En casa, en la ciudad, era sobre todo Line quien se ocupaba del jardín. La diferencia aquí en el campo era que él podía hacerlo en paz. Todo estaba en silencio y no venía ningún vecino a molestar. Al abrir la puerta de la caseta de las herramientas, lo golpeó el aire húmedo. Sacó con dificultad el pesado cortacésped y le puso gasolina. Arrancó obediente al segundo intento.
Le gustaba dar una vuelta tras otra, escuchando el ruido del motor, sin pensar en nada en especial. Todos oían el estrépito del motor y evitaban molestarlo mientras hacía su tarea. Por eso no se daba prisa, al contrario, siempre lo cortaba escrupulosamente.
La casa estaba apartada, fuera del alcance de la vista de los vecinos. En la parte de atrás, al otro lado de la cerca había una pequeña cala resguardada que sólo utilizaban ellos, algunos vecinos y algún que otro turista extraviado. La playa grande de Lickershamn estaba lo suficientemente lejos como para que no los molestaran los bañistas, y lo suficientemente cerca como para que los chicos, si querían, pudieran ir solos hasta allí. A Knutas le parecía que la situación era perfecta. Cuando terminó estaba empapado de sudor, aunque en realidad no había supuesto un gran esfuerzo físico, pues el cortacésped prácticamente iba solo.
Se puso rápidamente el bañador, agarró una toalla y bajó a la playa, donde el resto de las toallas y los albornoces de la familia estaban tirados en un montón de cualquier manera. Se rio para sus adentros observándolos mientras entraba en el agua chapoteando.
Line tenía su cabello pelirrojo y rizado recogido encima de la cabeza con un pasador. Llevaba puesto un bañador muy vistoso, de color azul claro con pequeños y grandes lunares rojos en distintas tonalidades. Tenía la piel clara y cubierta de pecas. A menudo se quejaba de que estaba demasiado gorda, y una vez él se había tomado en serio su monserga de que quería adelgazar; un error que no volvería a cometer jamás. Por su cumpleaños le compró un equipo para entrenar en casa, una tarjeta para acudir a un gimnasio y un bono de sesiones en una clínica de adelgazamiento. Decir que su mujer no agradeció el regalo sería quedarse corto.
Después de quince años juntos Knutas aún podía quedarse maravillado al mirarla y pensar que era su mujer. La amaba y amaba su entusiasmo. Limpiaba la casa y preparaba la comida con la misma pasión; con Line todo era mucho y a lo grande. Fuentes grandes, gestos amplios, mucho jaleo. Se la veía y se la oía, se hacía notar. Como ahora, mientras chapoteaba dando vueltas en el agua.
Tras el baño tomaron café en la terraza.
Cuando Knutas vio a su mujer quitarse los zuecos y empezar a mover los pies con coquetería, observó que le habían salido pecas hasta en los empeines, habitualmente blancos. Line entornó los ojos hacia el sol y él tomó la decisión de no hablar del trabajo durante todo el fin de semana.
El olor a carne picada condimentada con especias picantes que salía de la cocina se esparcía por todos los rincones. Ese día los estudiantes de arqueología preparaban juntos la cena. En la cocina el chili con carne hervía a fuego lento en una olla enorme y todos colaboraban.
El menú era sencillo para que les diera tiempo a llegar al concierto de Eldkvarn, que se iba a celebrar a las nueve en el escenario al aire libre que tenía el hotel.
A Martina, que estaba junto a la encimera pelando cebollas con Steven y Eva, le lloraban los ojos, y no era sólo por la cebolla. Tras tomarse unos chupitos de tequila, todos estaban animados y se reían a carcajadas de los chistes malos de los demás.
Los veinte estudiantes que se alojaban en el albergue ocupaban toda la cocina. El resto de los huéspedes que asomaban la nariz por la escalera de caracol advertían inmediatamente que era mejor esperar. Estaban poniendo las tres mesas y la mesilla, que había en uno de los rincones, estaba llena de vasos y botellas. Alguien había traído un radiocasete. Se notaba que el volumen estaba puesto demasiado alto para la potencia de aquel viejo aparato y el sonido empezaba a distorsionarse. El calor había hecho que alguien abriera todas las ventanas y el jolgorio se oía desde lejos.
Martina vestía pantalones vaqueros de talle bajo y camiseta negra. Llevaba la melena rubia suelta. Se maquillaba poco, sabía perfectamente que no lo necesitaba. Un poco de rímel y brillo de labios, nada más. Estaba deseando verlo, no creía que ninguno de los compañeros del grupo sospechara lo que había entre ellos. A veces coqueteaba con otros sólo por el placer de hacerlo rabiar y ver su frustración. En el yacimiento los dos disimulaban y se lanzaban miradas a escondidas. Alguna que otra vez él le rozaba el brazo o la pierna.
– ¿Me puedes ayudar a probarlo? -Eva le dio un codazo en un costado y le acercó una cuchara-. ¿Tiene suficiente picante?
– Un poco más -contestó Martina y le puso más guindilla-. La comida tiene que estar picante.
La tarde del concierto no pudo ser más maravillosa. El globo del sol al rojo vivo se mecía en la línea del horizonte y cubría el mar con una alfombra de destellos. En el sitio donde se iba a celebrar el concierto flotaba en el aire un olor a cordero recién asado procedente del restaurante, y el público se fue concentrando delante del escenario. Los niños correteaban y jugaban entre las mantas, algunos se daban un baño en el agua resplandeciente. Un grupo de motoristas ya maduritos se habían sentado con una cerveza en la mano para disfrutar de la música. Los acordes suaves de Eldkvarn, su mezcla de pop-rock, enganchó al público e hizo que la mayoría, poco a poco, se pusiera a bailar.
Martina disfrutó de los vapores de la embriaguez y del baile, después de haberse pasado todo el día trabajando en la excavación. Se sentía más que satisfecha. Cuando estaban a punto de recoger las cosas al final de la jornada, había encontrado una moneda árabe de plata, fechada en el año 1012. Todos la felicitaron y ella se sintió tentada de dejar caer la moneda dentro de su bolsillo y guardársela para enseñársela a su padre. Sin embargo, tuvo que conformarse con contemplar un rato en la mano su moneda de la época vikinga.
La suave y áspera voz del cantante pronunciaba letras de canciones que ella no entendía, aunque se esforzó e intentó captar algo más que simples palabras sueltas. Pero enseguida desistió y se dedicó a escuchar la música y a bailar con los demás.
A lo largo de la noche miró de vez en cuando a ver si aparecía. Creyó distinguir su cara varias veces, pero al instante se daba cuenta, abatida, de que se había equivocado. Se preguntaba por qué no venía. Jonas la sacó de sus cavilaciones invitándola a una cerveza bien fría que aceptó agradecida.
Unas horas más tarde se encontraba sentada entre Mark y Jonas y se dio cuenta de que había bebido demasiado. Unos cuantos amigos del grupo se habían reunido en la terraza del hotel para continuar la fiesta con los moteros. La noche era cálida aunque ya era casi la una. Martina había perdido la esperanza de que apareciera. Al menos podría haber llamado. Buscó el móvil en el bolso, sólo para descubrir que no estaba allí. Pero la borrachera hizo que no le diera mayor importancia. Se le habría caído en la hierba en algún sitio, después lo buscaría. Apuró su vaso y se levantó para ir al servicio, que estaba al doblar la esquina, junto a la puerta principal.
Tenía ganas de fumar, pero se les había acabado el tabaco y en el bar no vendían. En la habitación tenía un cartón entero y decidió ir a buscar un paquete.
Al salir del servicio continuó hacia el albergue y oyó cómo se divertían despreocupados en la terraza, alguien punteaba una guitarra.
Cuando entró en el camino que discurría paralelo al mar, se dio cuenta de lo solitario que estaba todo a su alrededor. Antes no se había fijado en que no había ninguna casa por allí. La soledad se volvió ahora palpable. Arboles y arbustos bordeaban el camino y en la oscuridad se oía una orquesta invisible de grillos.