—Hay una diferencia entre la vida y el arte, por supuesto.
La vida no tiene marcos ni telones, no tiene principios ni finales.
(Lo cual implicaría que no tiene sentido.)
—Me refiero a mi propia vida. Me refiero a lo que hago. Y el Guardián infunde un sentido al panorama general. Con eso me basta. No necesito que nadie escriba un poema épico basado en mi biografía. He vivido. Sucedieron cosas extrañas. De cuando en cuando pude cambiar la vida de otras personas. ¿Y sabes qué? Quizá mi mayor orgullo consista en haber curado el cerebro de aquel niño de Bodika.
(¿Y no en haber modificado a ángeles y cavadores para que pudieran vivir por separado?)
—El Guardián me encomendó esa tarea. Si yo no lo hubiera hecho, habría encontrado otra manera, a otra persona que lo hiciera.
(¿Cómo sabes que el Guardián no te encomendó la cura de ese niño del suelo?)
—Tal vez lo hizo. Pero si yo no hubiera estado allí, el Guardián no habría pensado que esa vida fuera tan importante como para enviar a otro. Era menos significativo… pero por eso mismo sé que sucedió sólo porque yo deseaba que sucediera. Eso lo convierte en algo mío, en un regalo mío. Fue el Guardián quien me trajo a la Tierra, y el Guardián quien me escogió para suceder a Nafai como capitana, y eso me permite estar viva. Pero fui yo quien decidió estar allí en ese momento y arriesgarme a que se descubriera mi identidad para salvar a ese niño. Así que tal vez recuerde eso con orgullo en el momento de morir. O tal vez sea mi extraño matrimonio con Zdorab. O la Casa de Rasaro… tal vez esa escuela, y eso sería algo bueno.
(No escribas tu epitafio todavía. No has muerto.)
—Pero estoy cansada. Creo que ahora ya puedo dormir. Aquí hace demasiado frío. Ojalá los asientos de la lanzadera se reclinaran más.
(Es una lástima que los diseñadores murieran hace cuarenta millones de años.)
—Se lo tienen merecido, por desconsiderados.
Shedemei se echó a reír y terminó el recuento para concluir su informe. Ordenó a la lanzadera que apagara las luces externas, regresó al interior de la nave y se durmió.
Se durmió y soñó.
Tuvo muchos sueños, sueños normales: la activación aleatoria de las sinapsis en el cerebro, la captación fragmentaria de sentidos por medio de las funciones narrativas de la mente; sueños que la mente no se molestaría en recordar al despertar.
Y de repente, un sueño diferente. El Alma Suprema notó el cambio de pauta del cerebro. Shedemei también apreció el cambio, aun en sueños, y prestó atención.
Vio la Tierra como se veía desde la Basílica: la curva del planeta claramente dibujada en el horizonte. Y vio el magma hirviente que rodaba bajo la corteza planetaria. Al principio su fluir parecía caótico, pero paulatinamente comprendió que había un perfecto orden en el flujo de las corrientes. Cada remolino, cada vórtice, cada torrente tenía un sentido. En general todo era muy lento, pero aquí y allá, a pequeña escala, los movimientos eran acelerados.
Y súbitamente supo, en un fogonazo de intuición, que aquellas corrientes moldeaban el campo magnético de la Tierra, creando grandes y pequeñas variaciones que los animales podían presentir, y que podían calmarlos o inquietarlos. La advertencia antes del terremoto. El repentino viraje de un cardumen de peces. La armonía entre organismos; esto era lo que veían las descifradoras.
Vio cómo la mente y la memoria vivían en las corrientes de la piedra fluida, en el flujo magnético; vio que ingentes cantidades de información se asentaban debajo de la corteza, en cristales modificados por flujos térmicos y magnéticos. Por un instante pensó: Esto es el Guardián.
Casi de inmediato llegó la respuesta. No has visto al Guardián de la Tierra. Pero has visto mi hogar, mi biblioteca, y algunas de mis herramientas. No puedo mostrarte más porque tu mente no tiene manera de percibir todo cuanto soy. ¿Esto es suficiente?
Sí, respondió Shedemei.
Al instante el sueño cambió. Shedemei vio simultáneamente más de cuarenta mundos colonizados por gente de la Tierra, y todos ellos eran vigilados por una especie de Alma Suprema, y todas las Almas Supremas eran vigiladas por el Guardián. Ante todo vio Armonía, sus millones de pobladores, como si por un instante su mente tuviera la capacidad de conocerlos a todos al mismo tiempo. Se sintió en contacto con otra copia del Alma Suprema que todavía vivía allí. Pero no, aquello era una ilusión, no existía semejante contacto. Sin embargo sabía que había llegado el momento de que el Alma Suprema de Armonía permitiera a los seres humanos de aquel mundo recobrar sus tecnologías perdidas. Así se reconstruiría el Alma Suprema, por obra de humanos que habrían recobrado sus manos.
Ha llegado el momento, dijo la nítida voz del Guardián en el sueño. Que construyan nuevas naves estelares y regresen a su hogar.
¿Y qué hay de la gente de aquí?, preguntó Shedemei. ¿La has abandonado?
Ha llegado la hora de la verdad. Se tomará una decisión, en uno u otro sentido. Así que mandaré buscar a la gente de Armonía, pues cuando llegue las tres especies estarán viviendo en paz o bien su orgullo las habrá destruido y habrá allanado el camino para el predominio de los que vengan después.
Como sucedió con los rasulum, pensó Shedemei.
Ellos también tuvieron su momento de decidir, respondió el Guardián.
El sueño cambió de nuevo, y Shedemei vio a Akma y a los hijos de Motiak caminando por una carretera. Supo de inmediato dónde estaba esa carretera, y qué hora sería cuando llegaran a su destino.
En el sueño vio la lanzadera descendiendo del cielo, levantando una nube de humo al aterrizar, y se vio a sí misma bajando de la nave, deslumbrante y cegadora en su manto de capitana. Shedemei hablaba, y la tierra temblaba, impulsada por corrientes de magma, y los jóvenes caían al suelo. La tierra dejaba de temblar, y Shedemei hablaba de nuevo; al fin comprendía qué le pedía el Guardián.
¿Lo harás?, preguntó el Guardián.
¿Servirá de algo?, preguntó Shedemei. ¿Salvará a toda esa gente?
Sí, respondió el Guardián. Al margen de su elección, Motiak terminará sus días corno rey de un reino apacible, gracias a tu intervención. Pero en cuanto al futuro remoto, eso depende de Akma. Tú podrás vivir para verlo, si lo deseas.
¿Cómo, si la Basílica debe regresar a Armonía?
No tengo prisa. Pide al ordenador de la nave que envíe una sonda. Puedes quedarte, y el Alma Suprema puede quedarse. ¿No quieres ver cómo termina?
Sí, quiero.
Sé que así es. Antes de tu viaje a la Tierra, no tenía la certeza de que formaras parte de mí, porque no sabía si sentías suficiente amor por los demás como para compartir mi obra. No eres la misma persona que eras cuando te convoqué.
Lo sé, dijo Shedemei en el sueño. Sólo vivía para mi trabajo.
Oh, todavía vives para tu trabajo, y también yo. Pero tu trabajo ha cambiado, y ahora coincide con el mío: ayudar a la gente de la Tierra a aprender a vivir, generación tras generación, y darle una vida alegre y libre. Tú has elegido, y ahora, como a Akmaro, puedo darte lo que deseas, porque sé que deseas sólo la alegría de esta gente, para siempre.
¡No soy tan pura de corazón!
No te dejes confundir por sentimientos pasajeros. Sé lo que haces, sé por qué lo haces. Puedo describirte mejor que tú misma.
Shedemei se vio alzando el brazo para coger un fruto blanco de un árbol; lo probó, y el sabor llenó su cuerpo de luz y ella pudo volar, pudo cantar todas las canciones al mismo tiempo, y la colmaban de belleza. Supo qué era la fruta. Era el amor del Guardián por los hijos de la Tierra. El fruto blanco era el sabor de la alegría del Guardián. Pero en el sabor había algo más: el ardor, el agudo dolor de los millones, los miles de millones que no podían comprender lo que el Guardián deseaba para ellos o que, entendiéndolo, lo odiaban y rechazaban esa influencia. Seamos nosotros mismos, exigían. Logremos nuestros propósitos. No queremos tus dones, no queremos formar parte de tu plan. Y así eran arrastrados en las corrientes del tiempo, sin pertenecer a ninguna parte de la historia porque no podían formar parte de algo más vasto que ellos mismos. Pero habían elegido libremente, y no eran castigados salvo por las consecuencias naturales de su orgullo. Así, aun al rechazar el plan del Guardián, se volvían parte de ese plan; al negarse a saborear el fruto del árbol, se volvían parte de su exquisito sabor. Incluso en eso había honor. Su arrogancia importaba, aunque en el largo curso de la tumultuosa historia no modificara nada. Importaba porque el Guardián los amaba y los recordaba y conocía sus nombres y su historia y lloraba por ellos. Oh, hija mía, oh, hijo mío, tú también formas parte de mí, clamaba el Guardián. Formas parte de mi incesante añoranza, y nunca te olvidaré…