Con el vaso de agua en la mano y un cigarrillo, que robó de uno de los paquetes que había en la encimera de la cocina, salió y se sentó en la desvencijada escalera de madera.
La enmarañada y frondosa vegetación estival era hermosa bajo la luz de la noche. La verdad es que había llegado a enamorarse de Gotland.
La madre de Martina abandonó la isla cuando tenía dieciocho años para trabajar de niñera en Rotterdam, en casa de una familia. El plan era quedarse en Holanda un año, pero entonces conoció al padre de Martina, que estaba estudiando arquitectura. Se casaron y después no pasó mucho tiempo antes de que nacieran Martina y su hermano.
La familia solía venir todos los años a la isla de vacaciones y se alojaban en casa de sus abuelos maternos en Hemse o en un hotel de la ciudad. Sus abuelos habían muerto hacía mucho tiempo y la madre de Martina falleció en un accidente de coche cuando ésta tenía dieciocho años. No obstante, el resto de la familia seguía viniendo a Gotland todos los años.
Y ahora ella estaba más enamorada que nunca. Un mes antes ni siquiera conocía su existencia y ahora le parecía que él era el aire que respiraba.
Un susurro procedente del bosquecillo que había al lado del albergue interrumpió sus pensamientos. Bajó la mano en la que tenía el cigarrillo y miró hacia allí. Todo estaba en silencio otra vez. Sería un erizo, siempre salen por la noche. Entonces se oyó el chasquido de una rama. ¿Había alguien por allí? Recorrió con la mirada el césped uniforme que se extendía delante de la casa, la mesa y los bancos, el parque infantil, el tendedero de la ropa, donde sólo colgaba una toalla de baño de rayas azules y blancas, y los enebros que se alzaban solitarios alineados como si fueran soldados. De golpe, la calma y el silencio parecían amenazantes.
Apagó el cigarrillo y se quedó sentada un momento, aguzando el oído, pero volvía a reinar el silencio. Quizá eran figuraciones suyas, no estaba acostumbrada a aquellas noches claras, mágicas. Como tampoco estaba acostumbrada a estar sola. «Qué tonta, -pensó-. Estoy en Suecia, aquí no hay nada que temer.»
Presionó la manilla y la pesada puerta se abrió con un chirrido.
Oyó otra vez aquel susurro pero no le prestó atención ni se giró para ver de dónde procedía el ruido.
Sábado 3 de Julio
La luz de la mañana se filtraba a través de las ligeras cortinas. Todo estaba en silencio. Johan estaba sentado en un sillón al lado de la ventana con su hija recién nacida en brazos. La niña descansaba como un rollito en la suave mantita de algodón en la que la habían envuelto. Tenía la carita sonrosada, los ojos cerrados y la boca entreabierta.
Le parecía que la niña respiraba muy deprisa, el corazón latía en su pecho como el de un pajarillo. La sostenía sin moverla, sintiendo el calor y el peso de su cuerpo, no se cansaba de mirarla.
No sabía cuánto tiempo llevaba sentado en la misma postura sin dejar de contemplarla. Hacía un buen rato que se le habían dormido las piernas. Era incomprensible que aquella personita que tenía en brazos fuera su hija. Que fuera a llamarlo papá.
Emma estaba acostada de lado en la cama y dormía, tenía el rostro relajado y sereno. Tantos dolores como había soportado hacía sólo unas horas… Trató de ayudarla lo mejor que pudo. Nunca habría podido imaginarse lo portentoso que podía ser dar a luz. En mitad del parto, cuando le cogía la mano a Emma, mientras la comadrona le decía lo que tenía que hacer y controlaba el alumbramiento, se emocionó por la grandeza del momento. Emma daba vida con su cuerpo, de él iba a salir otra persona que continuaría el ciclo. Eran las leyes de la naturaleza. Nunca se había sentido tan cerca de la vida. Y, sin embargo, aquello era verdaderamente una lucha a vida o muerte.
Hubo un momento en que se le pusieron los pelos de punta. Tuvo miedo de que Emma fuera a morir, pareció que perdía el conocimiento y el gesto preocupado de la comadrona no auguraba nada bueno. El problema era que un pliegue de la vagina se había inflamado y dificultaba la salida del bebé. Por eso no podía empujar, aunque ya había dilatado del todo, porque entonces el pliegue se hinchaba y cerraba aún más el paso. Eso había complicado el parto, hasta que apareció Line, la mujer de Knutas, y consiguió apartar el pliegue.
Después todo fue bien y la niña no tardó ni un minuto en nacer. En el momento en que el bebé rompió a llorar, Emma se relajó. Lo primero que hizo Johan fue darle un beso. La admiración que sentía por ella en aquellos momentos nunca iba a sentirla por ninguna otra persona.
Johan volvió a mirar a su hija. A la niña le tembló la barbilla y extendió la manita con aquellos dedos pequeñitos como si fueran rayos del sol y luego la volvió a cerrar. Él sabía ya que la iba a querer toda la vida, pasara lo que pasase.
El sábado por la mañana, cuando cogió el desvío que conducía hasta Lickershamn, Knutas soltó un suspiro de alivio. Un fin de semana en la casa de veraneo era justo lo que necesitaba después de haberse pasado la semana dando vueltas y sudando en un Visby abarrotado de gente.
Su casa de veraneo sólo estaba a veinticinco kilómetros de la ciudad pero, cuando estaba allí, se sentía lejos de la rutina diaria. De camino hacia Lickershamn había una zona de rocas erosionadas, llamadas raukar, donde solía detenerse. El conjunto estaba formado por una decena de raukar grandes y varios más pequeños, algunos tenían seis o siete metros de altura y buena parte de ellos estaban cubiertos por la flor simbólica de Gotland, la hiedra. Un cartel informativo de la diputación provincial explicaba que los raukar fueron esculpidos por el mar de Litorina, hace siete mil años. A Knutas le impresionaban esas concreciones rocosas, parecían una especie de esculturas de piedra torpemente talladas, y su proceso de formación era igual de impresionante.
La roca madre de Gotland estaba compuesta en su mayor parte por arrecifes de coral que se formaron en un mar tropical hace cuatrocientos millones de años. Entre los arrecifes había estratos de rocas calizas y cuando se retiraron los hielos que cubrieron Gotland durante la última glaciación, hace diez mil años, comenzó el levantamiento isostático. En el litoral las olas erosionaron el suelo rocoso. Las rocas calizas resistieron mejor el empuje de las olas que los sedimentos circundantes y permanecieron en pie como pilares aislados.
Al rauk más impresionante lo llamaban «Jungfrun», la Virgen, y sobresalía en un promontorio a veintiséis metros sobre el nivel del mar, justo en la entrada al puerto. Con sus doce metros de altura «Jungfrun» era el rauk más alto de Gotland y, con ello, una seña de identidad para Lickershamn. El lugar era un remanso de paz con unas cuantas casas alrededor de la pequeña cala y dos espigones donde estaban amarrados los barcos de pesca y los de recreo.
La casa de veraneo de la familia se encontraba a un kilómetro de allí. Era una casa de piedra caliza revocada, de dos plantas, con los marcos de las ventanas, los de las puertas y las esquinas en color vino. El paisaje de alrededor era árido, con pinos y enebros bajos y retorcidos. El terreno estaba rodeado por una cerca de piedra. Piedras había en abundancia en esta parte de Gotland. A la franja costera desde Lummelunda hasta Fårösund, ya en el norte de la isla, se la conoce como la Costa de Piedra.
Petra y Nils los habían acompañado de mala gana. Knutas tuvo que convencerlos con la promesa de que por la tarde saldrían con la barca a pescar. Line bajó del coche y lanzó una exclamación de satisfacción.
– ¡Oh! ¡Qué maravilla! -exclamó y respiró profundamente-. Aspirad el aire. Mirad el mar.
Todos ayudaron a meter en casa las bolsas con la comida. Line y los niños estaban ansiosos por bajar a darse un baño, mientras que Knutas decidió quedarse en casa y cortar el césped, aunque el verano había sido tan seco que casi no hacía falta.