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Motiak condujo a su gente camino arriba. Los cavadores se apartaron.

—No —dijo Motiak—. La carretera tiene suficiente anchura. Podemos compartirla.

Se quedaron inmóviles en la cuneta, mirándolo.

—Soy Motiak —dijo el rey—. ¿No comprendéis que sois ciudadanos? No tenéis que marcharos. He abierto las despensas públicas de todas las ciudades. Podéis esperar hasta que se calmen los ánimos.

Al fin uno de ellos habló:

—Cuando vamos allí, vemos el odio en sus ojos. Sabemos que tus intenciones eran buenas al liberarnos. No te odiamos a ti.

—No es por el hambre —dijo otro—. Sabes que no es por eso.

—Sí, es por el hambre —dijo una mujer, abrazando a tres chiquillos—. Y por las palizas. Tú no vivirás para siempre, señor.

—Aunque mis hijos hayan cometido muchos errores —dijo Motiak—, nunca consentirán la persecución.

—Vaya, conque nos matarán de hambre, pero no dejarán que nos golpeen —rezongó la mujer—. Levantaos —ordenó a los niños—. Éste es el rey, ¡esto es majestad!

El capitán ángel de Motiak se dispuso a castigarla por su impertinencia, pero Motiak lo contuvo con un gesto. La ironía de aquella mujer no podía superar la amargura que él sentía en el corazón. La mujer tenía razón al mofarse de su majestad. Un rey no tiene más poder que la obediencia voluntaria que le presta la gran masa del pueblo. Un rey que es peor que su pueblo es una serpiente venenosa; un rey que es mejor es la piel de serpiente del año pasado, desechada en la hierba.

Pabul estaba en la cabina de los Antiguos. Había solicitado ir porque en cierto modo se sentía responsable de los problemas que su decisión en el juicio de Shedemei había causado el año anterior.

—Estos Antiguos son detestables —dijo—, pero no están infringiendo ninguna ley. No ensucian el agua ni envenenan la comida. Es bastante fresca, y las raciones que entregan a la gente del suelo son las adecuadas para un día de viaje. —Titubeó, pero al fin se decidió a añadir—: Podrías prohibir que los cavadores se marchen. Motiak cabeceó.

—Sí, podría exigir a mis ciudadanos más indefensos y obedientes que se queden a sufrir más humillaciones y afrentas de las cuales no puedo protegerlos. Podría hacer eso.

Pabul decidió no insistir en el asunto.

Caminaron todo el día, a buen paso, porque todos tenían buena salud. Todos procuraban mantenerse en forma: Motiak y Pabul porque sus funciones eran primordialmente militares y podrían encontrarse en cualquier momento en el campo de batalla; Akmaro y Chebeya, Edhadeya y Shedemei porque pertenecían a los Guardados y trabajaban con las manos, sin permitirse excesos de comida ni ocios improductivos. Así alcanzaron a un grupo tras otro de cavadores, y Motiak siempre repetía lo mismo.

—Quedaos, por favor. Confiad en que el Guardián sane las heridas de esta tierra.

Y la respuesta era siempre la misma. Por ti nos quedaríamos, Motiak, sabemos que tienes buenas intenciones, pero aquí no hay futuro para mí ni para mis hijos.

—Esto no refleja toda la realidad —dijo Akmaro aquella tarde—. Aquí vemos a los que han decidido marcharse, pero la mayoría se ha quedado.

—Hasta ahora —dijo Motiak.

—Nuestros recursos se están agotando, pero todos los cavadores que los Guardados pueden contratar ganan un salario. Sus hijos todavía asisten a la escuela, e incluso en algunas localidades Akma y tus hijos no tienen ninguna influencia y las personas se tratan bien unas a otras, sin boicots ni señal alguna de odio.

—¿Cuántas son esas localidades, Akmaro? —preguntó Motiak—. ¿Una de cada cien?

—Una de cada cincuenta —respondió Akmaro—. O de cada cuarenta.

Motiak no tuvo necesidad de contestar.

Se acordó de la conversación de aquella misma mañana con su mujer, de la frialdad con que ella había dicho que al irse los cavadores se solucionaría el problema. ¿Es eso más monstruoso que mi cruel reflexión de que tal vez llegue a desear que mis hijos mueran antes que yo? Sin embargo, no me habría opuesto a que empuñaran las armas y fueran a la batalla, si el enemigo nos atacara. Podrían haber perecido en la violencia de la guerra, y al verme llorar ningún hombre ni mujer del reino habría dicho: Si realmente los amaba, no los hubiera enviado por el camino de la muerte.

Expresó lo que pensaba en voz alta, y Akmaro, que caminaba junto a él, pudo oírle decir:

—Hay cosas que los padres deben valorar aún más que la vida de sus hijos.

Akmaro no necesitó explicaciones para comprender a qué se refería Motiak.

—Es difícil —dijo—. La naturaleza nos ha inculcado la idea de que los hijos importan más que nada.

—Pero la civilización significa elevarnos por encima de eso. Sentirnos parte de la aldea, la tribu, la ciudad, la nación…

—Los hijos del Guardián…

—Sí, vemos todo eso como el yo que se debe preservar a toda costa, así que las cosas más próximas son menos valiosas. ¿Eso significa que somos monstruos, que odiamos a nuestros hijos adultos si los enviamos a la guerra a matar y morir para proteger a los pequeños de nuestros vecinos?

—«La supervivencia de la familia está más garantizada cuando dicha familia se integra en una sociedad más amplia —recitó Akmaro—. Una familia se rompe y sangra, pero el organismo mayor sana. La herida no es fatal.» Edhadeya me ha enseñado las cosas que se enseñan en la Casa de Rasaro.

—Pasa más tiempo en tu casa que en la mía —dijo Motiak.

—Siente que Chebeya la comprende más que su madrastra. No me sorprende. Además, pasa la mayor parte del tiempo con Shedemei.

—Extraña mujer —dijo Motiak.

—Cuando la conozcas mejor —le comentó Akmaro—, verás que es aún más extraña de lo que creías. —De repente el semblante de Akmaro cambió. Murmuró—: No me había dado cuenta de que tuviéramos tan cerca al capitán de tus soldados.

—¿Y? —preguntó Motiak.

—¿Crees que te habrá oído cuando has dicho que hay cosas que los padres deben valorar más que la vida de sus hijos?

Motiak miró a Akmaro con alarma. Ambos comprendían que Motiak, involuntariamente, había puesto a sus hijos en un grave peligro.

—Es hora de detenerse para comer.

Mientras los soldados repartían la comida que llevaban, y todos los espías salvo dos se posaban para comer, Motiak llevó aparte a Edhadeya.

—Lamento separarte del grupo, pero tengo una misión urgente que encomendarte.

—¿Y no puedes enviar a un espía?

—Imposible. Sin darme cuenta he dicho una frase desafortunada, y me han oído. Pero aunque no hubiera sido así, la idea se le ocurrirá tarde o temprano a alguno de mis hombres, viendo lo desgraciado que soy. Debes ir en busca de tus hermanos y advertirles de que es probable que algún soldado, creyendo prestarme un servicio, intente aliviarme de mis cargas familiares.

—¡Padre, no pensarás que alzarían una mano contra gente de sangre real!

—No sería la primera vez que muere el hijo de un rey. Mis soldados saben que los actos de mis hijos me están matando. Temo la lealtad de mis hombres más fieles tanto como temo la deslealtad de mis hijos. Ve a buscarlos, llévales mi advertencia.

—¿Sabes qué dirán, Padre? Que los están amenazando, que tratas de amedrentarlos para que dejen de hablar en público.

—Trato de salvarles la vida. Al menos que viajen en secreto. Que no digan a nadie adonde van ni cuál será su próximo destino… Marcharse de repente, llegar inesperadamente. Deben hacerlo, o alguien puede acecharlos en la carretera. Y no me refiero a cavadores… estoy hablando de humanos y ángeles. ¿Lo harás?

Edhadeya asintió.

—Enviaré dos ángeles contigo para que te protejan, pero al llegar debes ordenarles que se marchen para que puedas hablar a solas con tus hermanos.

Edhadeya asintió y se dispuso a marcharse.