– ¿Y algún otro rastro? -preguntó Karin.
– Hemos recogido bastantes cosas: bolsas de plástico, palitos de helado, colillas, alguna que otra botella, nada particularmente interesente.
– Deberíamos ir a hablar con otros propietarios de caballos de esa zona para averiguar si a ellos les ha sucedido algo sospechoso -propuso Karin-. A veces no queda más remedio que ir a hablar con la gente.
– Lo que no sé es cuántos medios debemos destinar a un caso así -comentó Knutas-. A pesar de todo, sólo se trata de un animal.
– ¿Cómo que sólo? Es un caso espantoso de maltrato animal -replicó Karin indignada-. ¿Vamos a dejar de investigarlo sólo porque la víctima no sea una persona?
– Alguien que actúa de esa manera contra un animal seguro que también puede ser peligroso para las personas -añadió Wittberg.
– De momento la televisión ha conseguido asustar de verdad a la gente tras el reportaje de ayer. El público exige que hagamos todo lo que podamos para encontrar al que mató al caballo. El teléfono no deja de sonar. Me imagino que vamos a tener que dedicar tantas horas a tranquilizar a la gente escandalizada como las que dediquemos a la propia investigación. En cualquier caso, nosotros también tenemos que hablar de este degüello. ¿Qué clase de persona puede hacer una cosa así?
Knutas deslizó la mirada sobre sus colegas.
– Yo creo que parece como si alguien quisiera vengarse personalmente del granjero. O, tal vez, de la mujer o, ¿por qué no?, del hijo mayor… -Norrby, pensativo, se frotó de nuevo la barbilla bien rasurada-. Lo que está claro es que se trata de una amenaza, una vendetta grotesca.
– También puede ser que tenga que ver con lo que faltaba en el prado, es decir, la cabeza -observó Knutas-. ¿Para qué quiere el criminal la cabeza? Quizá deberíamos empezar tirando de ese extremo del ovillo. ¿No pensará lucirla como un trofeo y colocarla encima de la chimenea como si fuera una cabeza de alce? Alguien que no guarda la menor relación con la familia Larsson, podría tener motivos para sentir miedo.
– Esto me suena a El padrino -afirmó Karin-. ¿Os acordáis del tipo al que le metieron una cabeza de caballo en la cama?
Alrededor de la mesa sus compañeros hicieron muecas de asco.
– Tal vez se ha desarrollado en secreto una mafia de Gotland allá abajo en el sur -bromeó Norrby-. Como en Sicilia.
– Sí, hay varias similitudes entre Gotland y Sicilia -añadió Knutas-. Tenemos muchas ovejas. Y algunos borregos.
Viernes 2 de Julio
El avión aterrizó en el aeropuerto de vuelos nacionales de Bromma en Estocolmo pasadas las tres de la tarde. El hombre que llevaba una bolsa de deporte azul oscuro se levantó en cuanto el avión se detuvo. Llevaba gafas ahumadas y una gorra calada profundamente en la cabeza. Por suerte, había tenido dos asientos para él y así evitó el riesgo de que alguien intentase entablar conversación. La azafata debió de notar su antipatía, porque sólo se acercó para ofrecerle discretamente café en una ocasión, después lo dejó en paz. Cuando el taxi se estaba acercando a Estocolmo, se le escapó un suspiro silencioso de expectación. Tenía muchas esperanzas puestas en aquel encuentro.
Le pidió al taxista que se detuviera unas calles antes de llegar a la dirección a la que se dirigía. No podía dejar ninguna huella de su paso por allí. Estocolmo vibraba bajo el calor en pleno verano y las aceras estaban llenas de terrazas donde la gente disfrutaba de un café con leche o de una copa de vino. El agua brillaba abajo, junto a la calle Strandvägen; en los muelles había viejos barcos de vela amarrados al lado de vistosas lanchas motoras y los transbordadores que salían constantemente para transportar a los habitantes de Estocolmo y a los turistas hasta el archipiélago.
Nunca se había sentido cómodo en la capital, pero un día como aquel, incluso él podía entender por qué a ciertas personas les gustaba Estocolmo. En el barrio donde se encontraba, la gente iba bien vestida y no vio a casi nadie sin sus preceptivas gafas de sol. Sonrió burlón, típico de la gente de ciudad. Como si ante el más mínimo contacto con la naturaleza tuvieran que protegerse, equiparse.
Él era un extraño en la ciudad, un forastero. Le costaba comprender que aquellas personas bien vestidas que caminaban deprisa a su alrededor por la calle fueran realmente sus compatriotas. Aquí todos sabían adonde iban.
Aquel ritmo acelerado lo ponía nervioso, todo tenía que ir más y más rápido. Cuando se detuvo en un quiosco para comprar una caja de rapé, mientras rebuscaba en el bolsillo para pagar el importe exacto, advirtió la impaciencia de la dependienta detrás de la caja y cómo crecía la cola detrás de él.
La casa estaba en una de las zonas más elegantes y los árboles que bordeaban la calle ofrecían un marco imponente. Se había aprendido el código de memoria y la puerta de roble macizo se deslizó con una suavidad que lo sorprendió. Dentro, en la escalera estaba todo en silencio. Del techo colgaba una araña de cristal y sobre el suelo había una gruesa alfombra roja que se prolongaba escaleras arriba. La altura del techo era impresionante. La sobria suntuosidad y el silencio amortiguado lo hicieron dudar. Se quedó un rato de pie mirando fijamente los nombres que aparecían en el elegante panel colgado en la pared: Von Rosen, Gyllenstierna, Bauerbusch…
De pronto se sintió como un muchacho apocado. Experimentó la misma sensación de humillación y de falta de dignidad que había sufrido de pequeño. Él no pertenecía a aquel mundo, era como un gato entre los armiños, no estaba a la altura, no era lo suficientemente refinado como para estar en aquel maravilloso y fascinante portal de mármol junto a las distinguidas personas que vivían detrás de aquellas puertas oscurecidas con barniz. Estuvo un rato luchando consigo mismo. No podía darse la vuelta y salir de nuevo a la calle después de hacer un viaje tan largo. Tenía que serenarse y armarse de valor. Lo había hecho antes. Se sentó en el escalón de abajo, apoyó la cabeza en las manos y cerró con fuerza los ojos. Trató de concentrarse, aunque al mismo tiempo le preocupaba que entrara alguien en el portal. Finalmente consiguió levantarse.
Decidió subir las escaleras hasta el cuarto piso, aunque había ascensor. Nunca había podido soportar los ascensores. Se detuvo delante de la puerta para recuperar el aliento. Fijó su mirada en la reluciente placa de latón con el nombre grabado en elegantes letras. Se sintió otra vez inseguro. Se habían visto antes, por supuesto, pero no aquí. Apenas se conocían. ¿Y si el hombre que lo esperaba no estaba solo? Con los dedos temblorosos consiguió sacar un pañuelo del bolsillo interior. No se oía ningún ruido en los pisos de los vecinos. Ninguna señal de vida.
El malestar volvió a apoderarse de él y aumentó rápidamente, se le nubló la vista. «Otra vez no», pensó.
Las sobrias paredes se contraían a su alrededor, se acercaban. En la cabeza los pensamientos se le dispararon en todas las direcciones. No lo superaría, tenía que dar la vuelta. Las puertas eran enemigos, se alzaban como muros que lo dejaban fuera, no querían acogerlo dentro. Era como si la maceta de cerámica de la ventana, con una vistosa azalea blanca, lo observara con ironía: «Tú aquí no tienes nada que hacer, vuelve al corral del que has salido».
Se quedó como paralizado y se concentró en la respiración, intentando acompasar los latidos del corazón. Había sufrido trastornos de pánico desde que era pequeño. Se iba a marchar, acababa de decidirlo. Pero primero debía recobrar las fuerzas, concentrarse para no desmayarse. Estaría bueno. Que lo encontraran aquí, tirado en el suelo. Menuda impresión.