tierra velaba por todos, dando propósito a sus vidas, mientras que él vivía en un mundo real de piedra y aire y agua, donde la gente tenía que hallar su propio propósito.

—Sin embargo nos encontramos aquí —dijo Edhadeya.

—Eso está por ver —dijo él frío y distante, aunque escrutándole el rostro. ¿Por qué? ¿Qué desea ver? ¿Algún vestigio de mi amor por él? Pero eso es lo que no me atrevo a mostrarle, pues no me atrevo a hallarlo dentro de mí. No puedo amarlo, porque sólo una mujer monstruosa e insensible amaría al hombre que tanto sufrimiento innecesario ha causado.

—¿Has recibido informes de provincias?

—Hay muchos informes —dijo Akma—. ¿A cuál te refieres?

Ella se negó a prestarse a aquel juego en el que él hacía el papel de inocente. Aguardó.

—Sí, he recibido los informes. Es gravísimo. Me llama la atención que tu padre no haya recurrido al ejército.

—¿Para atacar qué ejército? —preguntó ella con desdén—. No te hagas el tonto, Akma. Un ejército es inútil contra matones que de día se pierden en la ciudad y se ocultan bajo la ropa de respetables empresarios, comerciantes o jornaleros.

—Soy un erudito, no un especialista en táctica.

—¿De veras? He pensado mucho en esto, Akma, y cuando te miro no veo a un estudioso.

—¿No? ¿Qué monstruo has decidido que soy?

—No veo a un monstruo, tampoco. Sólo a un vulgar matón. Tus manos han desgarrado las alas de niños ángeles. De noche, los cavadores se ocultan aterrados porque temen ver tu sombra en el claro de luna.

—¿En serio me acusas de eso? Nunca he levantado la mano contra nadie.

—Tú lo has provocado, Akma. Has puesto en marcha un ejército de canallas, de crueles y malvados torturadores de niños.

Él se estremeció, el rostro desfigurado por una profunda emoción.

—No puedes decirme semejante cosa. Sabes que es mentira.

—Ellos son tus amigos. Eres su héroe, Akma. Tú y mis hermanos.

—¡Yo no los controlo! —dijo él con voz trémula.

—¿Conque no? —respondió ella—. ¿Entonces ellos te controlan a ti?

Él se levantó, derribando el taburete.

—Si ellos me controlaran, Edhadeya, en este momento yo estaría afuera predicando contra la patética religión de Padre. Ellos me lo suplican, me lo imploran. Ominer me dice que vierta el bronce mientras está caliente. Pero yo me niego a respaldar con mi nombre estas persecuciones. No quiero que nadie salga lastimado… ni siquiera los cavadores, a pesar de lo que piensas de mí. Y esos ángeles con las alas agujereadas… ¿crees que no me enteré de eso con la misma rabia que cualquier persona decente? ¿Crees que no quiero que castiguen a los matones que lo hicieron? —Su voz temblaba de emoción.

—¿Crees que habrían tenido la osadía de hacerlo de no ser por ti?

—¡Yo no he creado esto! Yo no he creado el odio y el resentimiento hacia los cavadores. Fueron nuestros padres quienes lo hicieron al modificar la estructura religiosa del estado para incluir en ella a los cavadores como si fueran gente…

—Han transcurrido trece años desde que introdujeron esos cambios, y nada había pasado desde entonces. Pero luego tú anuncias que has «descubierto» que no existe el Guardián… a pesar de mi sueño verdadero, por el cual el Guardián salvó a los zenifi. A pesar de saber que el documento del cual sacaste tus «pruebas» sólo pudo traducirse gracias al poder del Alma Suprema. Persuades a mis hermanos, incluso a Mon, no entiendo cómo, incluso a Aronha, que nunca se había dejado engañar por la necedad… y en cuanto los herederos de Padre están unidos en su incredulidad, las puertas del dique se abren.