A la derecha de Mon, el tesorero y el proveedor hablaban como de costumbre de su trabajo, aunque en voz baja, para no perderse lo que se decía cerca del rey, donde los soldados narraban anécdotas sobre las recientes incursiones y escaramuzas. Siendo humanos adultos, el tesorero y el proveedor eran mucho más altos que Mon, y tras los saludos iniciales lo ignoraban. Mon era tan alto como la gente del cielo que tenía a su izquierda, y además conocía mejor a Bego, así que hablaba con ellos.
—Debo contarle algo a Padre —le dijo a Bego.
Bego masticó y tragó, clavando en Mon sus ojos fatigados.
—Pues cuéntaselo.
—Exactamente —murmuró bGo.
—Es un sueño —dijo Mon.
—Pues cuéntaselo a tu madre —dijo Bego—. Las mujeres medias aún prestan atención a esas cosas.
—Cierto —murmuró bGo.
—Pero es un sueño verdadero —puntualizó Mon. bGo se irguió en la silla.
—¿Y cómo lo sabes?
Mon se encogió de hombros.
—Lo sé.
bGo se volvió hacia Bego y ambos se miraron fijamente, como si entablaran una comunicación silenciosa. Luego miraron a Mon.
—Sé prudente al hacer tales afirmaciones.
—Soy prudente. Sólo las hago si estoy seguro, y sólo cuando importa.
Era algo que Bego les había enseñado en la escuela: «Cuando podáis evitar una decisión, eso debéis hacer. Tomad decisiones sólo cuando estéis seguros, y sólo cuando importe.»
Bego cabeceó al oír que Mon repetía su precepto.
—Si él me cree, será un tema para el consejo de guerra —dijo Mon.
Bego estudió a Mon. También bGo, por un instante, pero luego puso los ojos en blanco y se repantigó en la silla.
—Presiento que se aproxima una escena embarazosa —murmuró.
—Embarazosa sólo si el príncipe es tonto —dijo Bego—. ¿Lo eres?
—No —contestó Mon—. No en este asunto, al menos.
Pero al decirlo, Mon se preguntó si no actuaba como un tonto. A fin de cuentas, el sueño era de Edhadeya, no suyo. Y había algo que fallaba en su interpretación. Pero una cosa era segura: era un sueño verdadero, y significaba que en alguna parte los humanos —humanos nafari— vivían en dolorosa servidumbre bajo los látigos de cavadores elemaki.
Bego aguardó un instante, como para cerciorarse de que Mon no se echaría atrás. Luego alzó la mano derecha.
—Padre Motiak —dijo en voz alta.
Su voz cortante interrumpió la ruidosa conversación del otro extremo de la mesa. Monush, durante muchos años el guerrero más poderoso del reino, el hombre de quien Mon había heredado el nombre, se interrumpió en medio de una anécdota. Mon se alarmó. ¿Bego no podía haber esperado una pausa natural en la conversación?
La afable expresión de su padre no cambió.
—Bego, memoria de mi pueblo, ¿qué tienes que decir en el consejo de guerra?
Había en estas palabras un deje amenazador, aunque su tono era sereno y amable, como de costumbre.
—Mientras los soldados están sentados a la mesa —dijo Bego—, un notable del reino tiene información interesante que, si decides prestarle atención, será objeto de un consejo de guerra.
—¿Y quién es ese notable? ¿Cuál es esa información? —preguntó Padre.
—Se sienta al lado de mi otro-yo —dijo Bego—, y él mismo puede darte la información.
Todos los ojos se clavaron en Mon y por un instante quiso echar a correr. Al pedirle el favor, ¿Edhadeya había comprendido lo terrible que sería aquel momento? Pero Mon sabía que no podía amilanarse ahora. Si se echaba atrás, humillaría a Bego y se avergonzaría a sí mismo. Aunque no creyeran en su mensaje, tenía que comunicarlo, y con determinación.
Se puso de pie y, tal como hacía su padre antes de un discurso, miró a todos los dirigentes del reino a los ojos. En sus rostros leyó sorpresa, diversión, ostensible paciencia. Miró a Aronha el último, y para su alivio vio que Aronha estaba serio y parecía interesado, no se burlaba ni se avergonzaba de él. Aronha, gracias por tu respeto.
—Mi información proviene de un sueño verdadero —dijo Mon al fin.
Un murmullo recorrió la mesa. ¿ Quién se había atrevido a hablar de un sueño verdadero en muchas generaciones? ¿Y estando sentado a la mesa del rey?
—¿Cómo sabes que es un sueño verdadero? —preguntó Padre.
Era algo que Mon nunca había podido explicar a nadie, ni siquiera a sí mismo. No lo intentó ahora.
—Es un sueño verdadero —afirmó.
Otro susurro recorrió la mesa, y mientras algunos de los rostros impacientes adoptaban una expresión burlona, los rostros burlones se ponían serios.
—Al menos prestan atención —murmuró bGo. Padre habló de nuevo, consternado.
—Cuéntanos el sueño, pues, y por qué es objeto de un consejo de guerra.
—El mismo sueño se ha repetido varias noches —dijo Mon. Se cuidó de decir quién lo había soñado. Sabía que darían por sentado que era él, pero nadie se atrevería a llamarlo mentiroso—. Un niño y su hermana, de la edad de Ominer y Khimin, trabajan en los campos como esclavos, debilitados por el hambre, azotados por capataces que son gente del suelo.
Ahora había logrado llamar la atención. Cavadores con esclavos humanos. Eso exasperaba a todos, aunque sabían que sucedía de vez en cuando.
—En una ocasión el niño fue golpeado por niños humanos. Humanos que dominaban a los cavadores. El niño fue valiente y no lloró mientras lo humillaban. Actuó con dignidad.
Los soldados asintieron con un gesto de la cabeza. Entendían a qué se refería.
—De noche el niño, su hermana y sus padres yacían en silencio. Creo… creo que se les prohíbe hablar en voz alta. Pero pedían ayuda. Pedían que alguien los rescatara de la esclavitud.
Mon hizo una pausa, y en el silencio se oyó la voz de Monush.
—No dudo que este sueño sea verdadero; sabemos que muchos humanos y ángeles son esclavos entre los elemaki. ¿Pero qué podemos hacer? Consagramos todas nuestras fuerzas a proteger la libertad de nuestra gente.
—Pero Monush —dijo Mon—, ellos son nuestra gente. Los susurros se llenaron de exaltación.
—Dejad que mi hijo hable —pidió Padre. Los susurros cesaron.
Mon se sonrojó. Padre había admitido que él era su hijo, sí, y eso era bueno, pero no había usado la fórmula tradicional «Dejad que hable mi consejero», que habría significado que aceptaba totalmente lo que él decía. Aún estaba a prueba. Gracias a Edhadeya. Si esto sale mal, puedo quedar humillado de por vida. Se me conocerá como el segundogénito que dijo necedades impertinentes en un consejo de guerra.
—No hay gente del cielo entre ellos —dijo Mon—. ¿Quién ha oído hablar de un reino semejante? Son los zenifi, y nos piden auxilio.
Husu, el ángel que servía al rey como espía principal, al mando de cientos de fuertes y valientes ángeles que vigilaban continuamente las fronteras del reino, alzó el ala derecha, y Mon inclinó la cabeza para ofrecerle el oído del rey. Mon ya había visto hacerlo en el consejo, pero como él nunca había contado con el oído del rey, era la primera vez que participaba en los protocolos de la deliberación formal.
—Aunque el sueño sea verdadero y los zenifi nos pidan ayuda en sueños —dijo Husu—, ¿qué derecho tienen a reclamarla? Ellos rechazaron la decisión del primer Motiak y rehusaron vivir en un lugar donde la gente del cielo superase a la gente media en una proporción de cinco a uno. Abandonaron Darakemba por voluntad propia, para regresar a la tierra de Nafai. Creíamos que los habían destruido. Si nos enteramos de que viven, nos alegra, pero nada más. Si nos enteramos de que son esclavos, nos entristece, pero tampoco significa más.