Akma llegó a la esquina donde la Casa de Rasaro ocupaba varios edificios. Nunca había estado en la escuela, pero no le costó encontrarla. El lugar era famoso. Tenía la rara sensación de que era una visita esperada, de que había gente mirando por las ventanas. ¿Pero cómo podían saber que él iría? Lo había decidido aquella misma mañana, y no se lo había dicho a nadie salvo a sus padres. Ellos no habrían corrido la voz.
En la puerta lo recibió una mujer de aspecto severo que le doblaba la edad.
—Bienvenido, Akma. Soy Shedemei. Te conozco porque te examiné mientras yacías inerte en casa de tu madre.
—Lo sé. He venido a agradecértelo. Entre otras cosas.
—No tienes nada que agradecer. Les dije lo que ya sabían. Que todavía no estabas muerto y que tu supervivencia dependía del Guardián. Espero que escribas la experiencia que tuviste en esos tres días de… de lo que haya sido.
—No había pensado en ello —dijo Akma—. De todos modos no podría escribirla. Tendría que enumerar todos mis crímenes, que son innumerables. —Para su asombro, pudo decir esto con serenidad, sin servilismo ni crispación.
—Bien, ya me lo has agradecido —dijo Shedemei—. ¿A qué otra cosa has venido?
—En realidad no lo sé. Espero ver a Edhadeya, pero no es el único motivo por el cual he venido. Esta mañana me he despertado sabiendo que era hora de salir, y que debía venir aquí. Sólo después he recordado que aquí estaría Edhadeya. No sé. Tal vez el Guardián me indicó lo que deseaba de mí, tal vez no. Ahora que ha pasado mi crisis, la voz del Guardián no me resulta más clara que a los demás.
—No te creo —dijo Shedemei.
—Es verdad. La única diferencia es que ahora procuro oír su voz, mientras que antes procuraba esconderme de ella.
—Pues eso lo cambia todo. Y sí, creo que tienes razón, el Guardián deseaba que vinieras aquí. Nos han advertido de que vendrías y hemos hecho planes. Una pequeña celebración. Una imagen que creemos que el Guardián quiere dar al mundo.
Akma sintió un pánico abrumador.
—No quiero participar en ningún acto público todavía.
—Eso es porque recuerdas cuánto daño hiciste en público, y cuánto te perjudicaste.
Le asombró que Shedemei comprendiera aquello, cuando él acababa de comprenderlo esa mañana.
—Lo que todavía no has entendido —continuó ella— es que será preciso que deshagas en público el daño que hiciste en público. Tendrás que pronunciar muchos discursos, usando tu talento para la polémica, sólo que esta vez del lado de la verdad. En cierto modo es más difícil, pues debes respetar más reglas. Pero también es más fácil, pues puedes hablar más con el corazón y menos con la cabeza. No tienes que calcular la verdad como antes calculabas una mentira.
—Supongo que tienes razón.
—Tener razón es mi negocio —dijo ella—. Por eso soy tan buena profesora. —Shedemei le guiñó el ojo—. Estoy bromeando, Akma. Aunque cueste creerlo, tengo sentido del humor. Espero que no hayas perdido el tuyo.
—No. Yo sólo… últimamente me distraigo con facilidad. Alguien se acercaba por el pasillo. Akma le reconoció de inmediato, aunque estaba en la penumbra.
—Bego —susurró—. Bego. ¿Eres tú? No sabía que estuvieras aquí.
Bego apresuró el paso y, olvidando toda dignidad, abrió las alas y se deslizó un poco, lanzándose hacia su ex alumno.
—Akma, no sabes cuánto te echaba de menos. ¿Me perdonarás?
—¿Por qué, Bego?
—Por usarte, por descarriarte, por tratar de guiar tus pensamientos sin decírtelo. Éstos fueron crímenes capitales, Akma. Sé que piensas que eres un sujeto malvado, de modo que mis faltas te parecen menores, pero has de saber…
—Lo sé —dijo Akma—. Lo único que recuerdo del tiempo que compartimos es que me diste el don de tu sabiduría y tu erudición, y que recibí mucha fuerza de tu confianza en mí. —Sostuvo las manos de su maestro, y los pliegues de las alas de Bego le cubrieron los dedos—. Temía por ti, por el castigo que Motiak pudiera infligirte.
Bego rió.
—Creí que era el fin del mundo. ¿Sabes cuál fue el castigo? Me prohibió leer. Me negó el acceso a la biblioteca. Tres espías permanecían conmigo, turnándose para vigilarme, para cerciorarse de que ni siquiera escribiera mi nombre en la tierra con una vara. No podía leer ni escribir. Creí que enloquecería. Mi vida eran los libros. Las únicas personas que valoraba eran esos pocos que, como tú, se sentían tan cómodos como yo con la lectura. La prohibición me sacaba de quicio. Vivía como un lunático, apenas dormía, ansiaba la muerte. Hasta que un día comprendí. ¿Qué son los libros, a fin de cuentas? Las palabras de hombres y mujeres que tenían algo que decir. Pero cuando lees el libro, la única voz que oyes en la cabeza es la tuya. Tienes la ventaja de la permanencia, de poder releer una y otra vez las mismas palabras. Pero eso es un engaño, porque crea la impresión de que el autor piensa y habla para siempre, cuando el autor, una vez escrito el libro, cambia y se convierte en otra persona, siempre interesante porque se renueva sin cesar. Leer un libro es vivir entre los muertos, bailar con las piedras. ¿Por qué llorar por haber perdido la compañía de los muertos, cuando los vivos todavía estaban allí, con libros todavía no escritos o, mejor dicho, escritos a cada instante de su vida?
—Y entonces viniste aquí.
—¡Vine aquí! Vine aquí y le rogué a Shedemei que me aceptara, aunque me estaba prohibido leer. Ella sólo me permitió asistir a las clases de Voozhum, porque la anciana está tan ciega que no puede recomendar lecturas, sólo habla y sus alumnas escuchan y responden. ¡Pero era una cavadora! ¿Te imaginas cuánto me costó? ¡Era humillante! Ahora me río al pensar en ello. ¡Esa mujer es un tesoro! No ha escrito nada, y si hubiera seguido viviendo entre libros yo nunca habría oído su voz. Te aseguro, Akma, que en toda la biblioteca del rey no hay un filósofo moral de tanta sutileza y tanta… humanidad.
Akma se echó a reír y abrazó al hombrecito. En todos los días que habían compartido como maestro y alumno, nunca se habían abrazado de aquella manera, porque siempre se interponían los libros. Pero era agradable sentir el roce de las alas de ese hombre contra los muslos mientras los largos brazos le rodeaban la cintura.
—Bego, cuánto me alegra que ambos hayamos encontrado nuestro camino hacia la curación. Bego asintió; se apartó de él.
—Curar lo que se puede curar, deshacer lo que se puede deshacer. Yo no podría reparar el daño que te causé, sólo podía esperar que tú y el Guardián lo resolvieran. Y en cuanto a mi vida… he llegado demasiado tarde a las cosas que he aprendido. No he tenido esposa, no he participado en el gran ciclo del florecimiento, la semilla y el retoño. Ahora soy sólo un viejo tocón y no hay más flores en mí. Pero eso no significa que sienta tristeza o compasión de mí mismo. No me interpretes mal, muchacho. Soy más feliz que nunca.
—Sin duda el rey te levantará el castigo.
—No lo he pedido. De cualquier modo, sé todo lo que puede enseñarme la biblioteca. Ahora estoy ocupado aprendiendo que estas niñas no son sólo una masa de incordios, sino incordios individuales y singulares que me resultan cada vez más interesantes. La mayoría de los libros que he leído eran obra de hombres, y al leerlos parecía que no existiera una mujer inteligente. El parloteo de estas niñas me está descubriendo un mundo nuevo.