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Genovase se mostró afable y aparentemente capaz de reconocer una disposición obstinada.

– Rodee la barra, suba las escaleras, siga el pasillo, la última puerta a la derecha.

– Gracias. Buenas noches. -Clavó la mirada en el hueco que había entre Kincaid y Deveney y añadió-: Los veré por la mañana.

A Kincaid se le quedaron bloqueadas en la boca una docena de excusas para pedirle que se quedara, para subir con ella. Cualquier cosa que hiciera les haría quedar como tontos y podría levantar justo las sospechas que no se podía permitir. De modo que se quedó aguantando sentado, abatido y en silencio su frustración hasta que ella desapareció por la puerta del final de la barra. Deveney también la había seguido con la mirada y parecía tener problemas para apartar los ojos de la puerta vacía.

Genovase levantó su vaso.

– Salud. Invita la casa, Nick, para que no me cojas por saltarme la legislación. Pero espero ser pagado en especies.

– Es justo -acordó Deveney. Luego, cuando tomó el primer sorbo del whisky, añadió-: Mm, vaya, lo necesitaba. En fin, supongo que has oído que han matado al comandante Gilbert.

Genovase asintió.

– Pero Claire y Lucy están bien, ¿no?

– Están en estado de shock, pero bien a pesar de todo. Ellas han encontrado el cuerpo.

En la cara de Genovase se podía ver una mezcla de alivio y angustia. Dijo:

– ¡Oh, no! -Limpió con fruición una mancha invisible de la barra-. ¿Ha sido muy horrible? ¿Qué…? -El leve movimiento de cabeza de Deveney lo paró-. ¿Información clasificada? Lo siento.

– No daremos a conocer los detalles durante algún tiempo -dijo Deveney con estudiada diplomacia.

Kincaid sabía que sería difícil mantener cualquier cosa en secreto en un pueblo de estas dimensiones, pero debían intentarlo hasta que los interrogatorios puerta a puerta hubieran acabado, por si a alguien se le escapaba algo que no debía saber.

– ¿Eras amigo de las Gilbert? -preguntó Deveney a Genovase, empujando su taburete hasta poder apoyar los codos en la barra.

– Es un pueblo pequeño, Nick. Ya sabes cómo son estas cosas. Claire y Lucy son muy apreciadas.

Kincaid dio otro sorbo a su bebida y dijo con indiferencia:

– ¿Y el comandante no?

Por primera vez Brian se mostró receloso.

– No es lo que he dicho.

– No. No lo ha hecho. -Kincaid le sonrió-. Pero, ¿es cierto?

Tras considerarlo un momento Genovase dijo:

– Deje que se lo diga de otro modo. Alastair Gilbert no era de los que se esforzara por ser popular por aquí, ni de largo.

– ¿Alguna razón en particular? -preguntó Kincaid. Él sabía por propia experiencia que Gilbert tampoco se había esforzado por ser popular entre sus agentes. De hecho, parecía disfrutar sacando partido de su rango superior.

– En realidad, no. Un cúmulo de pequeños malentendidos amplificados por los chismorreos. Ya sabe cómo son estos asuntos -repitió-, en un pueblo como éste las cosas se exageran a veces de manera desproporcionada. -Era obvio que no quería explayarse más. Genovase se terminó su bebida de un trago y dejó el vaso.

Deveney hizo lo mismo y bostezó.

– No me apetece nada este caso, se lo aseguro. Mejor usted que yo en la línea de fuego, colega -dijo mirando a Kincaid-. Por mí puede quedárselo.

– Gracias -dijo Kincaid con considerable ironía. Se terminó su propia copa más lentamente, saboreando con placer el calor que descendía por su garganta. Luego se levantó y cogió su abrigo y su bolsa-. Ya es tarde, me voy a dormir. -Miró su reloj y soltó un improperio-. Apenas vale la pena meterse en la cama.

– Su habitación es la última a la izquierda, señor Kincaid -dijo Genovase-. Tendré el desayuno preparado para usted por la mañana.

Kincaid dio las gracias por todo y cuando se dio la vuelta para marcharse Deveney le tocó en el brazo y le dijo en voz baja:

– La sargento, Gemma. Imagino que no está casada, ¿no?

Pasaron unos segundos antes de que Kincaid se viera capaz de responder, pero lo hizo con bastante normalidad:

– No. No lo está.

– Está… ¿disponible?

– Eso -masculló Kincaid- es algo que tendrá que preguntarle usted mismo.

3

El dolor se había hecho patente en la cara de Kincaid. Gemma no se lo había esperado y eso hizo que flojeara su determinación. Durante los días que había pasado escondida en casa de su hermana, mirando a Toby jugar en el parque con sus primos y pensando frenéticamente en lo que debía hacer, llegó a convencerse de que él estaría encantado de ignorar lo sucedido, o aliviado, incluso agradecido. De modo que había preparado su breve discurso, ofreciéndole una escapatoria que él pudiera aceptar con una sonrisa ligeramente embarazosa y lo ensayó tantas veces en su mente que casi le podía oír decir: «Por supuesto, tienes toda la razón Gemma. Simplemente seguiremos como antes, ¿de acuerdo?»

La experiencia le debería haber enseñado que Duncan Kincaid nunca se comportaba como uno espera. La fría habitación le produjo escalofríos. Abrió la cama y dispuso encima el camisón. Revolvió en su bolsa de viaje hasta que encontró un estuche con cremallera que contenía su cepillo de dientes y leche limpiadora y se dirigió con resolución hacia la puerta.

Luego, de repente, sin fuerzas, volvió a la cama y se sentó en el borde. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida, en los días que pasaron como siglos desde la noche en el piso de Kincaid, como para pensar que iba a poder permanecer inmune a su presencia física? En cuanto lo vio el recuerdo la había inundado con una sacudida, como el gancho de un boxeador, cortándole el aliento y debilitándola. Había hecho todo lo posible por no bajar la guardia y ahora no podía soportar la idea de encontrárselo por el pasillo. Ya no le quedaba armadura. Una palabra amable, un roce delicado y se desmoronaría.

Pero tenía que dormir o no sería capaz de tratar los otros asuntos por la mañana. De modo que escuchó con atención, atenta al crujido de un peldaño o al sonido de una puerta abriéndose. Tranquilizada por el silencio, salió de su habitación y caminó de puntillas por el pasillo hasta el baño.

Cuando salió al cabo de unos minutos, la puerta del lado opuesto al baño se estaba cerrando. Se detuvo con el corazón latiéndole con fuerza. Se autocensuró por lo absurdo de su comportamiento cuando alcanzó a ver que la persona tras la puerta no era Kincaid. Frunció el ceño mientras juntaba las piezas de la breve imagen obtenida: melena rubia rizada que llegaba hasta unos hombros masculinos. Hizo un gesto de indiferencia y regresó a su habitación. Entró en su cuarto suspirando agradecida.

Si, tras haberse puesto el cálido camisón y metido bajo el edredón, le quedó una migaja de decepción tras su sensación de alivio, Gemma la enterró a gran profundidad.

* * *

La aparición del Royal Surrey County Hospital no animó el ambiente en el pequeño coche. Gemma estudió la mole de ladrillo sucio y se preguntó por qué no se les había ocurrido a los arquitectos que las personas enfermas quizás necesitaran un poco más de alegría.

– Ya lo sé -dijo Will Darling como si le hubiera leído la mente-. Es institucionalmente horrible. No obstante, es un buen hospital. Unieron diversos hospitales menores cuando construyeron éste. Y ofrece todo el tipo de atenciones que pueda imaginar.

Darling había llegado al pub justo cuando Gemma y Kincaid estaban acabando su desayuno. Habían comido en un incómodo silencio y les sirvió un igualmente apagado Brian Genovase.

– No soy madrugador -les había dicho con un atisbo de sonrisa-. Forma parte del trabajo. -No obstante, el desayuno había sido bueno. El tipo sabía cocinar a pesar de que su don de gentes no estaba en su mejor momento. Gemma se había obligado a comer sabiendo que necesitaba alimentarse para poder superar la jornada.

– El inspector jefe debería haber llegado aquí antes que nosotros -dijo Darling estudiando los coches aparcados mientras conducía hacia la parte trasera del hospital y se detenía en un espacio cercano a las puertas del depósito de cadáveres-. Estoy seguro de que llegará en unos minutos.