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Ahora la rodeaba un caos perpetuo, niños que iban y venían, maestras cuyas vidas comenzaban en otra parte y ella nunca podía conocer del todo, preguntas sin respuesta, necesidades insatisfechas. Era lo que más había temido, y ahora que vivía en medio de ello no entendía por qué. Esto era la vida. De esto se rodeaba el Guardián. La perpetua falta de resolución. Un cuadro sin marco, una serie de acordes que nunca regresaban a la tónica más que un instante fugaz. Shedemei no se imaginaba otra manera de vivir.

Sin embargo ahora estaba fuera de sí, dispuesta a rugirle a cualquiera que se cruzara en su camino. Sabía que las alumnas corrían la voz cuando ella estaba de aquel humor. «Tormenta», decían, como si Shedemei fuera tan inevitable como el tiempo. Las maestras también corrían la voz, y esperaban para presentarle a Shedemei sus últimos problemas y requerimientos. Primero que despeje. Y a Shedemei le parecía bien. Que las maestras decidieran si los asuntos tenían suficiente importancia como para enfrentarse al león en su cubil.

Así que le sorprendió —y le irritó— que alguien llamara a la puerta de su pequeño despacho.

—Adelante —dijo.

La visitante tenía problemas con el pestillo. Una de las chiquillas, pues. Sin duda una maestra podría haber resuelto el problema sin enviarla al despacho de la directora.

Shedemei se levantó a abrir. No era una niña, sino Voozhum.

—Madre Voozhum —dijo—, adelante, siéntate. No tienes que venir a mi despacho. Envía a una de las niñas y yo iré a verte.

—No sería adecuado —dijo Voozhum, sentándose en un taburete; las sillas no servían para la gente del suelo, y menos para los viejos y frágiles.

—No discutiré contigo —dijo Shedemei—. Pero la edad tiene sus privilegios y deberías aprovecharlos.

—Los aprovecho —dijo Voozhum—. Con los que son más jóvenes que yo.

Shedemei se ponía de mal humor cuando Voozhum trataba de hacerle admitir que ella era la Insepulta. Le molestaba mentirle, pero no podía confiar en que la anciana recordara que debía guardar el secreto.

—Nunca he conocido a nadie más viejo que tú —dijo—. Y bien, ¿qué te trae por aquí?

—He tenido un sueño —dijo Voozhum—. Un sueño extraordinario que me hizo despertar y mojar la cama.

Shedemei no sabía si divertirse o enfadarse con la complacencia de Voozhum en su progresiva incontinencia.

—Algo que se repite cada vez con más frecuencia, por lo que veo.

Ignorando su mordacidad, Voozhum continuó:

—He considerado aconsejable prevenirte. Akma vendrá hoy.

Shedemei suspiró. Justo lo que necesitaba.

—¿Se lo has dicho a Edhadeya?

—¿Para que corra a ocultarse? No, es hora de que esa joven se enfrente a su futuro.

—Edhadeya es quien debe decidir si Akma tiene algo que} ver con su futuro, ¿no crees?

—No, no lo creo. Está pendiente de cada noticia que hay sobre ese muchacho. Sabe que él ha cambiado. La he visto languidecer por él, y cuando menciono a Akma pone esa carita tristona, dice que la alegra que él haya dejado de causar problemas y continúa con sus ocupaciones. Prácticamente estuvo viviendo en casa de Akmaro durante los tres días en que el Guardián trabajaba en Akma, pero en cuanto él despertó Edhadeya se negó a dejar la escuela. Creo que es una cobarde.

—Akma ha cambiado —dijo Shedemei—. Es natural que la muchacha tema que también hayan cambiado sus sentimientos por ella.

—Eso no es lo que ella teme —dijo Voozhum con desdén—. Sabe que sus corazones están unidos. Edhadeya te tiene miedo a ti.

—¿A mí?

—Teme que no le des la escuela si se casa con Akma.

—¡Darle la escuela! ¿Qué? ¿Acaso me estoy muriendo y nadie me lo ha dicho? La escuela es mía.

—Ella tiene la absurda idea de que es más joven que tú y de que quizá viva más que tú —señaló Voozhum—. No sabe lo que yo sé.

—Bien, supongo que alguna vez entregaré la escuela.

—¿Pero se la darás a una mujer casada que debe satisfacer las exigencias de su vida conyugal?

—Es prematuro casarlos —dijo Shedemei—. Y es prematuro decidir si ella tendrá la libertad para dirigir la escuela, y más que prematuro pensar en mi partida, porque te prometo que no será pronto.

—¡Pues díselo! Dile que tendrá tiempo para parir muchos hijos antes de que el puesto de directora quede vacante. Debes tener cierta consideración por las incertidumbres de los demás, ¿quieres?

Shedemei se echó a reír.

—Verdaderamente no me hablas como si realmente creyeras que soy una deidad menor.

—Cuando los dioses descienden para convertirse en mujeres, creo que deben vivir la experiencia en su plenitud, sin trabas. Además, ¿qué vas a hacer? ¿Fulminarme? Yo podría caer redonda en cualquier momento. Cada vez que cruzo el patio hasta el dormitorio, agradezco haber sobrevivido al viaje.

—Te he ofrecido que duermas junto al aula.

—No seas absurda. Necesito el ejercicio. Y, a diferencia de ciertas personas, no me interesa vivir para siempre. No tengo que enterarme de cómo terminan las cosas.

—Tampoco yo, en realidad —dijo Shedemei—. Ya no.

—Sólo he venido para decirte, si estás dispuesta a escuchar, que ésta es la primera vez que Akma sale. Todavía se tambalea un poco. Y creo que es significativo que haya escogido venir aquí. No sólo por Edhadeya.

—¿A qué te refieres?

—En mi sueño vi a un simpático joven humano, con una bella mujer detrás; él sostenía con una mano la mano de un viejo ángel, y con la otra la mano de una decrépita cavadora de aspecto tan desagradable que no tardé en comprender que era yo. Una voz me dijo, en el antiguo idioma de mi pueblo: Éste es el cumplimiento de un sueño antiguo, y una promesa de gloriosos tiempos venideros.

—Entiendo —dijo Shedemei—. El Guardián quiere un espectáculo.

—Creo que sería aconsejable que las niñas corrieran la voz en cuanto él llegue. Es preciso que mucha gente lo vea y lo difunda. Necesitamos un público.

Shedemei se levantó.

—Si eso aconsejan las sabias mujeres de los túneles, así se hará. Tú quédate cerca de la puerta delantera. Iré a buscar a los demás actores de nuestro pequeño drama.

Akma pidió a sus padres que lo acompañaran, pero ellos se negaron.

—No nos necesitas. Sólo vas a la escuela de Shedemei. No necesitas que hablemos en tu nombre.

Pero lo necesitaba. Se sentía cohibido al enfrentarse al mundo. No porque fuera reacio a aceptar la vergüenza pública que sufriría. Eso era algo que agradecía, sabiendo que formaba parte de su misión: curar Darakemba del daño que había causado. No, sólo temía no saber qué decir, actuar de forma equivocada, causar todavía más daño. Recordando lo que había sentido al tener todos sus crímenes ante él, temía hacer algo que aumentara esa insoportable carga de fechorías. Aunque al sondear su corazón sólo hallaba el afán de servir al Guardián, sabía que el orgullo que tanto había distorsionado su vida acechaba en su interior. Tal vez un día pudiera confiar en que lo había superado por completo, pero por ahora sentía miedo de sí mismo, sentía miedo de que al reanudar su vida pública comenzara a reunir gente como antes, y de buscar nuevamente la adulación como un ebrio busca la botella, en vez de usar su poder para bien de los demás.

Esto le preocupaba porque no veía el cambio operado en sí mismo. Sus padres sí que lo veían, sin embargo, mientras él se iba a regañadientes de casa y salía a la calle; recordaban que antes caminaba exhibiéndose, atrayendo la mirada de todos los peatones, exigiendo que lo mirasen con agrado. Ahora caminaba tímidamente. No miraba a los demás para obtener su amor, sino para comprenderlos, para preguntarse quiénes eran. Como el Guardián, se mantenía casi invisible en la calle pero lo veía todo. Akmaro y Chebeya lo siguieron con los ojos, se abrazaron en el umbral y entraron.