Выбрать главу

—No lo sé —dijo Mon.

—Cuando Aronha cumpla trece años y se inicie en los secretos, ¿crees que Padre le mostrará el índice? ¿Y la silla de Issib?

—¿Dónde escondería semejante cosa? Edhadeya sacudió la cabeza.

—No lo sé. Sólo me pregunto por qué nosotros ya no tenernos esos objetos maravillosos que ellos tenían.

—Tal vez sí.

—¿Lo crees? —De repente Edhadeya demostró mayor interés—. Mon, ¿crees que a veces los sueños son verdaderos? Porque yo sigo soñando el mismo sueño. Todas las noches, a veces dos veces por noche, o tres. Es tan real, tan diferente de mis otros sueños. Pero yo no soy sacerdote, y los sacerdotes no hablan con las mujeres. Si Madre estuviera viva, podría preguntárselo, pero no se lo preguntaré a Dudagu Dermo.

—Yo sé menos que los demás —dijo Mon.

—Lo sé —dijo Edhadeya.

—Gracias.

—Sabes menos, así que escuchas más. Mon se sonrojó.

—¿Puedo contarte mi sueño? Él asintió.

—Vi a un niño de la edad de Ominer. Y tenía una hermana de la misma edad que Khimin.

—¿Averiguas la edad de la gente de tus sueños? —preguntó Mon.

—Cállate, bobo. Trabajaban en los campos, y los azotaban. A sus padres y a los demás. Los aporreaban y los mataban de hambre. Estaban famélicos. Y los que empuñaban el látigo eran cavadores. Gente del suelo.

Mon reflexionó.

—Padre no permitiría que los cavadores nos gobernaran.

—Pero no éramos nosotros, ¿no lo entiendes? Eran muy reales. Vi cómo pegaban al niño. No los cavadores, sino niños humanos que dominaban a los cavadores.

—Elemaki —murmuró Mon. Los malvados humanos que se habían unido a los cavadores y vivían en sus oscuras cavernas y devoraban a la gente del cielo que secuestraban y asesinaban.

—Los niños eran mayores que él. Él tenía hambre y lo atormentaban atiborrándolo de comida hasta atragantarlo, y luego le embadurnaban el cuerpo con frutas y migajas y lo hacían rodar por el fango y la hierba para que nadie pudiera comérselas. Era espantoso, y el niño era muy valiente y no derramaba una sola lágrima. Lo soportaba con tanta dignidad que me hizo llorar.

—¿En el sueño?

—No, cuando desperté. Desperté llorando. Desperté diciendo: «Tenemos que ayudarles. Tenemos que encontrarlos y traerlos aquí.»

—¿Nosotros?

—Padre, supongo. Nosotros. Los nafari. Porque creo que esas personas son nafari.

—¿Entonces por qué no envían a gente del cielo a buscarnos y pedir ayuda? Eso hace la gente cuando los elemaki la atacan.

Edhadeya pensó en ello.

—¿Sabes algo, Mon? No había un solo ángel entre ellos. Mon la miró sorprendido.

—¿No había gente del cielo?

—Quizá los cavadores los han matado a todos.

—¿No lo recuerdas? —preguntó él—. ¿Los que se marcharon en tiempos del abuelo de Padre? ¿Los que odiaban Darakemba y querían recobrar la tierra de Nafai?

—Zef…

—Zenif —dijo Mon—. Decían que estaba mal que los humanos y el pueblo del cielo convivieran. No se llevaron a un solo ángel consigo. Son ellos. Has soñado con ellos.

—Pero todos murieron.

—No lo sabemos. Sólo sabemos que nunca tuvimos noticias de ellos. —Mon cabeceó—. Deben de estar vivos.

—¿Entonces crees que el sueño es real? —preguntó Edhadeya—. ¿Como los que tenía Luet?

Mon se encogió de hombros. Algo le molestaba.

—Tu sueño —dijo—, no creo que sea exactamente sobre los zenifi. Creo… parece que falta algo, me parece que se trata de alguien.

—¿Y cómo podemos saberlo? Has sido tú quien ha sugerido que se trataba de los zenifi.

—Y eso me parecía cuando lo he dicho. Pero ahora… ahora hay algo que no encaja. Debes contárselo a Padre.

—Cuéntaselo tú. Lo verás durante la cena.

—Y tú lo verás cuando venga a darnos las buenas noches. Edhadeya hizo una mueca.

—Siempre viene con Dudagu Dermo. Nunca veo a Padre a solas.

Mon se sonrojó.

—No está bien que Padre se comporte así.

—Sí… bien, tú eres el que siempre sabe lo que es correcto. —Le dio una palmada en el brazo.

—Le contaré tu sueño durante la cena.

—Dile que el sueño es tuyo. Mon sacudió la cabeza.

—Yo no miento.

—No te escuchará si piensa que es el sueño de una mujer. Los demás hombres se reirán.

—No le contaré de quién es el sueño hasta que haya concluido. ¿Qué te parece?

—Y además dile esto. En los últimos sueños, el niño, su hermana y sus padres yacen en la oscuridad, y sin que digan una palabra sé que me imploran que vaya a salvarlos.

—¿Qué vayas?

—Bien, en el sueño soy yo. No creo que esa gente, si es real, esté esperando que una niña de diez años acuda al rescate.

—Me pregunto si Padre dejará ir a Aronha.

—¿Crees que enviará a alguien?

Mon se encogió de hombros.

—Ya ha oscurecido. Pronto llegará la hora de cenar. Escucha.

Desde los árboles de las orillas del río, desde las casas altas y angostas de la gente del cielo, se elevó el canto nocturno; al principio eran pocas voces a las que cada vez se añadieron más. Sus agudas y ondulantes melodías se entrelazaban en contrapuntos, improvisaciones, desafíos, resolviendo disonancias y subvirtiendo armonías; el sonido cautivador evocaba los tiempos en que el pueblo del cielo vivía pocos años y debía disfrutar cada momento, pues la muerte siempre estaba al acecho. Los niños dejaron de jugar y descendieron para ir a cenar, regresando junto a sus padres que cantaban, a hogares tan llenos de música como los antiguos refugios de paja de los ángeles en las copas de los árboles.

A Mon se le llenaron los ojos de lágrimas. Por eso pasaba a solas el momento de la canción nocturna, porque los demás se habrían burlado de él si lo hubiesen visto llorar. Pero no Edhadeya.

Edhadeya le besó la mejilla.

—Gracias por creerme, Mon. A veces creo que bien podría ser un tronco, pues nadie me presta atención.

Mon se sonrojó de nuevo. Cuando se volvió, Edhadeya ya bajaba por la escalerilla. Él debía acompañarla, pero ahora las voces humanas comenzaban a sumarse al canto, así que no podía irse. En las ventanas de las grandes casas cantaban los criados humanos y en las calles, los jornaleros y los notables de la ciudad, y cada voz tenía tanto derecho como las demás a participar en la canción nocturna. En algunas ciudades, los reyes humanos decretaban que sus súbditos humanos cantaran cierta canción, cuya letra habitualmente hablaba del patriotismo o del culto al rey o a los dioses oficiales. Pero en Darakemba se respetaban las viejas tradiciones nafari, y los humanos improvisaban sus melodías tan libremente como los ángeles. Las voces de la gente media eran más graves, menos flexibles. Pero se esforzaban, y la gente del cielo aceptaba su canto y jugaba con él, bailaba en torno a él, lo decoraba y subvertía y lo exaltaba, de modo que la gente media y la gente del cielo formaban un coro en una continua y asombrosa cantata con diez mil compositores y sin solistas.

Mon elevó su propia voz, tan aguda y dulce que no tenía que cantar entre las graves voces humanas, sino que podía ocupar un lugar en los resquicios del canto de la gente del cielo. Desde la calle, una mujer de los campos lo miró y sonrió. Mon le respondió, no con una sonrisa, sino con una rápida y acertada improvisación. Ella rió, cabeceó y siguió caminando, y Mon se sintió bien. Alzó los ojos y vio, en el techo de una casa situada a dos calles de distancia, a dos jóvenes ángeles que se habían posado allí un instante en su vuelo de regreso. Lo observaban, y Mon elevó la voz desafiante, aun sabiendo que su canto, agudo y rápido como era, no podía compararse con el canto de la gente del cielo. Aun así, ellos lo acompañaron un instante y levantaron el ala izquierda para saludarlo. Son gemelos, pensó Mon, un yo y su otro-yo, pero han dedicado un instante para incluirme en su dúo. Alzó la mano izquierda en respuesta, y ellos planearon desde el techo hasta un patio.