Una y otra vez repitió estas palabras, y cada vez que las decía a uno de los Guardados, la reacción era la misma: no regocijo, ni satisfacción ni condenación, sino lágrimas y abrazos, y luego lo más insoportable:
—¿Cómo podemos ayudar? ¿Podemos cargar a Akma un trecho? ¡Sus padres llorarán al verle así! ¡Rezaremos al Guardián para que les permita ver a su hijo con vida! ¡Dejadnos ayudar!
Les llevaron agua, les llevaron comida, y no les dirigieron un solo reproche.
Otros no fueron tan amables. Hombres y mujeres que sin duda habían aclamado a Akma y a los hijos de Motiak durante sus discursos, les gritaban ahora amargas invectivas, tildándolos de embusteros, embaucadores y herejes.
—¡Arondi! ¡Mondi! ¡Ominerdi! ¡Khimindi!
Era desalentador que nadie los hubiera llamado traidores cuando se rebelaban contra su padre, y ahora que habían renunciado a su rebelión y confesado sus culpas les aplicaran ese epíteto.
—Es lo que merecemos —dijo Mon, cuando Ominer comentó la hipocresía de sus acusadores.
Y luego, para colmo, tuvieron que presenciar cómo los Guardados se llevaban aparte a los acusadores y les reprochaban:
—¿No veis que están acongojados? ¿No veis que Akma está al borde de la muerte? Ahora no causan daño. Dejadlos pasar, dejadlos en paz.
Así los Guardados se convirtieron en sus protectores durante el viaje. Y muchos de ellos eran cavadores. Mon no se contentó con que sólo oyeran las palabras de Aronha. Para los cavadores, él agregó su propio mensaje:
—Por favor, id a buscar a la gente del suelo que ha emprendido la marcha para irse de Darakemba. Decidles que les suplicamos que regresen. Decidles que son mejores ciudadanos de Darakemba que los hijos de Motiak. No les dejéis partir.
Esa noche durmieron junto a Akma en la carretera, y al anochecer del día siguiente llegaron a Darakemba. La noticia los había precedido, y cuando llegaron a la casa de Akma una numerosa muchedumbre se apartó para cederles el paso. Akmaro y Chebeya aguardaban en la puerta el cuerpo inerte de su hijo. El rey y Edhadeya lo hacían en el interior de la casa; y todos sollozaron ante el afecto con que padre y hermana los abrazaron, y lloraron nuevamente cuando Akmaro y Chebeya se arrodillaron frente al hijo inconsciente.
El ser de luz apareció en la carretera. El suelo tembló. Akma tendría que haberse sorprendido, pero no se sorprendió. Era extraño que no le resultara extraño. Mientras el mensajero hablaba, Akma pensaba: ¿Por qué has tardado tanto?
En cuanto notó su falta de sorpresa, se sorprendió de ella. Era imposible que esperase semejante cosa. Ignoraba la existencia de esa extraña criatura, y en sus estudios nunca se había encontrado con nada similar. Además, la experiencia no demostraba nada. Podía ser una mera alucinación compartida por un grupo de cinco hombres que necesitaban desesperadamente una confirmación de su importancia para el universo. En vez de demostrar que existía el Guardián de la Tierra, esta experiencia podía demostrar el ineludible poder inconsciente de una creencia infantil, aun sobre hombres que creían haberla superado.
Pero cuando el mensajero siguió hablando —¿Y cómo puedo oír cada palabra y tener tiempo de elaborar estos pensamientos? ¡Qué lucidez tan extraordinaria! Me gustaría hablar con Bego sobre este fenómeno. ¿Pero qué hizo el rey con Bego? Me voy por la tangente, preguntándome por Bego, pero no me pierdo una sola palabra del mensaje—, Akma supo que no era una alucinación compartida, o que en todo caso era una alucinación inducida por el Guardián de la Tierra, porque aquello sin duda tenía un origen externo. ¿Cómo lo sabía? Era como decía Edhadeya. Uno notaba la diferencia cuando sucedía. Sólo que ahora no es obra del ser de luz. No, eso es sólo un alarde, un espectáculo. No es porque mis ojos estén deslumbrados ni porque tiemble el suelo bajo mis pies ni por el estrépito ni el humo ni esa voz extraña. Es que, sencillamente, lo sé.
Y luego pensó: Siempre lo he sabido.
Recordó el momento más terrorífico de su vida, cuando los hijos del Pabulog lo derribaron para torturarlo y humillarlo. En ese momento no podía expresarlo con palabras, pero por debajo del miedo sentía vergüenza de su impotencia, y debajo había un férreo coraje que lo instaba a no pedir misericordia, que lo sostenía y le permitía caminar, desnudo y embadurnado de fango y desperdicios, de vuelta hacia su gente. En aquel momento supo qué era esa fuerza. Era la certeza absoluta del amor de sus padres —y ese recuerdo era un puñaclass="underline" Yo tenía ese amor, aún lo tengo, era tan firme como creía entonces, mi fe no era errada, y mira lo que hice con ellos—, una aprehensión del vínculo que los unía, como si tuviera la capacidad de su madre descifradora sin haberlo notado conscientemente.
Y debajo de eso había algo más. La sensación de que alguien observaba lo que sucedía, observaba y decía: Lo que hacen estos muchachos está mal. El amor que tus padres sienten por ti es justo. Tu llanto y tu vergüenza no son defectos, no puedes evitarlo. Tu intento de demostrar coraje es digno. Es justo que regreses con los tuyos. Un juez evaluando constantemente el valor moral de lo que hacía. ¿Cómo podía recordar ahora algo que no había notado en aquel momento? Y sin embargo sabía, sin lugar a dudas, que ese observador había estado presente continuamente, y que él amaba esa voz interior, porque cuando actuaba bien se lo decía.
El mensajero dijo:
—El Guardián ha oído las súplicas de los Guardados, y también la súplica de tu padre, fiel servidor del Guardián.
¿Cuánto tiempo había durado aquel discurso? No demasiado; apenas había comenzado, podía notarlo. Era como si supiera cada palabra que diría el mensajero y cuánto tiempo duraría cada parte del mensaje, de modo que su mente podía repartir su atención entre los breves instantes necesarios para oír y entender las palabras y los grandes intersticios que separaban esos instantes, en los que podía investigar el misterio de aquel observador que había llevado inadvertidamente en su interior durante años.
Se vio a sí mismo sentado en una colina mientras su padre enseñaba a los pabulogi. Sintió la furia en su corazón de niño, se oyó jurar venganza. ¿Pero contra quién? Ahora veía lo que no había visto entonces. Su rabia no era contra los pabulogi, ni siquiera contra su padre. No, la cólera que le desgarraba el corazón era contra todos y contra ninguno. Era contra el Guardián de la Tierra, por atreverse a salvar a su pueblo sin valerse de Akma como su instrumento.
¿Y qué decía entonces ese observador secreto? Nada. Nada en absoluto. Se había replegado. Callaba en su interior mientras su corazón hervía de furia por no haber sido elegido.
Yo lo ahuyenté. Entonces quedé vacío.
Pero no, no del todo vacío, pues ahora lo sentía como un murmullo, una marca diminuta, una estrella borrosa. El observador aún seguía ahí, y decía en silencio: No era tu momento, aún no era tu momento, sé paciente, el plan es más amplio que tú, necesitaba a otros en esa ocasión, tu hora llegará…
Así que el observador estaba allí, pero no influía sobre él porque él lo sofocaba con su rabia.
Y ahora, al mirar en su interior, comprendió que el observador aún estaba dentro de él, una voz detrás de la voz de su mente, comentando continuamente cada pensamiento consciente, pero huyendo de la conciencia cuando él intentaba aprehender esa elusiva sabiduría. Recordaba el comentario previo, pero no atinaba a oír el comentario actual.
Ahora me conoces, había dicho el observador. Siempre me has conocido, pero ahora sabes que me conoces.
Sí, respondió Akma. Eres el Guardián de la Tierra, y siempre has formado parte de mí. Has sido como una chispa que permanecía viva en mi interior aunque yo tratara de apagar ese fuego, aunque yo te desafiara.