Mon se levantó y, todavía cantando, caminó hacia la escalerilla. Si fuera un ángel, no tendría que usar la escalerilla para bajar de la azotea de la casa del rey. Podría planear y posarse ante la puerta, y cuando hubiese terminado de cenar podría elevarse en el cielo nocturno para ir de cacería bajo el claro de luna.
Sus pies descalzos chasqueaban en los peldaños mientras bajaba. Guardián de la Tierra, ¿por qué me hiciste humano? Cantó mientras atravesaba el patio de la casa del rey, enfilando hacia la bullanguera hermandad de comensales, pero en su canción había dolor y soledad.
Shedemei despertó en la cámara de la nave estelar Basílica y vio de inmediato que no se trataba de uno de sus despertares programados. No era la fecha indicada, como le confirmó mentalmente al instante la voz del Alma Suprema.
—El Guardián vuelve a mandar sueños.
Experimentó una especie de euforia. Durante todos aquellos siglos, viviendo a ratos, manteniéndose joven de cuerpo gracias al manto de capitana pero sintiéndose fatigada de corazón, había aguardado la próxima decisión del Guardián. Nos trajo aquí, pensaba Shedemei, nos trajo aquí y nos mantuvo con vida y nos envió sueños, y de pronto calló y nos abandonó a nuestra suerte.
—Primero fue a un anciano, entre los zenifi —dijo el Alma Suprema. Shedemei caminó desnuda por los pasillos de la nave y se dirigió hacia la biblioteca por el conducto central—. Lo asesinaron. Pero un sacerdote llamado Akmaro le creyó. Me parece que él también tuvo algunos sueños, pero no tengo la seguridad. Con el anciano muerto y el ex sacerdote viviendo en la esclavitud, no te habría despertado. Pero la hija de Motiak también soñó. Como Luet. No he visto una soñante así desde Luet.
—¿Cómo se llama? Era una recién nacida cuando yo…
—Edhadeya. Las mujeres la llaman Deya. Saben que ella es excepcional, pero los hombres no escuchan a las mujeres.
—No me gusta el giro que han tomado las relaciones entre hombres y mujeres entre los nafari. Mis tataranietas no tendrían por qué soportar estos abusos.
—He visto cosas peores —dijo el Alma Suprema.
—No me cabe la menor duda. Pero, si me perdonas la pregunta, ¿y qué?
—Cambiará —dijo el Alma Suprema—. Siempre cambia.
—¿Qué edad tiene ahora Deya?
—Diez años.
—Duermo diez años y no me siento descansada. —Shedemei se sentó ante uno de los ordenadores de la biblioteca—. De acuerdo, muéstrame lo que debo ver.
El Alma Suprema le mostró el sueño de Edhadeya y le habló de Mon y su sentido de la verdad.
—Bien —dijo Shedemei—, los poderes de los padres no han disminuido en los hijos.
—Shedemei, ¿esto tiene algún sentido para ti? Shedemei quiso reír a carcajadas.
—¿Oyes lo que dices? Tú eres el programa que pasaba por un dios en el planeta Armonía. Trazabas tus planes y urdías tus tramas sin pedir consejo a los humanos. Nos reuniste y nos arrastraste a la Tierra, transformaste nuestras vidas para siempre… y ahora me preguntas a mí si esto tiene sentido. ¿Qué ha pasado con el plan maestro?
—Mi plan era sencillo —dijo el Alma Suprema—. Regresar a la Tierra y preguntar al Guardián qué hacer con la disminución del poder del Alma Suprema en Armonía. Cumplí ese plan hasta donde pude. Y aquí estoy.
—Y aquí estoy yo.
—¿No lo entiendes, Shedemei? No estás aquí porque yo lo planeara. Necesitaba ayuda humana para ensamblar una nave estelar que funcionara, pero no necesitaba llevar humanos conmigo. Os traje aquí porque el Guardián de la Tierra os enviaba sueños… y a mayor velocidad que la luz, debo añadir. El Guardián parecía querer que los humanos vinierais aquí. Así que os traje. Y vine esperando hallar maravillas tecnológicas. Máquinas que pudieran repararme, reaprovisionarme, enviarme de regreso a Armonía con capacidad para restaurar el poder del Alma Suprema. En cambio aguardo aquí, he aguardado casi quinientos años…
—Igual que yo —añadió Shedemei.
—Tú has dormido casi todo el tiempo —dijo el Alma Suprema—. Y no eres responsable de un planeta que está a cien años luz de distancia, donde la tecnología comienza a florecer y faltan pocas generaciones para que se libren guerras devastadoras. Yo no tengo tiempo para esto. Aunque tal vez sí, si el Guardián cree lo contrario. ¿Por qué el Guardián no me habla? Cuando nadie oía nada en todos estos años, yo podía ser paciente. Pero ahora los humanos vuelven a soñar, el Guardián vuelve a la acción, y sin embargo no me dice nada.
—¿A mí me lo preguntas? Eres tú quien tiene recuerdos que se remontan a la época de tu creación. El Guardián te envió, ¿verdad? ¿Dónde estaba entonces? ¿Qué era entonces?
—No lo sé. —Si un ordenador pudiera encogerse de hombros, pensó Shedemei, el Alma Suprema lo haría ahora—. ¿Crees que no he buscado en mi memoria? Antes de morir, tu esposo me ayudó a buscar, y no encontramos nada. Recuerdo que el Guardián siempre estaba presente. Recuerdo saber que el Guardián programó en mí instrucciones vitales… pero sé tan poco como tú sobre quién o qué era o es el Guardián.
—Fascinante —dijo Shedemei—. Veamos si podemos hallar un modo de que el Guardián te hable. O que al menos nos muestre su juego.
Mon estaba sentado, como de costumbre, en el extremo de la mesa de los mayordomos. Su padre le había explicado que el hijo del rey se sentaba allí por respeto a los cronistas, mensajeros, tesoreros y proveedores, «pues de no ser por ellos, los soldados no tendrían reino que proteger».
A esas palabras, Mon había comentado con voz neutra:
—Si realmente quisieras demostrarles respeto, pondrías a Ha-Aronha con ellos.
A lo cual su padre respondió:
—Si no fuera por los soldados, todos los mayordomos estarían muertos.
Así que Mon, el segundogénito, era todo lo que merecía el segundo rango de dirigentes del reino; el primogénito era el honor del primer rango, los militares, la gente que realmente importaba.
Y así se celebraba también el ritual de la cena. La cena del rey había comenzado muchas generaciones atrás como consejo de guerra y fue entonces cuando comenzó la exclusión de las mujeres. En aquellos tiempos los miembros del consejo comían juntos una vez por semana, pero hacía generaciones que lo hacían cada noche; y los varones humanos de riqueza y abolengo imitaban al rey en sus hogares, cenando aparte de las esposas e hijas. No ocurría así entre la gente del cielo, sin embargo. Aun los que compartían la mesa del rey iban a su hogar y se sentaban con sus esposas e hijos para otra comida.
Por eso, sentado a la izquierda de Mon, el escriba principal, el viejo ángel llamado bGo, apenas probaba bocado. Se sabía que la esposa de bGo se enfadaba si él no demostraba apetito en casa, y a Padre no le ofendía que bGo temiera más a su esposa que al rey. bGo era uno de los escribas de mayor rango, aunque como jefe de empadronamiento no era tan poderoso como el tesorero y el proveedor. Era un conversador pésimo, y Mon aborrecía sentarse con él.
En cambio Bego, el otro-yo de bGo, era mucho más locuaz, y tenía más apetito, principalmente porque era soltero. Bego, el cronista, era apenas un minuto y medio menor que bGo, aunque costaba creer que fueran de la misma edad. Bego demostraba tanta energía, tanto vigor, tanta… tanta rabia, pensaba a veces Mon. A Mon le gustaba ir a la escuela cuando enseñaba Bego, pero a veces se preguntaba si Padre sabría cuánta rabia hervía en el interior del cronista. No se trataba de deslealtad, pues de lo contrario Mon lo habría denunciado; sólo de una rabia general contra la vida. Aronha decía que era porque nunca se había apareado con una hembra, pero últimamente Aronha sólo pensaba en el sexo y creía que eso lo explicaba todo… lo cual sin duda era cierto en el caso de Aronha y sus amigos. Mon ignoraba por qué Bego sentía tanta furia, sólo sabía que eso daba a sus lecciones un delicioso toque de escepticismo. E incluso a su manera de comer. Había una especie de salvajismo en el modo en que se llevaba a los labios el pan con pasta de judías y lo mordía, en su modo de triturar la comida al masticar, despacio, metódicamente, poniendo mala cara al resto de la corte.