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A la mañana siguiente, Aronha decidió que seguirían el consejo de Padre y partirían de inmediato en vez de quedarse otro día; y en lugar de ir a Fetek irían a Papadur. Estupendo, pensó Mon, un trayecto el doble de largo, y cuesta arriba en vez de cuesta abajo. Tendré que enviarle una nota a Padre agradeciéndole la sugerencia.

En el camino, Akma criticó el discurso de Khimin de la noche anterior. Mon admiró la habilidad con que lo hacía, siempre salpimentando las críticas con elogios para que Khimin no se sintiera atacado. Era una ayuda que Khimin sintiera absoluta reverencia por Akma.

—Cuando dijiste que nuestros maestros tienen buena formación y los maestros de los Guardados son tan ignorantes como sus alumnos, hiciste una buena observación, y te felicito por ello.

Khimin sonrió.

—Gracias.

—Pero creo que, la próxima vez, te convendría cambiar unas cuantas palabras. Sé que es irritante tener que pensar en tantas cosas a la vez; a mí me pasa lo mismo. Una cosa te sale bien y otra se te pasa. Por eso no cualquiera puede hacer esto.

Mon veía claramente que Akma adulaba a Khimin para conquistarlo. Pero el tonto de Khimin no lo veía.

Mon tuvo la inquietante idea de que tal vez Akma adaptara aquella misma técnica a cualquier tonto con el que estuviera hablando; quizás a los demás Mon les parecía igualmente necio y crédulo.

—Anoche pensaba, mientras hablabas, en cómo podría robarte esa idea y usarla en mi discurso.

Khimin rió. También Ominer, que estaba escuchando, y que desde luego necesitaba ayuda con sus discursos, pues aunque no tartamudeaba ni tropezaba como Khimin, nunca lograba ser entretenido.

—Así es como yo lo habría dicho —continuó Akma—. Mi padre, en su compasión, ha creado una religión en la que los ignorantes enseñan a los ignorantes, y los pobres cuidan a los pobres. Es una noble empresa, y que nadie se atreva a atacarla. Pero en cuanto a los humanos y a los ángeles, gente culta y refinada, no hay motivos para fingir que necesitamos las primitivas doctrinas y la grosera compañía de los Guardados de Akmaro.

—¿Por qué dices que nadie debe atacarla? —preguntó Khimin—. ¿No es precisamente lo que estamos haciendo?

—Claro que sí, y el público lo sabe. ¿Pero no entiendes el efecto que esto surte? Parece que no somos enemigos de nadie. No nos oponemos, sólo satisfacemos las necesidades de la gente mejor, mientras que los Guardados satisfacen las necesidades de los pobres e ignorantes. Ahora bien, ¿cuántas personas de nuestro público se consideran pobres e ignorantes?

—¡La mayoría! —dijo burlonamente Ominer.

—La mayoría son pobres, en comparación con alguien que se crió en la casa del rey —dijo Akma con cierto sarcasmo—. ¿Pero cómo se ven a sí mismos? Toda persona se considera educada y refinada… y si no lo es, hace todo lo posible para que los demás piensen que lo es. ¿Entonces a qué congregación se unirá? A la que le haga creer que es una persona culta y refinada. ¿Entendéis? Nadie puede acusarnos de insultar ni de agraviar a los Guardados, pero cuanto más los elogiamos, la gente más se aleja de ellos. Khimin rió con deleite.

—Decides lo que quieres decir y buscas el modo de decir lo contrario, pero de tal forma que surta el efecto que pretendes.

—No precisamente lo contrario —dijo Akma—. Pero vas entendiendo, vas entendiendo.

El sentido de la verdad de Mon estalló de pronto en su interior, rechazando lo que acababa de oír con tal violencia que sintió ganas de vomitar. Se detuvo, cayó de rodillas.

—¿Mon? —exclamó Aronha.

En aquel momento se oyó un fuerte estrépito, y todos alzaron la vista y vieron un objeto enorme, gris como el granito, girando mientras se precipitaba hacia ellos. Despedía humo como si estuviera en llamas y su rugido era ensordecedor. Mon se tapó los oídos con las manos y vio que sus hermanos hacían lo mismo. En el último momento, la gran piedra gris se desvió y se lanzó hacia el suelo a poca distancia de ellos. El humo y el polvo los cegaban. La tierra tembló, haciéndoles perder el equilibrio. Pero no hubo estrépito, o si lo hubo quedó devorado por el rugido de la piedra y la vibración de la tierra.

Cuando se despejaron el humo y el polvo, vieron a alguien de pie frente a la piedra, pero no podían distinguir su aspecto, pues su cuerpo resplandecía tanto que apenas lograban apreciar una silueta humana. Comprendieron por qué no habían oído ningún estrépito: el objeto gris flotaba en el aire, a medio metro del suelo. Era algo imposible, descabellado.

El hombre de luz habló, pero no pudieron oírle, pues la voz se perdía en medio del ruido.

La piedra cayó de repente. El rumor del terremoto cesó. Mon se irguió y miró al hombre de luz.

—Akma —‹lijo el hombre—. Levántate.

La voz no parecía humana. Era como cinco voces al mismo tiempo, cinco modulaciones que hacían vibrar dolorosa-mente la cabeza de Mon. Se alegró de que hubiera llamado a Akma y no a él, y se avergonzó al instante de su cobardía, pero aun así no dejó de alegrarse. Akma se levantó penosamente.

—Akma, ¿por qué persigues al pueblo del Guardián? Pues el Guardián de la Tierra ha dicho: «Este es mi pueblo, éstos son los Guardados. Los estableceré en esta tierra, y no permitiré que nada les cause daño, salvo su propia iniquidad.»

Mon estaba abrumado de vergüenza. Se había pasado meses negando su sentido de la verdad, y estaba en lo cierto todo el tiempo. Los argumentos de Akma para demostrar que el Guardián no existía le parecían tan vacíos y superficiales que no entendía cómo podía haber creído en ellos ni por un instante, cuando su sentido de la verdad le indicaba lo contrario. ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?

—El Guardián ha oído las súplicas de los Guardados, y también la súplica de tu padre, fiel servidor del Guardián. Durante años, él rogó al Guardián que te hiciera comprender la verdad, pero el Guardián sabía que tú ya comprendías esa verdad. Ahora tu padre ruega al Guardián que impida que dañes a los inocentes hijos del suelo.

El suelo tembló de nuevo. Akma cayó de rodillas, y Mon cayó de bruces en la tierra húmeda de la carretera.

—¿Aún afirmas que el Guardián no tiene poder? ¿Eres sordo a mi voz? ¿Ciego a la luz que brilla desde mi cuerpo? ¿No notas el temblor de la tierra bajo tus pies? ¿No hay Guardián?

Mon exclamó atemorizado:

—¡Sí! ¡El Guardián existe! ¡Yo lo he sabido siempre! ¡Perdona mis mentiras! —Oyó que sus hermanos también imploraban misericordia. Sólo Akma guardaba silencio.

—Akma, recuerda tu cautiverio en la tierra de Chelem. Recuerda que el Guardián te liberó de la servidumbre. Ahora tú eres el opresor de los Guardados, y el Guardián los liberará de ti. Sigue tu camino, Akma, y ya no sigas procurando destruir la Congregación de los Guardados. Sus súplicas serán escuchadas, al margen de tu decisión.

La luz que irradiaba el cuerpo del mensajero cobró intensidad, algo que Mon hubiera creído imposible, pues ya casi lo enceguecía. Pero vio que el hombre de luz extendía el brazo y un rayo crepitaba en el aire, entre su dedo y la cabeza de Akma.