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– Fíjate qué maravilla, qué cosas encuentran, es increíble. He podido tener en mis manos un dije de ámbar del siglo X, ¿puedes imaginártelo? En mi próxima vida voy a ser arqueóloga, sin duda.

– Por un momento creí que nos íbamos a quedar allí todo el día -murmuró Knutas-. Y tengo el estómago vacío. ¿Tú no necesitas comer nunca?

– No seas tan gruñón. Me pareció que era tremendamente interesante. Compraremos algo por el camino. ¿Qué opinas de Mellgren y de su relación con Martina?

– Creo que parece sincero. No creo que fuera a liarse con una alumna. No sólo se juega su matrimonio, que no es poco, sino que arriesga toda su carrera profesional.

– Quizá está cansado de su trabajo -sugirió Karin en un tono imparcial-. Puede que sea una forma de autodestrucción, que muy bien podría ser inconsciente. Quizá en el fondo lo que quiere es que todo se vaya al garete.

– Otra posibilidad es que se haya enamorado perdidamente -apuntó Knutas, más dado al romanticismo que su colega.

– Por supuesto -sonrió Karin-. Pero lo uno no excluye lo otro.

Una vez en la comisaría les salió al encuentro Lars Norrby:

– He hablado con un testigo que ha contado algo intere sante.

– Lo hablamos en mi despacho -dijo Knutas.

Se sentaron en el pequeño tresillo que tenía en uno de los rincones de la habitación.

– Ha llamado un hombre. Un día que se dirigía hacia el Hotel Warfsholm en bicicleta, bueno iba allí a cenar, parece ser que suele ir todos los lunes, o sea, que esto sucedió un lunes, vio de pronto a Martina venir hacia él andando por el camino. La ha descrito con todo lujo de detalles, parecía muy seguro de que era ella.

– ¿Sí?

Knutas parecía impaciente.

– Ella venía andando por el borde del camino, el hombre dice que cree que iba por el lado izquierdo de la calzada, pero no estaba seguro del todo. Iba vestida con una falda azul, eso lo recordaba perfectamente, pero no se acordaba de lo que llevaba puesto en la parte de arriba.

– Vete al grano -gruñó Knutas.

La minuciosidad de Norrby y su propensión a relatar detalles insignificantes podían sacarlo de quicio. Su colega lo miró ofendido.

– Bien. El caso es que ella se subió a un coche aparcado justo en la entrada de la pista de minigolf.

– ¿Cómo puede estar tan seguro de que la persona a la que vio era Martina?

– Al parecer, sus compañeros del curso de arqueología han ido por los alrededores mostrando fotos de ella. Bueno, a lo mejor sólo era una foto.

– ¿Ah, sí? ¿Realizan su propio trabajo de investigación?

– Exacto, y ahora ha dado resultado.

– ¿Vio quién iba en el coche? -preguntó Karin.

– Cree que era un hombre de unos treinta y cinco o cuarenta años, quizá mayor. Llevaba gafas de sol oscuras, así que no se le veía bien. No estaba seguro del color del cabello, pero no creía que fuera rubio. Más bien tirando a castaño.

– ¿Cuándo fue eso?

– Hace una semana. El lunes pasado, a eso de las cinco o cinco y media.

– Martina lleva desaparecida sólo tres días -replicó Karin.

– Sí, pero puede ser interesante de todos modos -protestó Norrby-. Evidentemente alguien ha estado esperándola junto al camino.

– Cabe preguntarse por qué no condujo hasta el aparcamiento del hotel. Al parecer no quería que lo vieran -dijo Knutas.

– Eso induce a pensar que Martina mantenía una relación en secreto -concluyó Karin-, y una suposición no muy cualificada es que él esté implicado en su desaparición. Tanto si se fue con él voluntariamente como si no.

– De todos modos no puede haber sido de forma voluntaria -objetó Norrby-. ¿Por qué no ha llamado?

– Todo apunta a que se la han llevado en contra de su voluntad -reconoció Knutas-. Sólo podemos esperar que no haya sido víctima de algo aún peor. ¿Qué tipo de coche era?

– El testigo no entiende nada de coches y ni siquiera tiene permiso de conducir. Todo cuanto dice es que era azul, un turismo normal y que no parecía nuevo.

Karin se volvió hacia Knutas.

– ¿De qué color es el coche de Mellgren?

– Ni idea, pero lo averiguaremos enseguida.

– ¿La ha visto en más ocasiones?

– No, sólo esa vez.

– ¿En qué dirección se fueron?

– El coche desapareció en dirección a la carretera principal.

– ¿No se quedaría con el número de la matrícula?

– No. -A Norrby se le escapó una pequeña sonrisa-. No hemos tenido tanta suerte.

– Quiero hablar cuanto antes con el testigo.

– Vive y trabaja en Klintehamn, así que está cerca.

– Bien.

Sonó el teléfono y Knutas lo descolgó. Se escuchaba un ruido de fondo y le llevó varios segundos entender que se trataba del padre de Martina Flochten. Chapurreando en inglés Knutas hizo lo que pudo para responder a las preguntas del preocupado padre. Quedaron en verse al día siguiente, cuando Patrick Flochten llegara a Gotland para participar en la búsqueda de su hija.

La manilla de la puerta estaba bloqueada cuando trató de entrar, entonces sacó la llave y abrió. Todo presentaba el mismo aspecto que cuando vivían sus padres: la cómoda de la entrada estaba ahora tan reluciente como entonces, en la pared el reloj de la cocina marcaba el paso del tiempo con el mismo sonido acompasado, los platos chinos de la pared seguían allí colgados como lo habían hecho siempre, incluso el rollo de papel de cocina que había encima de la mesa era el mismo. Entró en la sala de estar y la contempló en silencio. Se diferenciaba de otras salas de estar suecas, fundamentalmente, porque faltaba un sofá. Todas las demás lo tenían, pero en su casa nunca había habido uno. Un sofá era algo para estar juntos, sentarse y relajarse delante del televisor. Aquí no lo había porque eso era imposible. En un sofá se corría el riesgo de sentarse uno muy cerca de los otros, de rozarse, y eso era pecado. Casi todo lo divertido era pecado: no tenían televisor porque era pecado; nunca escuchaban música en la radio porque era pecado; los tebeos y los juegos de mesa eran pecado, así como reírse en domingo. Bien mirado, el riesgo de que alguien riera en casa un domingo no era grande; en general no había muchas posibilidades de que alguien riera. No podía recordar haber visto sonreír a su padre o a su madre una sola vez. La casa estaba marcada por el silencio y la austeridad, la oración, la severidad y los castigos.

Le había llevado tiempo armarse de valor para regresar allí, pero cada vez que lo hacía, creía desprenderse de una pequeña parte de la culpa y la vergüenza que había sentido desde la infancia. La influencia de los padres se iba borrando poco a poco.

La idea se le había ocurrido unos meses antes. Significaría la traición definitiva a sus padres, el hecho de que fueran a celebrar sus reuniones aquí. Ésta era la primera vez y se sentía expectante. Lo había planeado todo hasta el más mínimo detalle. Entró en la habitación contigua y abrió el gran armario, sacó las figuras una tras otra sujetándolas con sumo cuidado, antes de alinearlas sobre la mesa de la sala de estar. Aquí iba a suceder, justo aquí y no en ningún otro lugar. Cuando estuvo listo se calzó los zuecos de madera y salió. En el establo había una puerta que conducía a un trastero. Allí estaba el recipiente. Lo cogió y lo llevó con cuidado, puesto que su contenido era de gran valor. Ahora iba a ser de utilidad y la próxima vez sería aún mejor.

Se puso al lado de la ventana y miró fuera. El sol del atardecer teñía el cielo de rojo y hacía tanto calor que podrían realizar algunos actos en el exterior. No importaba, no los vería nadie, nadie descubriría lo que hacían.

El ruido de un motor interrumpió sus reflexiones y al momento apareció tras el recodo un coche conocido. Qué bien que fuera él precisamente el primero en llegar, así quizá tuvieran tiempo de hablar y de solucionar algunos asuntos. Ultimamente habían surgido entre ellos divergencias de opinión y esas discrepancias eran cada día más profundas, lo cual le molestaba. Ahora, cuando habían llegado tan lejos, no quería que se fastidiara todo.